Rafael y el siglo XVI

La popularidad de que gozan la personalidad humana y el espíritu creativo del gran pintor renacentista y las sorprendentes de quienes formaban parte de su círculo próximo y remoto, avivada por la exposición «El último Rafael» en el Museo del Prado, anima a comentar algunas ideas acerca de su vida, su multiforme producción, su tiempo y la larga estela que dejó tras de sí, en parte determinada por sus colaboradores más cercanos, imitadores de su estilo y copistas de mayor o menor rango y aciertos.

El autor es un indudable protagonista de transición entre dos centurias, puesto que nace en Urbino en 1483 y fallece en Roma en 1520. Al igual que Leonardo y Miguel Ángel, con los que forma la excelsa triada de artistas del apogeo del Renacimiento, recibe el influjo cultural así como la formación técnica del XV y se proyecta ampliamente sobre el XVI y los siglos siguientes, estimándosele también como uno de los pintores más geniales de la Historia, aun cuando reducirle únicamente al manejo de los pinceles sea una injusticia, que disminuye su polifacética figura, lo que análogamente acontece con sus dos formidables coetáneos mencionados.

Hijo de un pintor de inferior categoría, fue muy precoz, iniciándose al arte en su Urbino natal, inmerso en el ambiente paterno; más tarde entró en el taller de Perugino, autor del que captaría seguidamente su formulación estética: personajes blandos de exquisita elegancia, tratamientos de fina delicadeza, luminosidad propiciadora de sosiego, amplitud de escenarios, espectaculares perspectivas y composiciones simétricas, todo lo cual le puso al día de las últimas tendencias en el marco de la región de la Umbría. Al conjunto de estos años se les denomina su primer periodo, en el que priman la serenidad y el equilibrio, la belleza estática y el cromatismo diversificado con tonos suaves.

Como es natural, para un hombre joven tan bien dotado para el arte, el siguiente paso le llevaría a la capital tradicional del mundo cultural: Florencia. La ciudad no pasaba por su mejor momento y conocía un proceso de decadencia; con todo, Rafael pasó allí cuatro años, que fueron decisivos para su formación. A orillas del Arno conoció la producción de Leonardo y la de sus seguidores que se iba propagando por el norte de Italia. En consecuencia, las composiciones triangulares, los aterciopelados esfumatos, el sentido de la proporción y un paisaje más variado y múltiple ocuparon el lugar de su sistema precedente, moderni-zándolo hasta el punto de proporcionarle renombre, más allá de las fronteras de la Toscana.

Por causa de ello fue llamado por el Papa a una Roma que se iba recuperando de su postración medieval, llegando en 1508 a la Ciudad Eterna: se cerraba su segundo periodo y se iniciaba el tercero que concluiría con su muerte. Allí descubrió, entre singulares novedades, las experiencias de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y su estilo asimiló muchos de los avances del inigualable maestro, ganando en monumentalidad, dramatismo e inquietud. Se advierte que la expresión artística de Rafael, en perpetua evolución, muestra a un autor dotado de especiales facultades para sintetizar las enseñanzas aprendidas y las impresiones recibidas de sus contemporáneos, a la vez que las del mundo de la Antigüedad, y sin renunciar a su propia personalidad, alcanzar una fusión renovadora que las engarza, transforma y comunica de manera absolutamente nueva, en aras de esa serena perfección clasicista, que logra cumplidamente.

Trabajó para dos Papas, Julio II (1503-1513) y León X (1513-1521), ejecutando al fresco la pintura mural de las estancias del palacio Vaticano. También llevó a cabo pinturas de caballete, dibujó mucho, llevó a cabo cartones de tapicería y se atareó en los proyectos constructivos de la basílica de San Pedro. En todo fue ayudado por un amplio grupo de colaboradores, que perpetuaron sus conceptos artísticos después de su muerte. Hombre de naturaleza enfermiza, débil pero apasionado, refinado, culto, distinguido y sensible fue glorificado en vida, muriendo tempranamente. Una gran parte de las obras de su última época poseen destacada intervención del taller bajo su dirección; discípulos y ayudantes participaron considerablemente en ellas. El Prado cuenta con una importante colección de obras de Rafael, autógrafas algunas de ellas y pertenecientes a sus dos últimos periodos; a la vez hay piezas en las que se ve la ayuda de alumnos e incluso existen interesantes copias de época.

Leonardo da Vinci y Rafael Sanzio desaparecieron casi a la vez, el primero en Francia, en 1519, y el segundo en Roma, al año siguiente. Fallecieron en la plenitud del Renacimiento, que los historiadores sitúan en la primera mitad del Cinquecento. Ambos contribuyeron a su definición y esplendor activamente, cada uno a su modo y con sus valiosos avances estéticos. Es cierto que en el siglo XVI se da la cima a la cultura renacentista, pero a la vez se inicia su crisis, no obstante el equilibrio, el orden y la belleza ideal —perfección total en suma— que se dan en Rafael y en la juventud de Miguel Ángel. Frente a lo menudo y múltiple del Quattocento, a sus búsquedas, vacilaciones y hallazgos, a sus diversas escuelas y sus —exquisitas unas veces y extrañas otras— realizaciones, la monumentalidad grandiosa, la supremacía de lo bello, la prodigiosa serenidad y el ansia de lo sublime, junto con una tendencia a la unidad, la rigurosa concentración y las fórmulas de solemne sobriedad, definen la plenitud segura y optimista de las primeras décadas de la centuria, cuyo núcleo creador irradiaba desde la Roma de los Pontífices, poderosa y clásica, centro indiscutible de la religión y de las artes.

Pero pronto se produjeron las transformaciones en aquel panorama aparentemente tan estable; los avances en materia científica, los descubrimientos geográficos, la Reforma protestante, los crecientes conflictos políticos europeos, la amenaza turca y los problemas económicos, comenzaron a socavar las bases sobre las que se asentaba aquel mundo que semejaba ideal, culminando en una trágica anécdota reveladora: el saqueo de Roma por las tropas imperiales en 1527, definitivo aldabonazo que alertó a los espíritus poniendo fin a toda una época. A partir de este momento parecen desencadenarse los procesos estéticos que estaban en vías de evolución y con mayor o menor fuerza, según el grado de cultura o de asimilación de las nuevas corrientes artísticas, el Manierismo va haciendo su aparición con su adopción de corrientes marcadas por tensiones, arbitrariedades, retorcimientos, confusiones, melancolía y pesimismos, siempre variable y sin duda sugestiva. El ordenado panorama precedente se agita y distorsiona en una multiforme y riquísima serie de facetas que abarcan todas las artes, afectando profundamente a la pintura, que adquiere dimensiones creativas inesperadas; el mensaje de Rafael se altera y el de Miguel Ángel semeja exacerbarse. Solamente un área permanece con cierta solidez: Venecia, la ciudad que preservada de las grandes convulsiones que sufre la Italia renacentista mantiene durante más tiempo su primacía económica, vive anclada en la realidad y conoce tardíamente los efectos de la crisis general. Pero eso es otra historia, tan rica como compleja, cuyo relato llevaría mucho tiempo...

Juan José Luna, conservador del Museo del Prado

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