Rajoy, de la tecnocracia a la renovación

Rajoy, de la tecnocracia a la renovación

"Solo tengo tres cosas que decir: amad a vuestro país, decid la verdad, y no perdáis el tiempo”, aconsejó Lord Cromer a los jóvenes, un diplomático británico en los tiempos del Imperio. Claro que aquel aristócrata de nombre afeminado -Evelyn Baring-, tuvo que dimitir por la dura represión que infringió a unos egipcios que tuvieron un altercado con las tropas coloniales. Aquel incidente fue usado por los nacionalistas para iniciar un poderoso movimiento independentista contra Gran Bretaña. Eduardo VII, sin embargo, le dio un retiro dorado: la Cámara de los Lores, donde vegetó hasta su muerte casi diez años después.

Los nombramientos de cargos públicos, y el apartamiento ostensible y aparente de otros, siempre han tenido un sentido histórico y político. Ayer y hoy. Mientras la atención se desvía estos días hacia la formación académica, la bandería interna, o el género de los ministros elegidos por Rajoy, o si alguno de ellos reúne más poder frente a otro, es preciso situar el acontecimiento en su contexto.

La selección de las personas ha respondido a dos criterios: la continuidad tecnocrática y la renovación generacional. Por un lado, Rajoy, en su estilo lento y silencioso -lo que es una virtud cuando se está en el poder y se busca equilibrio- ha tratado de calmar las aguas revueltas que bajaban en el PP. La legislatura del desengaño, la que comenzó en 2011, cuando se desdijo de las promesas electorales, y los escándalos de corrupción, hicieron mucho daño electoral a los populares.

El acoso de los nuevos partidos para que Rajoy abandonara el cargo se sumó a las discrepancias internas. La labor de FAES fue clara en este sentido: las continuas derrotas en las urnas señalaban a un único responsable, Mariano Rajoy, que había vaciado el partido de principios políticos.

Tras los resultados del 20-D las críticas aumentaron porque decidió, con buen criterio, no presentarse a una investidura planteada por las izquierdas como un linchamiento. El paso a la oposición, pensaban, no solo supondría la pérdida de cargos y presupuestos, sino el poder y la cohesión, convirtiéndose entonces en la víctima propiciatoria del “gobierno del cambio” y de los medios de comunicación afines.

La campaña del “Rajoy, no” había sido muy dura, calando incluso en las filas populares. Ante la crisis y la incertidumbre, la celebración del Congreso nacional del PP se retrasó, y la ambición por la sucesión aumentó. El fracaso en la investidura de Pedro Sánchez y la bajada en las expectativas electorales de Ciudadanos y de Podemos, devolvió la tranquilidad al PP, y la aparente confianza a Rajoy se ratificó con una subida del 10% de los votos el 26-J.

La lucha por el poder en el seno del partido, con dos oligarquías sin una diferencia ideológica detrás, ni un proyecto distinto para el PP o España, o un modo diferente de relación con los otros partidos, la ha salvado Rajoy con un reparto de cargos en un gobierno tecnocrático. No hay ideología en los ministros elegidos, son simples gestores de lo público, negociadores, profesionales de la política; sí, esos mismos que se amortizarán en una legislatura infernal y corta.

Las iniciativas que surjan de las Cortes carecerán de personalidad; serán hijas del consenso general, incapaces de ser plenamente identificadas con una opción política determinada. Esos ministros-gestores, tecnócratas a la vieja usanza, servirán para esa lucha de trincheras, manteniendo inmaculados y plenos de identidad a la generación de Pablo Casado, Martínez Maíllo, Maroto y Levy.

La tecnocracia, desideologizada y a veces exasperante, ahora puede salvar a su partido. En la línea tradicional del liberalismo conservador español, y esto es una paradoja, Rajoy ha seguido el principio de la continuidad, de mostrar una moderación en el cambio al tiempo que movía lentamente las piezas. No es Cánovas, ni siquiera Silvela o Antonio Maura, pero sí hay que reconocer su habilidad política para ganar a sus oponentes, mantener cierta unidad interna e indicar el camino para la sucesión en el liderazgo sin implicarse demasiado.

Rajoy ha reforzado su papel de gran árbitro entre los populares, casi de patriarca, en un reparto envenenado de cargos, de ministros que acabarán quemándose en su tarea diaria. Y se producirá así la paradoja completa: que la tecnocracia, la primacía de los técnicos y el balance de resultados frente a los principios políticos, sea útil en esta legislatura en la que para mantenerse en el poder no hay que hacer alarde de liberalismo ni de conservadurismo, ni siquiera de ser democristiano -el ala derecha de la socialdemocracia-, sino de relativismo. De esa tecnocracia, que no gusta a los que defendemos los planteamientos liberales, saldrá la supervivencia del PP que puede permitir la renovación.

Los jóvenes, el recambio del partido, con este nombramiento tecnocrático no tendrán que salir ante la opinión pública a explicar derrotas parlamentarias o leyes cuyo padre sea lo que quede del PSOE, o iniciativas de Ciudadanos, o fotos junto a Puigdemont negociando lo innegociable. Esta XII legislatura, quizá la más decisiva de la historia de la democracia española desde 1982, permitirá a los populares la ansiada renovación desde el poder. Es un acierto, porque políticamente existe una gran diferencia entre la imagen del líder que se va por exigencia del adversario o derrotado en las urnas, a la del que pilota el relevo en su organización conservando el gobierno.

Por eso, cuando Eduardo VII nombró Lord a Evelyn Baring tras su deplorable actuación en Egipto mostró la habilidad de apartar a alguien de la vida política dándole un cargo, favoreciendo al tiempo la necesaria renovación del Foreign Office. Nada nuevo.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid.

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