Rajoy y la ruptura de los ciclos

Uno de los análisis recientes más certeros que han tratado de explicar las últimas vicisitudes políticas en el marco de las sucesivas alternancias de este país a lo largo de las tres décadas democráticas se relaciona con los ciclos políticos. Según el referido estudio, la derrota que sufrió el PSOE en 1996, por unos pocos centenares de miles de votos, no se debió tanto a los graves episodios de corrupción que afectaron a la mayoría socialista --y cuya ponderación ética no ha pasado todavía la criba de la historia-- cuanto a la evidencia de que la cúpula dirigente del partido socialista, encabezada por Felipe González, había agotado muy ostensiblemente su proyecto político.

En los casi 14 años de poder, con sus inevitables claroscuros pero vitales para la modernización de este país en todos los sentidos, el socialismo arrastró a España hasta un futuro definitivamente europeo, desarrollado económicamente, equiparable a nuestros seculares objetivos de un antaño demasiado largo que nunca terminaba de llegar. Pero aquel proceso ilusionante había declinado, no se había llevado a cabo al ritmo debido la necesaria renovación generacional, y la creatividad, mermada por el declive de toda la socialdemocracia europea, no daba más de sí.

Eso fue bien entendido por los ciudadanos, que, a regañadientes --de hecho, todavía se negaron a provocar la mudanza que parecía inevitable en 1993--, optaron por el cambio, que es siempre un salto en el vacío, en 1996. Y la experiencia fue positiva. José María Aznar y los suyos, más jóvenes que sus predecesores, llegaron vitales y bien organizados con el impulso de quien conquista finalmente sus metas más anheladas e introdujeron vectores neoliberales a un sistema que se había anquilosado con el paso del tiempo y que tardaba en aclimatarse a la ortodoxia neocapitalista que imperaba en el mundo. Tardíamente, Pedro Solbes había marcado las pautas y Rodrigo Rato las implementó con empuje, solvencia y claridad de ideas. España recuperó el pulso y el paso, ingresó en la Eurozona y emprendió una magnífica senda de crecimiento y prosperidad. Y ello en un clima político respirable gracias a la necesaria simbiosis entre el PP y CiU, muy difícil de lograr pero notablemente funcional cuando se consiguió.

La sociedad percibió con su habitual refinamiento aquel esfuerzo productivo y en el 2000 revalidó la gestión gubernamental del PP otorgándole una holgada mayoría absoluta. Aznar había formulado la promesa solemne de no presentarse más a las elecciones, y aquella represión personal estuvo probablemente en el origen de un desfondamiento incomprensible del personaje, que generó una grave irritación contra los alardes arrogantes, casi de iluminado, con que comenzó a desoír la voz de la ciudadanía, esencialmente en la delicada cuestión de Irak, en sus planteamientos sobre el Estado de las autonomías y en sus relaciones con las minorías nacionalistas. Valiéndose de su autoridad exorbitante e incontestada, designó arbitrariamente a Rajoy como sucesor --cuando la persona idónea era Rato-- y dio por hecho que su proyecto político tendría continuidad después del 14-M. Y sucedió lo que sucedió: el drama del 11-M reafirmó definitivamente una exasperación de la sociedad civil que ya estaba muy larvada y que aparecía cada vez más en las encuestas.

El PP, lógicamente desconcertado, interpretó erróneamente desde el primer momento lo ocurrido. Rajoy y los suyos creyeron que el proyecto de Aznar, circunstancialmente arrumbado por las circunstancias, no estaba ni mucho menos concluido; que la victoria del PSOE había sido simplemente un accidente. Y que bastaría con esperar pacientemente cuatro años, dejando que José Luis Rodríguez Zapatero se hundiera solo en su propia y supuesta inanidad y en sus propuestas "radicales", para recoger espontáneamente el poder que les fue negado --¿arrebatado?-- en el 2004. En este cuatrienio, el PP no aportó una sola idea a la vida pública: todo fue crispación, enemistad, descalificación del adversario... todo ello en torno de la alucinante teoría de la conspiración, a la explotación de la compleja cuestión territorial y a la denostación injusta y brutal del llamado proceso de paz semejante al que también Aznar intentó en términos muy parecidos e igualmente fracasados.

Y en este punto se cruzaron los ciclos: el pasado 9 de marzo del 2008 se constató que el que Aznar había iniciado (en 1996-2000) y arruinado (2000-2004) había desaparecido del universo político. No había proyecto, ni mensaje ni equipo. Y, en cambio, la ciudadanía creyó oportuno permitir a Rodríguez Zapatero que se sedimentase al menos durante un cuatrienio más su propio ciclo, una obra de gobierno que, aunque con errores, había logrado poner en pie valores admirables nuevos, criterios diferentes vinculados a la superación de detestables anacronismos, esperanzas distintas.

Ante tan rotunda evidencia, el PP, que ha visto cómo naufragaba su tesis, se ha quedado desarbolado y sin saber qué hacer. Con una renovación generacional pendiente, un Gobierno asentado y maduro enfrente y una gravísima desorientación de quienes tendrán que tomar las decisiones.

Antonio Papell, periodista.