Rajoy, un bolso, un puro y Zinedine Zidane

 Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno español, en el Congreso en Madrid, el 18 de octubre de 2017 Credit Juan Carlos Hidalgo/Epa-Efe/Rex/Shutterstock
Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno español, en el Congreso en Madrid, el 18 de octubre de 2017 Credit Juan Carlos Hidalgo/Epa-Efe/Rex/Shutterstock

Las imágenes finales de Mariano Rajoy en el gobierno de España no serán agraciadas. ¿Recordaremos que el 31 de mayo, cuando se discutió su moción de censura, en su silla no estaba él, sino un bolso de cuero al que le hablaron todos sus opositores? ¿O recordaremos que insultó al Congreso abandonando el debate para pasar ocho horas en un restaurante de la Puerta de Alcalá comiendo, tomando café y fumando un puro con sus ministros?

En ambos casos, Rajoy hizo lo de siempre: el bolso, incapaz de ser consultado o decir nada, representó su silencio despreciativo hacia todos en los momentos graves; la comida con puro, su renuencia a cualquier discusión que no calce con sus ideas, así sea su propia expulsión del gobierno.

En los días previos a la moción de censura, en España pasó de todo. Pasó la decimotercera Liga de Campeones del Real Madrid. Y antes pasó la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, investigada por un máster falso, sostenida por Rajoy hasta última hora y finalmente obligada a dimitir después conocerse que robó cremas antiarrugas. Y pasaron las tensiones entre el nuevo presidente de la Generalidad de Cataluña, Quim Torra, quien pedía la liberación de sus aliados presos, y la dirigencia de Madrid, que le recordaba sus tuits furiosamente antiespañoles. Y pasó la aprobación de los militantes de Podemos a sus líderes —la pareja Pablo Iglesias-Irene Montero— para que continúen en sus cargos pues nadie vio nada malo en que se compren un fastuoso chalé en las afueras de Madrid.

Y pasó más, y peor. De hecho, lo más duro que pasó —pues fue el principio del fin de Rajoy— fue el fallo que condenó a 29 personas por el caso Gürtel, la mayor trama de corrupción política de España. Como deriva del caso, la justicia probó que el Partido Popular (PP) de Rajoy había creado una contabilidad paralela ilegal que durante más de veinte años desvió millones de euros de dinero negro de empresas a sus dirigentes. Pero que el mismo partido fuera multado por usar esos fondos y que en los papeles de su contador apareciera un nada inescrutable “M. Rajoy” como receptor de varios cientos de miles de euros, no agitó al PP, acostumbrado a negar hasta la existencia del diablo. De hecho, su secretaria general y ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, dijo que el partido no es corrupto porque se le ocurra a un magistrado después de once años de investigación: “¿Pero es que los jueces son infalibles?”.

Tras eso, Rajoy cayó en tobogán.

La política o es negociación o es negocio. Y todos estos hechos parecen —y están— más cerca de las arenas sucias de la gestión de la cosa pública que del manejo serio del Estado. La moción de censura saca a Rajoy y al PP del gobierno —y está bien porque es lo correcto: es un imperativo ético pues el partido ha encubierto y defendido su corrupción— y pondrá al socialista Pedro Sánchez en su lugar, pero no sabemos si eso está tan bien.

Hacer lo correcto pone a España ante una posible crisis de gobernabilidad. Porque, ante un cambio de gobierno por la vía electoral, la administración saliente y entrante tienen equipos de transición que trabajan entre uno y tres meses para asegurar una transferencia ordenada; Sánchez tendrá un fin de semana. Tras eso, deberá guiar su gobierno transicional hasta la próxima elección con un partido, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que pierde apoyo año tras año.

La alianza de Sánchez, para peor, es estrictamente instrumental: su única coincidencia fue quitarse a Rajoy de encima. En el gobierno, deberá remplazar a toda la estructura operativa de ministerios y agencias y enviar señales inmediatas para que España no siga siendo castigada por los mercados —o por el enojo de sus ciudadanos— si las cosas no funcionan pronto.

No es fácil ser el que entra por la ventana, así sea legal. Sánchez prometió que gobernará con los presupuestos —muy regresivos— de la administración de Rajoy, así que carecerá de margen para maniobrar un programa propio. Y asumirá un clima político tenso e inestable, con Cataluña esperando que su promesa de “puentes” se materialice, Podemos aguardando la posibilidad de cogobernar y los nacionalistas vascos, quienes dieron los votos finales para la moción de censura, atentos a que cumpla la promesa de que mantendrá el dinero negociado con Rajoy.

En el fondo, tal vez ese sea el escenario donde se discuta también la nueva España tras Rajoy, que no es muy distinta a la vieja España con Rajoy. El país necesita una constitución federal que rediscuta las autonomías y el rol del Estado español como articulador de sus naciones culturales, pero la salida de Rajoy no ha sido producto tanto de negociaciones de alta política como de negocios tácticos. Los vascos su plata; los catalanes sus presos; Podemos los cargos.

El pragmatismo de estos días parece acunarse en un clásico del conformismo español: Es lo que hay. Y lo que hay es el gobierno de Sánchez en un viaje inestable hacia las próximas elecciones, donde espera el cuco de los partidos tradicionales, Ciudadanos, la fuerza de centroderecha con mayor respaldo social, capaz de succionar votos al PSOE como de cargarse los restos del PP.

Mientras, la política en España parece encaminada a que acuerdos de Estado como el que alumbraron la Constitución de 1978 hoy se resuelvan cambiando votos por concesiones políticas o monetarias. Cuarenta años después, aquella Constitución nacida de una negociación por la estabilidad de largo plazo tiene un gris aniversario en la política del siglo XXI sostenida por negocios inestables de corto plazo.

Rajoy, en tanto, quedó en el limbo de la espera. No es inusual: su silencio ante las crisis, su dejar hacer hasta que los demás se desgasten, su prescindencia han sido su marca política. Esta vez la distancia, la espera y el silencio han sido fútiles. Su gobierno ha acabado hundido por el peso de la realidad, incapaz de sostenerse con salidas por los laterales. ¿Cuál es su futuro? O da un paso al costado para que el PP renueve sus fuerzas o vuelve a liderar la oposición desde su banca en el Congreso, remplazando al bolso que ocupó su asiento.

O tal vez ni eso. Tal vez Rajoy se ahogue en la misma anomia e intrascendencia de su predecesor, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, pues el mismo día en que el Congreso discutía su futuro, el mundo entraba en conmoción: Zinedine Zidane renunció a su cargo de entrenador del Real Madrid. Zidane, un tipo sobrio y concentrado, ganó todo cuando jugó para el club y volvió a ganar, en un récord difícil de igualar, tres Ligas de Campeones consecutivas, una Liga española y otros cinco torneos en menos de tres años. Madrid llenó sus calles para recibirlo victorioso con sus jugadores a unas pocas calles del restaurante donde, unos días después, Rajoy se fumó la estabilidad de España en las volutas de un puro.

Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de Hamsters y editor de, entre otros títulos, Crecer a golpes y Tiembla.

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