Rafael Correa es víctima del sistema judicial que creó

En mayo de 2017, cuando era presidente de Ecuador, Rafael Correa saludaba a sus seguidores desde el balcón del palacio presidencial en Quito. Credit Dolores Ochoa/Associated Press
En mayo de 2017, cuando era presidente de Ecuador, Rafael Correa saludaba a sus seguidores desde el balcón del palacio presidencial en Quito. Credit Dolores Ochoa/Associated Press

Rafael Correa, el hombre que gobernó Ecuador durante una década, tiene una orden de prisión preventiva. Es una ironía: el expresidente es una víctima del aparato de justicia que él se encargó de deformar cuando estuvo en el poder. A un año de la finalización de su presidencia y a unos meses de haber perdido el control de Alianza País, el partido que él mismo fundó, Correa es un blanco fácil. Y es que en Ecuador la justicia responde a la persona que está en la presidencia.

Que un expresidente sea investigado podría parecer una señal de madurez democrática, pero procesarlo a través de un sistema de justicia viciado es contraproducente. En su intención de erradicar el correísmo, el movimiento caudillista que bajo la égida de Correa monopolizó todas las instituciones de Ecuador, el gobierno del presidente Lenín Moreno está perpetuando un mecanismo que limita la autonomía de la justicia y debilita las instituciones de una democracia que prometió “refrescar”. La investigación del caso Balda podría ser la gran oportunidad para que Moreno refunde la justicia ecuatoriana.

Correa es investigado por su posible participación en el secuestro del exasambleísta ecuatoriano Fernando Balda, ocurrido en Colombia en 2012. Mientras siga abierta la investigación, la jueza Daniella Camacho ordenó al exmandatario que se presentara ante la Corte Nacional de Justicia cada quince días, pero Correa vive desde hace un año en Bélgica y el 2 de julio se presentó, más bien, en el consulado ecuatoriano en ese país. Camacho consideró el acto como un incumplimiento y ordenó su prisión preventiva y la emisión de una alerta roja en su contra a la Interpol.

Para Correa es un momento inusual: durante el periodo de su presidencia, de 2007 a 2017, la justicia estuvo casi siempre a su favor. En esos diez años, el mandatario interpuso 17 demandas, de las cuales solo perdió una. El resto las ganó: contra el diario El Universo, contra periodistas —como Juan Carlos Calderón y Christian Zurita— y opositores como Fernando Villavicencio y Cléver Jiménez.

En Ecuador la justicia siempre ha estado politizada, pero durante el gobierno de Correa el sistema judicial se consolidó como un órgano dependiente del poder ejecutivo. En un referéndum de 2011, los ecuatorianos votaron a favor de reestructurar la justicia y Gustavo Jalkh, uno de los políticos más cercanos a Rafael Correa, se convirtió en 2013 en el presidente del Consejo de la Judicatura, el órgano encargado de coordinar a las distintas entidades judiciales. Bajo su control se organizaron concursos de jueces y fiscales, en su mayoría afines al correísmo. Ese era uno de los pasos fundamentales del entonces presidente para consolidar su poder y tomar control del sistema judicial.

Human Rights Watch documentó una docena de casos en los que un juez o fiscal declaró que asesores de Correa o miembros de la justicia ecuatoriana les sugirieron cómo pronunciarse en algunas causas. Y, en agosto de 2017, una investigación del portal Factores de Poder reveló una serie de correos electrónicos en los que se aprecia la injerencia de la presidencia en la justicia. Entre los correos, sobresalían los que supuestamente intercambiaron Correa y Jalkh. En un correo de 2013, Jalkh le informaba al entonces presidente que destituirá a una jueza por dar el habeas corpus a Álvaro Noboa, un opositor político. Pocos días después, el despido fue consumado.

A un año de haber dejado el poder, Rafael Correa habla de persecución política y, aunque aún no hay elementos suficientes para darle la razón, sí hay dudas sobre la aplicación del debido proceso: es innecesario que esté en prisión preventiva por una falla que, juristas como Ramiro García —presidente del Colegio de Abogados de Pichincha y uno de los más duros críticos del gobierno de Correa—, consideran menor. Que las leyes ecuatorianas permitan esta medida es consecuencia directa de las reformas que el expresidente impulsó y que permiten abusar de, entre otros recursos, la prisión preventiva. Muchos detractores, que quieren verlo preso, validan la justicia que antes cuestionaron. Se trata de un flaco consuelo: intentar encarcelar a Correa a través de vicios legales del pasado no arregla un sistema que necesita reformarse.

Ni Correa ni Moreno parecen ponerse de acuerdo: para el primero la justicia ya no es independiente; para el segundo, ahora lo es. Pero el sistema no ha cambiado: los jueces y fiscales son elegidos por concursos confeccionados por personajes cercanos al mandatario de turno. Al correísta Jalkh lo destituyeron en junio y su remplazo, Marcelo Merlo, fue nombrado por un Consejo de Participación Ciudadana cercano a Moreno.

El actual presidente encarna una peculiar paradoja: en 2018 está orgulloso de la recién adquirida autonomía judicial, pero durante la década en la que fue cercano a Correa (seis años como su vicepresidente) no pareció incomodarle su falta de independencia. O, al menos, jamás cuestionó públicamente la reestructuración judicial que le sirvió a Correa y que hoy parece servirle a él. ¿Si Moreno no se hubiera distanciado de su antecesor, habría permitido su prisión preventiva y la apertura de una investigación? La intención es acertada, pero el método deja dudas.

Es posible, sin embargo, corregir una justicia descarriada. Pero solo con voluntad política. Si Lenín Moreno quiere detener ese eterno péndulo judicial que se mueve según quién manda, debe desandar las reformas que impulsó su antecesor y que él mismo respaldó. Si algo ha demostrado el presidente es que los cambios de opinión pueden ser benéficos: de aliado y sucesor designado de Correa ahora es su mayor oponente y, en el clímax del encono, su aprobación llegó a casi el 80 por ciento. Ahora podría hacer lo mismo: impulsar un nuevo cambio en la reforma judicial que respaldó hace siete años y garantizar la independencia de los tribunales ecuatorianos. Solo así tendrán legitimidad para investigar a enemigos o aliados de quien esté en el Palacio de Carondelet.

Enmendar la democracia implica respetar el debido proceso, incluso para los políticos que fueron nocivos para la democracia, como Correa. En caso de que el expresidente esté implicado en el secuestro de Balda debe ser llevado a los tribunales, pero no como un acto de venganza personal.

Si Moreno reforma la justicia para garantizar su autonomía podría marcar un hito en la titubeante y joven democracia ecuatoriana. El resultado final de esa aventura podría ser que él mismo pueda ser investigado a futuro, pero también que el proceso de Correa —o de cualquier otro— sea justo y transparente.

María Sol Borja es periodista, docente y traductora. Ha sido reportera de televisión y colabora en medios ecuatorianos e internacionales.

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