Rajoy / Lincoln

Lo fácil es equiparar ahora a Rajoy con Tricky Dicky (Nixon) como malévolamente hicieron los creativos del PSOE. Yo propongo elevar el listón del debate y homologarlo nada menos que con Honest Abe (Lincoln) para que, junto a tantas acusaciones, consten también argumentos de envergadura en su defensa.

El momento culminante de la maravillosa película de Spielberg llega, en mi opinión, cuando, a punto de comenzar la votación de la enmienda constitucional que puede abolir la esclavitud, se recibe en Capitol Hill la noticia de que una delegación sudista, encabezada por el vicepresidente de la Confederación, está a punto de llegar a Washington para negociar la paz. El revuelo en el Congreso es mayúsculo –es obvio que si se aprueba la enmienda no habrá acuerdo posible– y un sector del propio partido republicano de Lincoln se suma a los demócratas para bloquear la votación hasta que el presidente aclare si la noticia es cierta.

Un emisario de los congresistas abolicionistas corre colina abajo hasta la Casa Blanca, perseguido por los dos secretarios del presidente, Hay y Nicolay. El uno pretende arrancar a Lincoln un desmentido por escrito; los otros, que saben la verdad, intentan impedir que lo haga. El debate estalla en el humilde despacho del presidente. Lincoln escribe de su puño y letra la declaración que se le pide, «palabra por palabra».

Consternado, el rubicundo John Hay le advierte que «hacer una declaración falsa al Congreso» puede ser motivo de destitución. Lincoln replica sereno que no se trata de una «declaración falsa». «¡Pero sí que hay una delegación que viene de Richmond…!», protesta Hay. Entonces Lincoln entrega con una mano el texto al emisario mientras agarra con la otra la de su joven amigo, pidiéndole un acto de confianza.

Instantes después el portavoz republicano lee la declaración del presidente ante el Congreso: «Por lo que yo sé, no hay delegados en misión de paz en la ciudad ni es probable que vaya a haberlos». La oposición se indigna por el circunloquio –«¡Eso no es un desmentido, es un truco de leguleyo!»– pero para los republicanos pactistas resulta suficiente. «¡Esa oferta de paz es una ficción!», clama el Alfonso Alonso de turno, consiguiendo así que la mayoría respalde la histórica enmienda.

Pocos saben que ese mismo John Hay fue luego el número dos de la embajada norteamericana en Madrid, antes de llegar a secretario de Estado, y quedó deslumbrado por el nivel de los debates en las Cortes y en especial por la retórica de Castelar. Pero lo relevante en la película es que sus escrúpulos morales quedaron arrollados por la capacidad de maniobra de un Lincoln dispuesto a moverse en el filo de la navaja de la política para lograr prevalecer.

¿No es esto mismo lo que hizo Rajoy el 1 de agosto ante el Congreso? En términos formales desde luego. Tan verdad es que en Washington no había aquel día «delegados en misión de paz» como que, cuando llegó Rajoy a La Moncloa, «el señor Bárcenas no estaba en el partido». Pero si se hubiera difundido pocos días después una fotografía de los comisionados sudistas reunidos con el general Grant en territorio de la Unión –tal y como acababa de ocurrir– el escándalo habría sido mayúsculo y la sensación de burla, al menos tan intensa como la que tantos españoles experimentaron el domingo al ver la nómina de Bárcenas.

Lo que pretendían saber los respectivos parlamentos no era algo formal y relativamente accesorio como dónde estaban ese día los comisionados o si Bárcenas era aún militante del PP, sino lo sustantivo: ¿Había o no una vía de negociación abierta con el Sur que pudiera dar pie a un compromiso político que ahorrara vidas y desastres?, ¿recibía o no Bárcenas protección política y un trato privilegiado en el PP para que no revelara los secretos de las turbias finanzas de Génova? Obviamente la respuesta es en ambos casos yes y la explicación de la doblez de Lincoln también podría servir para Rajoy: un político hábil debe saber jugar siempre a dos barajas para poder poner sobre la mesa las cartas que le convengan.

Ya advertí que muchos se apresurarían a llamar a Rajoy «mentiroso» –el PSOE y casi todos los demás grupos lo han hecho– cuando lo exacto era acusarle con sus propias palabras de «manipular y tergivesar». Técnicamente eso sería lo achacable también a Lincoln por la añagaza de esa mañana –menudo manipulador–, pero a la luz de todas las trampas desplegadas en los días anteriores para comprar los votos de sus opositores, podría habérsele acusado de delitos como cohecho, coacciones y amenazas.

La gran aportación de la película de Spielberg –basada en el libro Team of Rivals que tanto impresionó a Obama– es que muestra a uno de los mayores mitos de la Historia metido hasta las corvas en el fango del politiqueo de la peor especie. Es un Lincoln marrullero y calculador que trata de engañar a todos a la vez para construir el complejo escenario de su éxito político y al que sólo le redime esa permanente aura de melancolía que anticipa su martirio.

Como en los casos de los hermanos Kennedy o Luther King, nunca sabremos qué hubiera sido de la figura de Lincoln sin el magnicidio del teatro Ford. Pero, conociendo todo lo que se cuenta en la película, verle ahí, tan bien sentado en su memorial de piedra al término de su bicentenario, refuta el principio de que en una democracia el fin nunca justifica los medios.

Es una bella máxima pero no una norma habitualmente en vigor. En la práctica todo depende de cuál sea el fin y cuáles los medios. Cuando le criticaron por suspender durante la guerra el «sagrado derecho» del habeas corpus, Lincoln replicó que había un «derecho» aún más «sagrado»: la «supervivencia». La propia épica de la película de Spielberg es la de los renglones torcidos de Dios. La conclusión es que fue una bendición que, en un mundo de manipuladores y tramposos, Lincoln no se arredrara al utilizar las mismas armas que los demás hasta ganarles la partida por la mano y lograr abolir la esclavitud.

Pocas veces se presenta, claro está, una justificación moral de ese calibre. El fin era tan noble que ningún medio desviado empañó el aura de integridad del honrado Abe. ¿Qué importan esos cohechos y engaños si a cambio se produjo la emancipación de millones de personas? La traslación a la España actual es fácil hacerla mediante la correspondiente reducción de escala: ¿Qué más da que a lo largo de veinte años se recibieran en el PP ocho millones en donativos ilegales y que los principales dirigentes cobraran sobresueldos en B que tampoco eran grandes fortunas, si el Gobierno de Rajoy está en condiciones de aprovechar la ola de la recuperación económica y es la mayoría absoluta del PP la que garantiza la estabilidad frente a los embates separatistas y los disparates de la izquierda?

Ignorar que así es como razona hoy gran parte de la España conservadora, supondría situarse de espaldas a la realidad. El ciudadano de a pie no está pendiente de la limpieza en la ejecución de los actos del poder sino de sus resultados. Si ya ocurrió con la trama de los GAL, cuando tanta gente prefería correr un tupido velo sobre los crímenes de Estado que en definitiva sembraban terror entre los terroristas, cómo no va a suceder ahora cuando ya sólo se trata de vagos cohechos, delitos fiscales prescritos y cochinadas contables.

Es cierto que todo el affaire sirve para retratar a un PP convertido más en instrumento de reparto de prebendas que en laboratorio de ideas; un PP en el que siempre había margen para untar bien el riñón del que quedara en entredicho –Sepúlveda, Galeote, Mato, Prada–, motivos al margen; un PP en el que salía más rentable perder las elecciones y seguir en la oposición que ejercer como gobierno. Pero ante ese espectáculo nada edificante, extensible en buena medida al PSOE, una minoría ilustrada clama en el desierto pidiendo al sistema que se regenere; y la masa se conforma con denostar indiscriminadamente a los políticos.

Ha sido providencial que justo esta semana en la que Rajoy ha quedado tan descarnadamente en evidencia, la prima de riesgo haya caído a su nivel más bajo de los últimos dos años, la Bolsa haya alcanzado su máximo anual y todas las demás noticias económicas hayan sido positivas. No diré, como algunos hacían en tiempos de Zapatero, la tontería de que cuanto peor le vaya al presidente, mejor le irá la economía; pero al menos nadie podrá achacarnos perjudicar las perspectivas de recuperación.

La realidad del cambio de ciclo en Europa, con Alemania y Francia tirando ya de la Eurozona y hasta Portugal rebotando con fuerza, desdramatiza mucho la cuestión de si Rajoy debe dimitir como pide la oposición. Tan banal es plantear la cuestión en términos de «cacería» periodística como confundir la estabilidad parlamentaria con la continuidad de una persona. En definitiva, son los diputados, barones y militantes del PP quienes tienen que ponderar cuál es el nivel de renovación que les permitirá afrontar mejor el ciclo electoral 2014-2015 que está ya a la vuelta de la esquina. Está claro que en Inglaterra, donde cada escaño depende de los ciudadanos y no del aparato del partido, la apuesta estratégica sería la contraria de la que tiene todos los visos de cuajar aquí.

Los dirigentes del PP tienen todo el derecho al enroque político pero no a pedirnos a los demás que finjamos que no vemos lo que vemos. No es ya que la misión de la prensa sea siempre controlar al poder –que también– sino que abdicar de la capacidad de raciocinio sólo es propio de los peores esbirros. Por eso mi otra escena favorita de la película de Spielberg es aquella en la que Lincoln les explica uno de los teoremas de Euclides a los dos jóvenes telegrafistas del departamento de la Guerra: «Las cosas que son iguales a la misma cosa son iguales entre sí».

Él aludía a blancos, negros y mestizos con la condición humana como referencia; pero el razonamiento del geómetra es perfectamente extrapolable a cualquier otra categoría y, ya que hemos dado hoy cobijo al oportunismo marrullero de Rajoy nada menos que bajo el de Lincoln, parece equitativo extender el teorema a los papeles de Bárcenas. El reconocimiento por parte de Páez de que los escondió en 2009 porque el tesorero quería proteger al partido de un hipotético registro confirma que esos listados existían antes de que surgiera la menor fisura entre Génova y Bárcenas; y dinamita la tesis de su posterior fabricación como arma de chantaje o venganza. Eso implica que los apuntes son todos falsos o todos ciertos porque la idea de que Bárcenas, con el aval de Lapuerta, entreverara durante veinte años mentira con verdad parece un puro delirio.

Ergo: como ya sabemos que los pagos a García Escudero, Ayesa, Abascal, Nasarre o el propio Páez son ciertos porque así lo han confesado ellos, también tienen que serlo los consignados, de idéntica manera en los mismos documentos, como recibidos por la cúpula: «Las cosas que son iguales a la misma cosa son iguales entre sí». Y eso nos obliga a poner otra vez la mirada sobre Rajoy.

No va ser este el motivo que me haga gritar veritas prius pace, denunciando como Unamuno que «los conservadores nos traen la paz de la mentira». Ningún principio es absoluto y esta polémica requiere como todas de una ponderación de los valores en juego. Pero, por la memoria del honrado Abe y de nuevo por el gran batracio verde, nadie logrará hacerme creer que existe una manera de despedir a alguien… metiéndolo en nómina.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *