Rafael Nadal

«Voy a Montreal y me abro paso hasta la final que juego contra un español jovencísimo del que habla todo el mundo: Rafael Nadal. No consigo derrotarlo. Nunca había visto a nadie moverse así en una pista de tenis».

«Después Nadal me aniquila. El partido dura setenta minutos».

Estas son las dos referencias que hace a Rafael Nadal nada menos que Andre Agassi en Open. Memorias, una maravillosa autobiografía escrita alalimón entre el tenista norteamericano y el premio Pulitzer J. R. Moehringer, cuya empatía con aquél hay que reconducirla probablemente, y no en último lugar, a que ambos han sufrido dos terribles infancias.

En la cita inicial, Agassi se refiere al primer encuentro con Nadal (cuando éste tenía 19 años) en el Masters 1000 de Canadá de 2005. En la otra cita Agassi recuerda su segundo y último encuentro entre los dos en 2006, en Wimbledon, en el que el español le batió por 7-6,6-2 y 6-4.

Que en 2005, cuando Agassi tenía 35 años, y había jugado innumerables partidos contra cientos de jugadores, diga de Nadal que «nunca había visto a nadie moverse así en una pista de tenis» habla por tomos. Y es que, en efecto, el tenis de Nadal no se parece al de ningún otro tenista anterior. En primer lugar, y como dice Agassi, por su movilidad, por su velocidad en la pista, siendo capaz de llegar a una dejada en el lado derecho de la pista para después desplazarse hacia atrás, corriendo como un gamo, devolviendo una pelota que se la han colocado en la línea de fondo, ganando el punto, finalmente, respondiendo con una contradejada a una nueva dejada que esta vez la ha situado el contrincante a pocos centímetros de la parte izquierda más próxima a la red. Pero, para poder alcanzar las bolas en cada uno de estos tres golpes, no sólo se necesita –aunque también– velocidad –la movilidad de la que habla Agassi–, sino asimismo una gran intuición para adivinar a dónde va a ir el próximo golpe que planea ejecutar el rival. Pero esa movilidad y esa intuición de nada servirían si no vinieran acompañadas de la enorme seguridad de todos los golpes de Nadal. Nadal no falla, o falla muy poco. Cuando se dice que no da ningún punto por perdido o que, para conseguirle un punto, a veces –y no siempre con éxito– el adversario tiene que hacerle tres golpes ganadores, en realidad se está diciendo lo mismo: que devuelve bolas dificilísimas que para otros tenistas serían imposibles de alcanzar. Desde el fondo, Nadal es capaz de aguantar sin fallos cualquier intercambio de golpes a cualquier tenista. En la red, sea con una volea cortada o plana o a bote pronto, ciertamente que esos golpes de Nadal no tienen la belleza con los que los ejecutaban en su día Sampras o Edberg o ahora lo hace Federer; pero su efectividad no es menor. A pesar de que parecen golpes relativamente fáciles, estoy acostumbrado a ver a jugadores top ten que fallan smashes que no presentan aparentemente muchas dificultades. Nadal no los falla. Ni cuando los ejecuta al borde de la red, ni a media pista inclinándose hacia atrás, casi cayéndose, para poder impactar la bola con la raqueta con efectividad, ni tampoco –y eso sea tal vez lo más difícil– cuando ejecuta el smash desde el fondo de la pista.

La fortaleza mental de Nadal es legendaria. Nunca entrega un partido, por muy desfavorable que le vaya siendo el marcador y sea el que sea el tenista que tiene enfrente. Nadal nunca tira un partido; si se le quiere batir, hay que hacerlo con golpes ganadores y no confiando en que va a entregar el partido, porque ha entrado en un bajón psicológico: cuando te enfrentas a Nadal no descartes nunca una remontada.

En el año 2002, con 22 años, irrumpe en la escena tenística Roger Federer. Se convierte en el amo absoluto. Entre ese año y 2005 Federer conquista seis Grand Slams y ocho Masters 1000 (que cuando empezó a jugarlos Federer se llamaban ATP Masters Series). No había jugador que supiera cómo ganarle. Hasta que, en 2005, aparece Rafael Nadal. Entre éste y Federer, se inicia entonces uno de los duelos más apasionantes que ha vivido el mundo del tenis, habiéndose celebrado hasta ahora 40 partidos entre ambos con ventaja para Nadal en tierra batida (14-2) y para Federer en pista dura (11-9) y en hierba (3-1).

Las armas de Nadal frente a Federer, cuando le gana, son: el intercambio de golpes, que por muy prolongado que sea, y debido a la seguridad de Nadal, casi siempre acaba fallando Federer; sus precisos globos que desbordan a veces a Federer cuando se aproxima a la red; la capacidad del español de colocar ángulos cruzados, a la derecha o al revés del suizo, imposibles de alcanzar; sus passing shots; y sus golpes paralelos de revés o de derecha, destacando, entre estos últimos, las bolas que Nadal lanza con su drive que, a la mitad del viaje, se salen de la pista, pero que, haciendo una parábola, acaban aterrizando dentro de la línea del campo de Federer. Además, y durante los primeros años de enfrentamientos, y siendo el revés el punto débil de Federer, porque con ese golpe no tenía la precisión milimétrica de su drive, Nadal se pasaba los partidos machacando el revés de Federer a donde dirigía todos los golpes posibles. Entre 2005 y julio de 2011 los números 1 y 2 de la clasificación de la ATP se los reparten, alternativamente, Federer y Nadal. El tenis se había convertido en un asunto de sólo dos.

En 2008 se empieza a hablar de un tenista serbio: de Novak Djokovic. Ciertamente que apunta maneras, pero tiene un saque vulgar, no sabe volear y frecuentemente le entran bajones mentales que le hacen perder juego tras juego.

Para Federer y Djokovic el enemigo a batir es Nadal. Para hacerlo, tendrán que perfeccionar su juego. Y ciertamente que lo hacen, aunque de diferente manera.

Federer mejora la precisión de su revés (tal como años antes lo había hecho, asimismo, otro tenista que tenía en ese golpe su punto débil: Boris Becker), no sólo a base de duros entrenamientos, sino también porque, como los contrarios siempre que podían –y como en su día hicieron con Becker– le mandaban los golpes a la zona del revés, los partidos que disputaba Federer se convirtieron en una continuación de esos duros entrenamientos. Finalmente, el revés de Federer –como el de Becker– acabó convirtiéndose en tan efectivo como su derecha. Entre 2013 y 2015 Stefan Edberg –uno de los mejores jugadores de saque-volea de la historia– entrenó a Federer; no tuvo que decirle que mejorara, sino, simplemente, que pusiera en la práctica con mucha más frecuencia, su maravilloso juego de saque-volea, del que hasta entonces, e inexplicablemente, Federer pocas veces hacía uso.

Si con la mejoría del revés, su mucho más frecuente uso del juego saque-volea y su creciente seguridad en el intercambio de golpes, Federer encontró nuevas armas para oponerse, con más posibilidades de éxito, al juego de Nadal, el camino que siguió Djokovic para tratar de superar al tenista español fue otro bien distinto: convertirse en otro Nadal, pero mejor que el original.

Para empezar, Djokovic adquiere una enorme seguridad en los intercambios, hasta el punto de que es capaz de aguantar a Nadal esos intercambios, siendo al final éste, y no Djokovic, el que incurre en un error no forzado. También como Nadal aprende –a veces superándole en efectividad– a colocar golpes ganadores buscando ángulos imposibles de devolver o ejecutándolos sorprendiendo al rival a contrapié. El juego de Djokovic termina de perfeccionarse contratando como entrenador, en 2015, a otro, como Edberg, gran jugador de saque-volea: al alemán Boris Becker. Con Becker, el saque de Djokovic experimenta una gran mejoría, convirtiéndose en un arma con la que gana muchos puntos; y la hasta entonces desastrosa volea de Djokovic se transforma en un golpe que ejecuta con una gran seguridad. Finalmente, y me imagino que con la ayuda de psicólogos, Djokovic consigue erradicar esas grandes ausencias que se apoderaban de él en algunos partidos y que hacían que los perdiese.

También el escocés Andy Murray quiere seguir el camino de Djokovic para mejorar su juego: convertirse en otro Nadal, pero mejor que el original. Murray, sin embargo, nunca alcanzó esa meta. El balance de sus enfrentamientos contra The Big Three es ampliamente desfavorable para Murray: 25-11 frente a Djokovic, 17-7 frente a Nadal y 14-11 frente a Federer. En cualquier caso, y a partir de 2017, cuando se empieza a agravar su lesión de cadera, que no puede superar pese a las dos intervenciones quirúrgicas a las que se somete, Murray deja de pertenecer a la elite del tenis, sin que nos haya sido posible conocer, por ello, hasta dónde podría haber llegado este magnífico jugador, como tampoco sabemos, y también a causa de las lesiones que han padecido, dónde habrían estado los límites de otros grandes tenistas como Kuerten o Del Potro.

Volviendo a Nadal, y hasta 2014, la rivalidad entre éste, Djokovic y Federer se mantiene más o menos equilibrada, alternándose en los tres puestos de cabeza de la clasificación de la ATP y apuntándose –con alguna incursión de Murray– los Grand Slams que se disputan. El juego de Nadal entra en la crisis más profunda de su carrera entre los años 2014 y 2015, debido en parte, aunque no sólo, a sus problemas con las lesiones. En esos dos años, en los que sólo gana un Grand Slam (Roland Garros 2014) y desciende hasta el noveno puesto del ranking de la ATP, un Nadal desconocido llega a perder partidos incluso con jugadores que no se encuentran clasificados entre los top 20. Uno de ellos es Fabio Fognini, que hasta entonces no había batido nunca a Nadal, y que, en 2015, de cinco partidos que juegan, le gana tres al español. No puedo describir el odio que sentí hacia Fognini –y que Dios me perdone–. Ciertamente que, a medida que Nadal iba recuperando su forma, en los siguientes ocho partidos jugados hasta la fecha, el español ha ganado a Fognini en siete de ellos; no obstante, cada vez que veo a Fognini en la pantalla de mi televisor no puedo evitar que me siga cayendo mal. En cualquier caso, en aquellos dos anni horribiles de 2015 y 2016 decidí dejar de sufrir. Renuncié a ver los partidos de Nadal en directo y, después de conocer el resultado, sólo contemplaba aquellos en los que había ganado, prescindiendo de hacerlo con los que habían acabado con derrotas del tenista español.

Y es precisamente a partir de 2014 cuando Djokovic –con su saque, con su ausencia de fallos en los intercambios, con sus golpes ganadores, con su elasticidad y, también, con la regularidad de su juego, que ya no se ve interrumpido por bajones psicológicos– alcanza la cima de su tenis: se ha convertido en un Supernadal, en un jugador imbatible. Entre finales de 2013 y la primavera de 2016, de 12 encuentros que disputaron Djokovic y Nadal, el serbio ganó 11 por sólo uno de Nadal en –¿cómo no?, y porque el español es indiscutida e indiscutiblemente el mejor jugador de tierra batida de la historia– precisamente la final de 2014 de Roland Garros. Desde Wimbledon 2015 Djokovic juega con Federer 10 partidos de los que vence en siete. Y, por lo que se refiere a sus enfrentamientos con Murray, de 17 encuentros a partir de 2014 Djokovic ha ganado 14 por tres de Murray.

Pero, naturalmente, y con ese espíritu luchador que busca un paralelo en la historia del tenis, Nadal no se quedó quieto. El gran estilo de juego que había desarrollado a lo largo de tantos años, y con tanto éxito, con su tío Toni, no cambia, pero va a ser perfeccionado y depurado aún más con la contratación como entrenador, en 2016, de Carlos Moyá. Poco a poco Nadal no sólo vuelve a ser el de siempre, sino todavía mucho mejor. Perfecciona todos sus golpes, aumenta la seguridad de los mismos y mejora muy considerablemente su saque, con un alto índice de primeros, muchas veces tan bien colocados que el rival sólo los puede devolver defectuosamente y apuntándose un número creciente de aces. En 2017 Nadal gana dos Grand Slams –Roland Garros y el US Open– y vuelve al número 1 de ranking; en 2018 se hace con Roland Garros, pero tiene que abandonar, por lesión, la semifinal del US Open frente a Del Potro, dando por finalizada la temporada. 2019 es nuevamente un gran año para Nadal: gana Roland Garros y el US Open y cierra el año como número 1 del mundo.

Y llegamos al presente año: 2020, el año de la pandemia. Desde la recuperación de su mejor tenis en 2017 Nadal había jugado seis veces contra Djokovic, estando empatados a tres victorias cada uno, suponiendo la final de este año de Roland Garros el número siete de los últimos encuentros entre ambos.

En 2020, y por lo que se refiere a Grand Slams, Nadal había caído en las semifinales del Open de Australia frente a Dominic Thiem y, después de suspenderse, por la covid 19, el campeonato de Wimbledon, renunció a participar en el US Open. Naturalmente que un campeonato es sólo una foto fija y que nadie puede adivinar qué deparará el futuro a Nadal y a Djokovic, en función de la evolución de su juego y de las eventuales lesiones y otros imponderables que puedan surgir. No obstante, quiero detenerme en esa final de Roland Garros de hace sólo unas semanas (su actuación en el París Bercy de la pasada semana, en el que perdió en semifinales, no es significativa, por el abrupto cambio de la tierra batida de Roland Garros –la superficie en la que Nadal es el rey–, y, sin solución de continuidad, a la pista dura Indoor, en la que Nadal se desenvuelve peor, de París Bercy). En esa final de Roland Garros demostró que ese Supernadal que, con tanto mérito, había llegado a ser Djokovic ya no era suficiente para desbordar a ese renovado y mejor Nadal que había subido varios escalones en su juego de toda la vida. Como en los intercambios Djokovic era consciente –y con razón– de que no podía superar en aciertos a Nadal, y que tales intercambios iban a terminar con un golpe ganador del español o con un error no forzado del serbio, Djokovic interrumpía los intercambios con las dejadas que tan buen resultado le habían dado en sus semifinales contra Tsitsipas. Pero Nadal no es Tsitsipas. La velocidad y la intuición de Nadal hacían que llegara a prácticamente todas las dejadas del serbio, a quien, después, le ganaba la mayoría de las veces con una contradejada, con un passing shot o con un globo. Hay dos golpes de Nadal que siempre me han impresionado, pero que, como en la final de Roland Garros de este año, cada día los ejecuta mejor. Nadal está algo adelantado y, superándole, su contrario le lanza un golpe al ángulo derecho de la línea de fondo, que ya no puede devolver de frente; Nadal entonces, corriendo al límite de su velocidad, llega a duras penas a la pelota, se retuerce, y poco antes de que la bola bote por segunda vez la impacta por detrás con un revés cortado con el que salva el punto, cuando no es que se lo apunta con un golpe ganador. La misma situación se repite cuando le rebasan con un golpe al ángulo izquierdo de la línea de fondo; hay un momento en el que parece que el tiempo y, con ello, la pelota se detienen, y Nadal, corre y corre, recogiendo la bola desde atrás, la impacta con su raqueta, consiguiendo con ello –para sorpresa de su rival que ya creía haber ganado el punto– devolverla dentro del campo contrario, muchas veces, de nuevo, con un golpe ganador, esta vez de drive.

Los caracteres de Federer y de Nadal son muy diferentes del de Djokovic. Nadal y Federer no pierden nunca las formas ni los papeles, y a pesar de todas las tensiones que pueden acontecer a lo largo de un partido disputado, prefieren perder antes que ser unos maleducados que arrojan la raqueta contra el suelo. A pesar de sus 20 Grand Slams, de sus 35 Masters 1000, de sus cuatro Copas Davis y de sus dos medallas olímpicas de oro (una en individuales y la otra en dobles) ganados, no hay tenista menos divo, más modesto en el circuito que Nadal. Un detalle que habla por cientos: en el discurso de clausura del Roland Garros del presente año, y para hacerle más dulce la derrota a Djokovic, a quien había barrido por 6-0,6-2 y 7-5, Nadal, y sin venir a cuento, devaluó su propia victoria, recordando que en el ya lejano enero del pasado 2019 Djokovic le había ganado en la final del Open de Australia. En España tenemos grandes comentaristas de tenis –el mejor de todos, el de nuestro periódico: Javier Martínez–, pero, si de lo que se trata es de analizar un partido de Nadal, nadie le supera en la lucidez de su propia crítica: Nadal es implacable consigo mismo al describir los fallos que ha cometido en el partido que acaba de jugar, describiéndolos con la mayor de las precisiones; como también lo hace con los aciertos que ha tenido, aunque en un tono más bajo y huyendo de cualquier alarde o presunción.

Djokovic, en cambio, rompe las raquetas, en sus primeros años –y todavía ahora algunas veces–, cuando iba perdiendo simulaba inexistentes lesiones en los descansos de los juegos, con la intención de desconcertar al contrario quien, pensando que iba a seguir jugando el partido con un Djokovic medio inválido, se encontraba con uno en plena forma; y la mala educación del serbio se manifestaba también en las imitaciones que hacía del juego de sus compañeros, ridiculizándolos, aunque muchas veces con maldita la gracia. Djokovic, además, ni sabía ganar ni sabía perder. Con el tiempo esas salidas de tono de Djokovic se han ido difuminando; incluso ha aprendido a saber perder, aunque sigue sin saber ganar. En cualquier caso, estas virtudes extratenísticas de Federer y Nadal han hecho que éstos se vean rodeados de unas aureolas de carisma y de simpatía, de las que no disfruta, ni de lejos, Djokovic.

Mi primer contacto con el tenis se inicia cuando tenía 12 o 13 años en el Club Velázquez de Madrid, situado justamente en los terrenos que hoy ocupan las oficinas de Iberia sobre el enorme solar que tiene uno de sus límites externos entre las calles Velázquez y María de Molina. A pesar de mi temprana afición por este deporte, siempre fui un jugador malo tirando a pésimo. Pero todos los otoños asistía, día tras día, hipnotizado y embelesado, a pesar de la ínfima calidad de los tenistas que participaban, a los Campeonatos de Tenis de Castilla que siempre se celebraban en el Club Velázquez; con una excepción, en el último campeonato, que se debió celebrar en 1957 o 1958, ganó la final Manolo Santana, un tenista que no se parecía a ninguno de los que habíamos visto hasta entonces y cuya calidad ya conocíamos porque le habíamos contemplado entrenar ya desde hacía algún tiempo en las pistas del Club. Santana empezó de recogepelotas en el Club Velázquez y aún le estoy viendo jugando, con 12 o 13 años, en sus ratos libres, con una tabla de madera con la que lanzaba contra la pared del frontón de las instalaciones una vieja pelota de tenis de pura goma que había perdido ya todo el pelo que en algún lejano día la había recubierto. De vez en cuando, charlábamos con Santana que era una persona –y creo que lo sigue siendo– muy simpática. Nunca pude soñar que en los siguientes años y décadas iba a tener la posibilidad –fundamentalmente a través de la televisión– de ver a los mejores tenistas del mundo jugando en los torneos más importantes. Pero el primer partido de esa calidad al que tuve la felicidad de asistir se lo debo precisamente a Santana. En agosto de 1962 acababa de entregar mi tesis doctoral en la Universidad de Hamburgo y estaba preparando el examen final de mi doctorado –el llamado rigorosum–. En esas fechas se estaban celebrando en Hamburgo, en el barrio de Rothenbaum, los Campeonatos Internacionales de Tenis de Alemania (que después ascendió a la categoría de Masters 1000 y hoy es un Masters 500) y un día me acerqué, con mi pareja de entonces, al club de tenis a presenciar uno de los partidos, encontrándome a Santana en las instalaciones. Estuvimos hablando de los viejos tiempos del Club Velázquez, de su trayectoria desde entonces y le invité a cenar a la humilde buhardilla en donde entonces vivía. Mi pareja le preparó la típica cena alemana –un Abendbrot–, consistente en unas rebanadas de pan de centeno que se untan con margarina (o con mantequilla en las grandes ocasiones como era la de la cena con Santana), colocando encima embutidos o queso o algún otro acompañamiento. Recuerdo que Santana se entusiasmó con una de las rebanadas cubierta con steak tartar y tuve la impresión de que era la primera vez que el tenista español comía esa bien preparada carne cruda. Recuerdo también que hablamos del futuro y Santana, que había ganado ya, en 1961, un Roland Garros (después triunfó en otro, en Wimbledon y en el Campeonato norteamericano de Tenis, precursor del US Open), desde su privilegiada vida de éxitos ya conseguidos, me animó sobre el futuro que le esperaba a aquel becario doctoral que, en ese momento, pasaba por una de las frecuentes depresiones que se apoderan de los científicos cuando todavía son unos aprendices. Y lo mejor: Santana nos invitó a dos entradas VIP para presenciar la final que se iba a disputar entre quien para muchos ha sido el mejor tenista de todos los tiempos: Rod Laver, y el propio Santana, que era un artista jugando al tenis y cuya legendaria y prodigiosa muñeca nunca más se ha vuelto a repetir en el circuito. Nos sentimos unos señores en medio de aquellos asientos ocupados por los miembros de la inaccesible y aristocrática elite comercial de Hamburgo en un competido partido que acabó ganando Laver (8-6, 7-5 y 6-4), que, comparándolo con los petardos de partidos que había visto hasta entonces en el Club Velázquez, me pareció un encuentro disputado por los ángeles.

En una canción de Sabina, después de mencionar los lugares del mundo que ama (Venecia, Manhattan, París, Ciudad de México y Buenos Aires, entre otros) termina diciendo, sin ulteriores explicaciones: «Yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid». Si me preguntaran quién es para mí el mejor tenista, y después de repasar mentalmente a todos los jugadores a los que he visto disputar maravillosos partidos, y guardando siempre un lugar de privilegio para Pete Sampras, con un estilo de juego tan distinto al de Nadal, yo diría, también sin ulteriores explicaciones: «Yo me bajo en Mallorca, yo me quedo con Nadal».

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho penal de la UCM.

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