Rafael Gil

Tal día como hoy, hace exactamente un siglo, nacía en el Teatro Real de Madrid –donde su padre trabajaba como administrador– Rafael Gil (1913-1986), uno de los más grandes genios del cine español. Que su centenario esté pasando de puntillas, ignorado por los repartidores de bulas que manejan el cotarro cultural, nos confirma que España sigue siendo, tal vez sin remedio, un país en el que el sectarismo ideológico campa por sus fueros; y en donde cualquier intento de reconstrucción ecuánime de nuestra tradición artística se revela quimérico. Pero que la figura de Rafael Gil siga siendo despachada con sumario desdén por los comisarios políticos debe, sin embargo, considerarse un timbre de gloria; pues ya nos advertía Cernuda que los insultos, según de quién procedan, pueden ser calificados como «formas amargas del elogio».

Cineasta prolífico que incursionó en casi todos los géneros, Rafael Gil completó, a lo largo de más de cuatro décadas, una trayectoria llena de títulos pasmosos que merecen figurar entre los más eminentes de nuestro cine. Desde muy niño, dio muestras de una gozosa afición a la lectura que, andando el tiempo, lo convertiría en el más fecundo adaptador de nuestra literatura, de Cervantes a Jardiel Poncela, de Lope de Vega a José María Pemán, pasando por Pedro Antonio de Alarcón, Galdós, Unamuno, Azorín, Wenceslao Fernández Flórez o Rafael Sánchez Mazas. Antes de cumplir los veinte años, su firma como crítico se hará habitual en revistas especializadas y diarios de gran circulación, en especial en ABC, donde mantendría colaboraciones durante casi toda su vida, llegando a cultivar una estrecha amistad con Luis Calvo. En sus lecciones de crítica cinematográfica, Gil se revela inquisitivo y sagaz, atento a las tendencias estéticas en boga y siempre certero en su juicio sobre los maestros –sobre todo americanos– que por entonces iniciaban su andadura. En 1933 funda, junto a reconocidos intelectuales de la época como Benjamín Jarnés, el cineclub del Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes. El estallido de la Guerra Civil lo pilla en Madrid, donde será reclutado para los servicios de propaganda de la República, después de que su posesión de un carné de prensa de ABC esté a punto de costarle un pasaporte a ultratumba. Gil realizará sin excesivo entusiasmo varios documentales de guerra hoy extraviados; y, tras la conclusión del conflicto, será contratado por la productora Cifesa para dirigir su primer largometraje, «El hombre que se quiso matar» (1941), basado en un relato de Wenceslao Fernández Flórez. Se inicia así una apasionante etapa creativa que lo confirma como el mejor cineasta de su generación, con hitos como «Huella de luz» (1943), «Eloísa está debajo de un almendro» (1943), «El clavo» (1944), «El fantasma y doña Juanita» (1945), «Don Quijote de la Mancha» (1947) o «La calle sin sol» (1948). Un rosario de obras maestras que nos revelan a un cineasta en estado de gracia, lleno de humor chispeante, pericia técnica, numen poético, tensión dramática y un brío narrativo fuera de lo común.

Todas estas virtudes se aquilatarán en la serie de películas que rueda en la siguiente década, marcadas por un fuerte componente católico y anticomunista, en colaboración con Vicente Escrivá. A esta época pertenecen títulos como «La señora de Fátima» (1951), sobre las apariciones marianas; «El beso de Judas» (1954), que narra la Pasión de Cristo desde la original perspectiva del discípulo traidor; «El canto del gallo» (1955), sobre la persecución religiosa en un innominado país de la órbita soviética; y, muy especialmente, la soberbia «La guerra de Dios» (1953), para quien esto firma una de las más grandiosas creaciones de nuestro cine, donde se narran las tribulaciones de un joven sacerdote en una aldea minera donde la injusticia social ha alcanzado cotas insoportables: una obra nada complaciente, desbordante de amorosa humanidad y vibrante en su denuncia, que sesenta años después de su estreno conserva toda su dolorosa vigencia. Son, sin duda, estas películas de asunto religioso (tal vez las más cuajadas de su filmografía) las que han arrojado sobre Rafael Gil una condena al ostracismo; y las que han servido para caracterizarlo de forma caricaturesca por los zoilos de turno. Revisándolas, cualquier espectador desprejuiciado descubrirá que se halla ante uno de los más grandes cineastas europeos de la época, dueño de un estilo transparente y distintivo, con un sentido innato de la planificación y una elegancia compositiva que lo aproximan a los grandes maestros del clasicismo. ras su etapa de colaboración con Vicente Escrivá, Rafael Gil rodará «¡Viva lo imposible!» (1958), una excelente comedia de resonancias caprianas en la que intenta recuperar el espíritu de sus primeros títulos; y, a renglón seguido, «Camarote de lujo» (1959), un magnífico drama en torno a la emigración. Para entonces, Gil es un director consagrado, en la plenitud de sus recursos, que se decanta por un cine más ligero y comercial. A esta época pertenece su ciclo de películas taurinas (¡además de católico y de derechas, Rafael Gil no ocultaba su pasión por los toros!), con hitos como «El Litri y su sombra» (1960), con guión de Agustín de Foxá. Y títulos tan personales como «Siega verde» (1961), una exaltación de la tierra catalana que fue estrenada en la lengua que Pemán describiera como «un vaso de agua clara», prueba inequívoca de que no era tan perseguida como ciertos promotores de la amnesia histórica propalan. En la década de los setenta, Rafael Gil realizará un conjunto de películas basadas en grandes obras literarias, tales como «La duda» (1972), adaptación de «El abuelo» de Galdós; y, ya en plena transición, mientras otros directores de su generación trataban, en un típico ejercicio de chaqueterismo, de sumarse a las modas del destape o del antifranquismo, Rafael Gil rematará su carrera con una serie de adaptaciones de novelas de Fernando Vizcaíno Casas, como la profética y regocijante «Las autonosuyas» (1983), en la que se denuncian las lacras del régimen autonómico. Aunque quizá la perla de esta última etapa sea «La boda del señor cura» (1979), una demoledora y mordaz tragicomedia que acierta a diseccionar el proceso de «autodemolición» –Pablo VI dixit - acometido por la Iglesia en los años del postconcilio, a través de la figura de un devoto y ejemplar jesuita que acaba secularizado y amancebado con una cabaretera.

Rafael Gil moría en la ciudad que lo vio nacer, el 10 de septiembre de 1986, leal a sus convicciones e hincha acérrimo del Real Madrid. Sirvan estas líneas de homenaje apenas esbozado a uno de los genios más gigantescos de la cultura española del siglo XX. Y caiga el oprobio sobre los sectarios que pretenden –¡pobres enanos!– arrinconarlo en un arrabal de olvido.

Juan Manuel de Prada, escritor.

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