Rajoy y el debate sucesorio en el PP

El 31 de marzo de 1990 unos 200.000 británicos se concentraron en Trafalgar Square en protesta por la instauración del poll tax,un nuevo impuesto local que obligaba a pagar la misma cuantía tanto a ricos como a pobres. Las protestas gozaron del apoyo de la opinión pública y la popularidad del Gobierno conservador se vio seriamente dañada. A pesar de ello, el Gobierno decidió pasar por alto las advertencias y optó por desatender el descontento ciudadano. Pocos meses más tarde, algunos destacados dirigentes del partido conservador acordaron no esperar el veredicto de las elecciones generales y organizaron una conspiración contra su primera ministra. Era el fin de Margaret Thatcher.

Con frecuencia tendemos a pensar que los Gobiernos impopulares llegan a su fin debido a un castigo de los ciudadanos en las elecciones. Sin embargo, la caída de la Dama de Hierro no es tan excepcional como cabría esperar. Según los trabajos de algunos politólogos, solo la mitad de los jefes de Gobierno en las democracias parlamentarias son reemplazados tras su paso por las urnas. La otra mitad se ven obligados a dejar su cargo antes de agotarse la legislatura debido una conspiración interna de su propio partido o de sus socios de Gobierno.

¿Por qué el partido podría decidir deshacerse de su propio jefe de Gobierno antes de pasar por el veredicto de las urnas? Quizás la explicación más intuitiva es que dentro del partido existe la convicción de que un relevo del líder puede evitar un potencial descalabro electoral. En efecto, un presidente altamente impopular puede propiciar conspiraciones internas para echarle del cargo antes de que lo hagan los votantes.

La caída de Margaret Thatcher respondió en gran parte al temor a que la Dama de Hierro no fuera capaz de revalidar por cuarta vez su mayoría parlamentaria. En nuestro país también se han producido casos análogos. Sin ir más lejos, la prematura dimisión del presidente andaluz Antonio Griñán en verano de 2013 podría también explicarse por el miedo a que el escándalo de los falsos ERE lastrara las perspectivas electorales del PSOE. Los relevos prematuros de Thatcher y Griñán resultaron ser un éxito pues, en ambos casos, ayudaron a sus partidos a ganar de nuevo las elecciones.

En cierto sentido parece razonable pensar que los partidos políticos quieran deshacerse de su líder cuando existen claros indicios de una derrota electoral. Pero ¿es realmente atractivo para un político con ambiciones asumir las riendas de un partido cuando se encuentra en horas bajas? Si las opciones de derrota son elevadas, quizás la mejor estrategia sea esperar en el banquillo y dejar que el varapalo electoral se lo lleve otro.

El sociólogo José María Maravall, en un análisis sobre distintas democracias parlamentarias a lo largo de varias décadas, encontró que, en realidad, la caída prematura de los jefes de Gobierno no suele producirse en momentos de crisis económica, sino cuando las expectativas económicas son favorables para el Gobierno. Desde esta perspectiva, las conspiraciones en el seno de los partidos no aparecerían tanto ante la previsión de una derrota segura sino cuando existen opciones reales de victoria. En definitiva, pocos se animan a retar al presidente del Gobierno y hacerse con el partido si con tan arriesgada hazaña solo pueden aspirar a ser líderes de la oposición.

Si lo comparamos con las experiencias de nuestro entorno, la situación en la que se encuentra hoy el presidente Mariano Rajoy se presenta como óptima para que aflore el debate sucesorio en el PP. La debilidad de Rajoy se debe precisamente a que, a pesar del enorme desgaste electoral que le pronostican las encuestas, los aspirantes a reemplazarle podrían tener opciones reales de ocupar La Moncloa.

Y es que el PP está tocado pero no hundido. Hasta hace muy poco los populares tenían la convicción de que una mejora de los datos macroeconómicos darían al partido el impulso necesario para poderse recuperar y ganar las elecciones. Tal conjetura partía de la lectura de los sondeos electorales, los cuales indicaban que sus exvotantes no habían decidido pasarse a otro partido sino que se mantenían indecisos.

Ciertamente, recuperar a los indecisos es siempre más fácil que convencer a quien ya está decidido a votar a otra opción política. Aún así, la estrategia de confiarlo todo a la recuperación económica era arriesgada pues ignoraba algo esencial: la economía no podía ser, de ningún modo, la receta para combatir la enorme desafección ciudadana hacia los actuales líderes del partido y la conmoción que los numerosos escándalos de corrupción ha producido en la opinión pública.

La irrupción de Ciudadanos en la escena política española no ha hecho más que constatar el fracaso de la estrategia del Partido Popular. En las pasadas elecciones andaluzas el PP retrocedió unos 14 puntos porcentuales. Es cierto que se trata de una caída parecida a la que sufrió en las elecciones europeas del pasado año. Sin embargo, entonces no se vislumbraban aún los primeros signos de la mejora económica. Según el CIS, apenas hace un año la mayoría de los españoles eran pesimistas con el futuro de la situación económica. En la actualidad la tendencia se ha revertido y ahora el porcentaje de los que creen que la economía mejorará durante el próximo año es mayor que el de los que opinan lo contrario. A pesar del mayor optimismo, el PP no consigue la recuperación que tanto anhelaba. La estrategia pasiva de esperar a que la economía haga todo el trabajo ha resultado ser un fracaso.

El PP se encuentra en situación de extrema debilidad, con una estrategia fallida y un presidente del Gobierno cuyas valoraciones se encuentran en mínimos históricos. Sin embargo, estos signos tan desalentadores conviven con los indicios de un electorado más optimista con respecto al futuro de la economía. Seguramente gracias a ello el PP sigue manteniendo opciones de permanecer como primera fuerza política, especialmente con un nuevo liderazgo que permita pasar página a la crisis de confianza y los escándalos de corrupción.

La experiencia comparada nos sugiere que tal combinación entre un presidente altamente impopular y una mejoría de la situación económica podría ser terreno abonado para que los aspirantes en la carrera sucesoria decidan pasar a la acción. Es cierto que el PP es un partido hermético, jerárquico y por lo general altamente disciplinado. Las conspiraciones internas son ciertamente más complicadas en organizaciones de estas características. Aún así, la experiencia de otros países nos sugiere que estamos ante un escenario óptimo para que se produzca un debate sucesorio incluso antes de las próximas elecciones generales.

En definitiva, los presidentes del Gobierno no siempre son destituidos tras su paso por las urnas. Muchos de ellos no consiguen acabar la legislatura debido a conspiraciones dentro de su partido o su coalición de Gobierno. Quizás Rajoy esté lejos de ser víctima de una de ellas, pero sus partidarios deberían advertirle de lo que ocurre frecuentemente en las democracias parlamentarias de su entorno. Margaret Thatcher tampoco podía imaginar tal desenlace.

Lluís Orriols es doctor por la Universidad de Oxford y profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

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