De igual manera que una tormenta va incubándose en unas determinadas condiciones de condensación de la atmósfera, con la lenta acumulación de cirros, cúmulos y nimbos, hasta formar una masa de nubes negruzcas, que tiznan, poco a poco, de oscuridad caminos, trochas y veredas, llegando a hacer creer al transeúnte que forman parte inexorable del paisaje; y, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, el primer relámpago ilumina un escenario espectral, en el que estalla el pandemónium que anega los campos, derriba monolitos y árboles, y espanta por igual a los hombres y a las bestias, así es el planteamiento, nudo y desenlace de la crisis política que acaba de volver España del revés.
Tendría que referirme a lo ocurrido, en cualquier caso, como testigo de la actualidad. Pero debo hacerlo hoy en calidad de presidente y director de EL ESPAÑOL porque sólo la génesis de esta crisis explica bien el accidentado nacimiento de nuestro periódico y su fulgurante desarrollo, hasta superar por tres meses consecutivos la cota de los 33 millones de lectores.
Por segunda vez en mi vida profesional tengo la sensación de estar asistiendo a un gran triunfo de la información sobre el encubrimiento, a través del eficaz funcionamiento de las instituciones democráticas. Y eso es muy reconfortante para quienes nos hemos dejado la vida en el empeño de aportar elementos de juicio a los ciudadanos para que ese proceso se desarrolle con pleno conocimiento de causa.
Ocurrió por primera vez en 1996. Felipe González llevaba trece años y medio en el poder. Había ganado cuatro elecciones generales, tres de ellas por mayoría absoluta. Actuaba como si fuera a ser eterno o, al menos, como si presidiera un régimen de partido único. Una y otra vez había negado toda implicación en la trama de los GAL y en la corrupción que la acompañaba. Una y otra vez se había negado a depurar o asumir cualquier responsabilidad política. Según él, eso ya lo habían dirimido las urnas. Pero nosotros, la prensa, mi periódico, aquel periódico, aportamos las pruebas, la justicia comprobó y corroboró su veracidad, y los españoles le expulsaron del poder.
Ha vuelto a ocurrir, ahora, en 2018. Mariano Rajoy acababa de batir ese récord de trece años y medio de permanencia en el gobierno, si sumamos sus etapas como ministro y vicepresidente. Ya acariciaba su sueño inconfesable de permanecer, como fuera, en la presidencia un año más que Aznar. Con los Presupuestos aprobados, creía que todo sería coser y cantar. O que ni siquiera le haría falta ni lo uno ni lo otro para perdurar. Una y otra vez había negado toda implicación en la trama de financiación ilegal del PP. Por negar, seguía negando la propia existencia de la caja B. La corrupción no era cosa del partido, sino de algunos de sus miembros. Su única responsabilidad era haber elegido mal a alguno de ellos. Según él, eso ya lo habían dirimido las urnas. Pero nosotros, la prensa, mi periódico, aquel periódico, aportamos las pruebas, la justicia ha comprobado y corroborado su veracidad y la mayoría de los diputados le han expulsado del poder.
Aznar y Zapatero dejaron la Moncloa por su propia voluntad, renunciando a la reelección. Sufrieron un fuerte desgaste político de diversa índole, pero nadie cuestionó su integridad personal. Cometieron errores, pero no alentaron delitos. Nunca tuvieron que comparecer ante los tribunales para responder de sus propios actos o iluminar los de sus directos subordinados.
González y Rajoy fueron descabalgados del poder cuando se aferraban al cargo. Cayeron con oprobio bajo la grave sombra de la sospecha, manteniendo una verdad oficial que los tribunales convirtieron en mentira judicial. Uno y otro tuvieron que comparecer como testigos ante los magistrados que juzgaban delitos cometidos por personas a sus órdenes. La polémica sobre si no debían haber comparecido como acusados les acompañará siempre. El uno preside una fundación, el otro vuelve con las orejas gachas a su registro de la propiedad. Y, a la vez, ambos ocupan espaciosas celdas en la cárcel de papel de las hemerotecas.
Es cierto que en 1996 hablaron las urnas y ahora todavía no lo han hecho. Pero eso afecta al margen de maniobra político del nuevo gobierno y no a su legitimidad. Hoy, como hace 22 años, una mayoría heterogénea del Congreso de los Diputados ha otorgado su confianza a un nuevo presidente, en sustitución de aquel considerado indigno de seguir ocupando el cargo.
De igual manera que en 1996 se votó en la calle contra González, hoy se ha votado en el hemiciclo contra Rajoy. Si no hubiera existido una cuestión moral de carácter previo que hacía repudiable a González, no habría ganado aquellas elecciones Aznar. Si no hubiera existido una cuestión moral de carácter previo que hacía repudiable a Rajoy, no habría ganado esta moción de censura Sánchez. Y eso no resta ni un ápice de valor y mérito a los vencedores. Aznar y Sánchez han sido los hombres audaces que estuvieron en el sitio adecuado en el momento adecuado para servir de instrumento a los mecanismos correctores del sistema.
Cada crisis ha tenido circunstancias distintivas, pero la posteridad entenderá fácilmente su denominador común. Tras negar los hechos, cuando crecían los indicios; tras empecinarse hasta convertir la negativa en negacionismo, cuando afloraron las pruebas; tras atornillarse al cargo, a pesar de los avisos que supusieron para Gonzalez las elecciones del 93 y para Rajoy las de 2015 y 2016; al final de la escapada, los dos falsarios tuvieron que marcharse.
El triunfo de la información sobre el encubrimiento ha sido el triunfo de la verdad sobre la mentira. El detonante procesal de cada caso –la confesión de Amedo, la primera sentencia de la Audiencia sobre Gürtel- ha sido lo de menos. Porque llovía sobre mojado. Porque alguna gota tenía que desbordar el vaso.
Cuando Amedo dijo que Barrionuevo había controlado el secuestro de Marey y que González estaba al tanto, el tinglado se le vino abajo al Señor X porque toda España sabía desde hacía años que eso era verdad. Entre otras cosas, porque los hechos no habían podido ocurrir de otra manera. Porque era imposible que el presidente del Gobierno no estuviera al tanto de una trama terrorista controlada desde el ministerio del Interior.
Cuando dos jueces de la Audiencia han dicho, extemporáneamente o no, que en el PP funcionaba una “caja B” y que Rajoy carece de credibilidad al negarlo como testigo, el tinglado se le ha venido abajo al Estafermo porque toda España sabía desde hacía años que eso era verdad. Entre otras cosas, porque los hechos no han podido ocurrir de otra manera. Porque era imposible que el líder del partido apareciera como receptor de sobresueldos ilegales y enviara SMS protectores al tesorero, si no estuviera al tanto de una trama de financiación ilegal, controlada desde debajo de su despacho de la calle Génova.
Perdonadme que me extienda hoy ante vosotros, queridos 5.546 accionistas de EL ESPAÑOL. ¿Ante quién y cuándo iba a hacerlo con más justificación, si estos acontecimientos son los que explican que a finales de 2015 nos uniéramos en la fundación de nuestro periódico y estemos hoy aquí examinando, dos años y medio después, una prometedora trayectoria que empieza a transformarse en fecunda realidad?
Irremediablemente debo hablar de mí. Si no hubiera publicado en 1988 las pruebas que vinculaban a los Gal con el Ministerio del Interior, no habría sido destituido en 1989 como director de Diario 16. Si no hubiera publicado en 2013 mis Cuatro horas con Bárcenas y los SMS de Rajoy al tesorero, no habría sido destituido en 2014 como director de El Mundo.
Los hechos no sucedieron de manera idéntica, pero sí muy parecida. Gonzalez arremetió contra mí en los pasillos del Congreso el 7 de diciembre de 1988, acusándome de servir a los intereses de ETA, y de ello dejó testimonio la cámara de Pastor.
Rajoy arremetió contra mí desde el hemiciclo del Senado, en el que se reunía accidentalmente el Congreso, el 1 de agosto de 2013, acusándome de "manipular y tergiversar" la versión de un "delincuente", y de ello quedó testimonio en el Diario de Sesiones.
A la izquierda, Felipe González abronca a Pedro J. en 1987 por sus informaciones sobre los GAL. A la derecha, Rajoy en el Senado en 2013, cuando acusó de mentiroso a Pedro J. Ramírez por sus informaciones sobre la trama Gürtel.
En ambos casos había que matar al mensajero. Y vaya si lo consiguieron. Pero para ello, en su afán por destruirme, tanto el gobierno felipista como el gobierno marianista necesitaban cómplices en el ámbito empresarial, dentro y fuera del periódico.
Hace treinta años, los Albertos -Cortina y Alcocer- y otros personajes de la llamada beautiful people presionaron y convencieron al propietario de Diario 16 para que traicionara sus compromisos con los lectores y con el equipo profesional, a cambio de dinero. El Rey Juan Carlos, irritado por las informaciones sobre su relación con Marta Gayá, bendijo y tal vez impulsó sus maniobras. En mi propio entorno no faltó algún Judas Iscariote.
Hace cinco años, Cesar Alierta y algún otro magnate del nefasto y anti-competitivo Consejo de la Competitividad presionaron y convencieron al grupo propietario de El Mundo para que traicionara sus compromisos con los lectores y con el equipo profesional, a cambio de dinero. El Rey Juan Carlos, irritado por las informaciones sobre su relación con Corinna Zu Wittgenstein, bendijo y tal vez impulsó sus maniobras. En mi propio entorno no faltó algún Judas Iscariote.
Ya veis hasta qué punto la historia se repite. Pero, al subrayar este paralelismo plutarquiano en el que me ha tocado representar sucesivamente a Arístides y Catón, no busco ningún ajuste de cuentas, ni político ni personal. Tan sólo, como dicen los ingleses, “to set the record straight”, que se recuerde lo que de verdad pasó. O, por darle la razón a una querida amiga, testigo de ambas peripecias, demostrar que si la historia se repitió tan miméticamente fue por la fatal consistencia de lo que ella llama “el relato”: la inexorable confrontación entre la prensa independiente y el poder que abusa de sus prerrogativas.
Tampoco pretendo que el traidor de turno busque el árbol en que expiar sus culpas, con la bolsa de las 40 monedas colgando del sayal de fariseo. En el fondo me da igual. Pero cuando escucho la torpe excusa no pedida de que “los italianos ya tenían decidido destituir al director y fundador del periódico”, no puedo por menos que sonreír, acordándome de aquella famosa anécdota de Franco cuando, refiriéndose a alguna víctima del sistema represivo por él inspirado, decía: “A ése lo mataron los nacionales”.
Es verdad. Después de que semana tras semana, en Madrid y en Milán, en cenas de confraternidad y reuniones de trabajo, se les hiciera creer que el problema del periódico era su línea crítica hacia un gobierno de derechas con mayoría absoluta y fuerte apoyo empresarial, en efecto, a mí me "destituyeron los italianos”, pero me "mataron los nacionales”.
Todo esto no puede ser sino el preámbulo de una también repetida acción de gracias. El peor trago de acíbar, por amargo que resulte, puede tener primero efectos saludables y luego consecuencias dulces. En eso consiste una bendición disfrazada. De igual manera que si no me hubieran echado de Diario 16, mis compañeros y yo no hubiéramos fundado nunca El Mundo, si no me hubieran echado de El Mundo, mis compañeros y yo no hubiéramos fundado nunca EL ESPAÑOL.
Alguien me preguntaba, hace unos días, cuántos años tardó en madurar mi anterior criatura periodística, es decir cuántos años transcurrieron entre el nacimiento de El Mundo y el momento en que se reconoció de forma generalizada su éxito editorial y empresarial. Mi respuesta fue que entre seis y siete, si hablamos tanto en términos de audiencia e influencia como de cuenta de resultados. Es una buena referencia, aunque con EL ESPAÑOL el proceso esté siendo más rápido, entre otras cosas porque somos depositarios de todo el legado de credibilidad, de toda la carga de responsabilidad que emana de esas confrontaciones, a vida o muerte, con los gobiernos de González y Rajoy.
Eran dos gobiernos de signo opuesto, pero hermanados en el culto a la mentira. En ambos casos mis compañeros y yo decidimos publicar la verdad, a costa del riesgo de perecer. Fuimos “gibelinos entre los güelfos y güelfos entre los gibelinos”, por usar la máxima de Montaigne que hice mía desde el día en que me dieron el premio internacional que lleva su nombre. Estuvimos contra unos y contra otros. Publicamos y perecimos. Por dos veces nos tumbaron con insidias, por dos veces nos levantamos. Nos dieron por muertos y resurgimos. Rajoy ha caído como cayó González. Al final, los cazadores de periodistas han sido cazados por la prensa.
Nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos. EL ESPAÑOL ha recibido a este nuevo gobierno, fruto de una audaz e inesperada maniobra política, con escéptica esperanza. Creemos que sólo unas elecciones generales anticipadas podrán otorgar un mandato popular y una mayoría parlamentaria lo suficientemente consistente como para abordar la crítica situación que vive España. A la vez, tememos que la dependencia de este Gobierno de lasfuerzas que votaron la moción de censura, proporcione nuevas alas al separatismo golpista y debilite, todavía más, la posición de los defensores de la Constitución en Cataluña.
Tras el final de la versión suave del 155, aplicada inocuamente por Rajoy, los primeros gestos “apaciguadores” del nuevo Gobierno, como el levantamiento del control financiero sobre la Generalitat, las ofertas de toda índole de la ministra Meritxell Batet o los nombramientos de delegados cómodos para los nacionalistas, no auguran nada bueno. Y menos a pocos meses del 80 aniversario de los tristemente célebres acuerdos de Múnich. Fueron festejados como la consecución de una paz duradera, cuando sólo sirvieron de preámbulo a la conflagración bélica más terrible de la historia de la humanidad.
No nos cansaremos de decir que ningún tigre se vuelve vegetariano de la noche a la mañana, que el "apaciguamiento" puede traer el deshonor sin evitar el conflicto, que solo decisiones firmes y cambios profundos podrán revertir la deriva hacia la destrucción de la España constitucional que alcanzó su apogeo el pasado mes de octubre. Pero el presidente Sánchez merece una oportunidad y debemos esperar a que los hechos hablen en su nombre.
Nuestra vara de medir serán de nuevo los principios fundacionales de nuestro periódico, recogidos en las "30 obsesiones de EL ESPAÑOL", a modo de programa regeneracionista. También estaremos muy pendientes de lo que hagan las demás formaciones políticas y en especial el Partido Popular, que afronta, como primera fuerza de la oposición, una oportunidad única de renovación para romper con lo peor de su pasado.
Cuando se tienen 33 millones de lectores en todo el mundo, tantos como usuarios de internet hay en España, es imposible contentar siempre a todos. Incluso entre los 5.546 accionistas que formáis la base social en que se apoya EL ESPAÑOL habrá discrepancias a la hora de compartir o no cada uno de nuestros rugidos.
Reconozco, después de haber repasado esos antecedentes turbulentos, que, como le escribió Larra a otro director de El Español, Andrés Borrego, "constantemente he formado en las filas de la oposición". Pero no ha sido por el afán de practicar el "de qué se trata que me opongo", sino porque, en lo que se refiere a la gran cuestión nacional, por seguir con las palabras de Fígaro, "no ha habido un sólo ministerio que haya acertado en nuestro remedio".
De ahí el escepticismo de nuestra esperanza, al encontrarnos con un ejecutivo tan débil. Si bien no sería la primera vez que Pedro Sánchez revirtiera los negros presagios sobre su futuro en logros inesperados, yo no tengo la fe del carbonero. Me gustaría poder deciros que después de esta tormenta, largamente incubada, fulgurantemente desencadenada, vendrá la calma. Pero todos sabemos que no será así. Los próximos meses serán decisivos para el futuro de España, quién sabe si para su misma existencia, pues lo que está en cuestión es la propia continuidad del Estado constitucional que conocemos.
EL ESPAÑOL hará honor a su nombre, a su emblema y a sus convicciones. Para ello seguiremos necesitando vuestra ayuda. No os pido, como hace Próspero al final de La Tempestad "el socorro sonoro de vuestras manos", aunque a nadie le amarga el dulce de un aplauso, pero sí os pido que "vuestro aliento favorable hinche las velas" de nuestra caja torácica y multiplique nuestra potencia pulmonar como periódico. Porque los rugidos de 5.546 leones en los oídos de 33 millones de lectores, pueden transformar el, hoy por hoy, inquietante sonido de la selva. Hagámoslo juntos.
Este texto corresponde a la parte de la intervención de Pedro J. Ramírez, ante la Junta General de Accionistas de EL ESPAÑOL de 2018, dedicada a analizar la situación política.