Rajoy y los 'enragés'

Es normal que Mariano Rajoy siga paladeando aún las mieles del 22-M. No ha sido su primera victoria pero sí su primer gran triunfo desde que hace ya casi ocho años fue elegido sucesor por Aznar. Que Feijóo ganara en Galicia tuvo su aquel y técnicamente el PP ya se impuso en las municipales de 2007 por 150.000 votos y en las irrelevantes europeas del 2009 por algo más de medio millón. Pero el efecto de lo uno quedó acotado al feudo del noroeste y las otras victorias fueron demasiado angostas para significar mucho. Nada que ver con lo de ahora: dos millones doscientos mil votos y casi diez puntos de ventaja sobre el PSOE.

Si comparamos el resultado con el del 95, parece imposible que Rajoy no gane las generales con mucha más holgura que Aznar en el 96. Aquellas autonómicas y municipales entraron pronto en la leyenda, porque el PP subió diez puntos respecto al 91 y conquistó por primera vez en la Democracia dos grandes comunidades como Madrid y Valencia. Pero no pasó de un 35% raspado de sufragios, aventajando en menos de un millón de votos a un PSOE que anduvo cerca del 31%.

Más allá del valor simbólico de Castilla-La Mancha, ninguna de las autonomías que ahora cambian de manos tiene ni de lejos la importancia que las conquistadas entonces por Gallardón y Zaplana. Sin embargo, tanto en porcentaje como en número de votos, el abismo que hoy se ha abierto entre los dos grandes partidos es superior al doble del de hace 16 años. Y el hecho de que el avance del PP en relación a sus resultados de 2007 haya sido superior en Cataluña -tres puntos- y sobre todo en Andalucía -nada menos que siete- a los dos puntos de la media nacional es otro magnífico augurio de cara a las generales.

Todos los elementos del entorno coadyuvan al diagnóstico. Ahora no hay tres millones de parados, sino cinco. No estamos en el tercer año de la crisis y saliendo de ella, sino en el cuarto y atascados en el fondo del pozo. Hay menos droga, menos pasotismo y menos sida que a mediados de los 90, pero el horizonte de los jóvenes es mucho más negro que entonces. Contra este gobierno no pesan la corrupción y el terrorismo de Estado, pero sí el Estatuto catalán, la vileza del Faisán y la legalización de Bildu, que neutraliza en gran medida los éxitos obtenidos contra ETA.

Y otro tanto puede decirse del factor humano. Veremos qué tal resulta como presidente, pero con toda su falta de carisma y de pegada Rajoy no es peor candidato que el Aznar del 96. Yo casi diría lo contrario pues no inquieta a nadie y en su equipo difícilmente se encontrará a un dóberman. En cambio Rubalcaba es muy inferior al González de entonces. Como él, llegará a esa cita cosido por las cornadas y con un debe terrible a sus espaldas. También con la misma habilidad y desparpajo, pero sin su tirón personal. No sé si a Rajoy le quiere tan poco la cámara como dicen los colaboradores de Rubalcaba, pero da la impresión de que aún no han mirado con detenimiento a su paladín.

El único escenario que temía Rajoy era el de un triunfo inesperado de Chacón en un proceso de primarias, pues se habría encontrado de repente con un tablero distinto: una mujer joven, una catalana cada vez más españolizada, un proyecto renovador impulsado desde la base, un tipo de cambio distinto del que va a ofrecer él… En definitiva un lío porque, oye, de repente la gente va y se vuelve loca y vota por una ilusión, por una fantasía como ocurrió con aquello de ZetaPé.

Por el contrario, no hay nada en lo que Rubalcaba pueda parecer mejor que Rajoy. Si su punto fuerte, como él mismo ha subrayado, es la experiencia, será como hablarle a Noé de los diluvios. Rajoy tiene una hoja de servicios casi idéntica, sólo que la suya está impoluta y la de Rubalcaba tiznada por los más atroces abusos de poder. Es cierto que el delfín inverso de Zapatero -por primera vez un viejo sucede a un joven- se las sabe todas y tiene mucha labia. Pero necesitará hacer una campaña al ataque y, abra el frente que abra, quedará en evidencia hasta qué punto su techo es de cristal. Que vuelva a hablar por ejemplo de respeto a las sentencias judiciales y enseguida habrá quien relea la nota con que acogió en el 98 la condena a Barrionuevo y Vera por el secuestro de Marey, antes de pasarse por Guadalajara. Y éste es sólo un pequeño botón de muestra.

Será desagradable vérselas de nuevo con el famoso comando Rubalcaba. El hoy vicepresidente es un maestro en el arte de embarrar el campo, carece de límites morales y controla al mismo tiempo los resortes de la policía y una potente red de terminales periodísticas que llegan hasta este diario, siempre tolerante y plural, pero no necesariamente idiota. El presidente de otro importante grupo mediático acaba de proclamarse su amigo personal a través de la misma frase en la que ha hecho referencia a su delicada situación financiera.

Había demasiado dinero en juego como para permitirle a Zapatero más experimentos -por eso le montaron el chantaje del congreso extraordinario- y cuanto más se resista el aún presidente de iure a reconocer que ha sido víctima de un golpe palaciego, más se irá pareciendo a esos locos que van lanzando su monserga a los viandantes que aprietan el paso al atisbarlos. El problema derivado de lo ocurrido es que el miedo cerval del candidato a la democracia -recuerden mi #rubalnoquiereprimarias- le ha privado de la que podía haber sido su única ventaja sobre el líder del PP. De momento estamos en el «tan a dedo eres tú como yo, que yo como tú», pero como Rubalcaba se empeñe en seguir hablando de lo mucho que siente que le quieren y los «miles de dedazos» cosechados, conseguirá convencernos de que el PP es un dechado de democracia interna comparado con el culto a la personalidad que él pretende implantar.

Puesto que en definitiva su golpe de mano y consiguiente toma del poder tiene como primer objetivo que ninguno de los barones del PSOE -fíjense, ni siquiera Alarte, humillado en el coso valenciano por el más vulnerable de los adversarios- pague precio político alguno por su debacle electoral, si Rubalcaba se empeña, no sólo le llamarán Alfredo, sino que pronto alabarán su larga y suave cabellera. Ya ocurre con la barba florida de Rajoy, a quien todos llaman Mariano, pero al menos eso tiene cierta base.

A la luz de nuestro sondeo de hoy no veo, pues, margen para la sorpresa en las próximas generales. Queda por saber si habrá o no adelanto al otoño y si el PP alcanza o no la mayoría absoluta. Rajoy no lo reconocerá pero ese es el objetivo con el que trabaja en un plan que le llevará a menudo a Andalucía y al cinturón industrial de Barcelona. Aunque insista en pedir la convocatoria anticipada, lo hace con la boca pequeña, no tanto porque no lo vea posible, sino porque se da cuenta de que cuanto más se prolongue la actual situación con un presidente zombi y un candidato que no se atreve a desvincularse del gobierno de los desastres económicos para no perder los resortes del poder, aviones oficiales incluidos, mayor será el desgaste del PSOE. Lo ocurrido esta semana con la falta de reflejos iniciales ante la crisis de los pepinos -estaban todos demasiado inmersos en la intriga de las #primariasde1solo- y la ruptura de la negociación sobre la reforma de los convenios no son sino el anticipo de lo que para este ejecutivo va a ser una extravagante agonía post mórtem.

No digo que el partido esté ganado sin bajar del autobús pero sí que los verdaderos problemas del PP llegarán cuando gobierne. Sea cual sea la holgura del resultado, deberá afrontar una situación mucho más crítica que la del 96 y con una hoja de ruta bastante menos clara porque, además de que no existe el salvavidas de la devaluación, queda mucho menos que privatizar y liberalizar. Además, en el proceso de construcción europea no existe un anzuelo atractivo como el cumplimiento de los requisitos para la entrada en el euro y por el contrario la mitificada Merkel empieza a emerger como una política provinciana, capaz de cargarse las centrales nucleares en Alemania -y con ellas todo atisbo de política energética común- de resultas de algo imposible de extrapolar, ocurrido en Japón.

El mayor reto que deberá afrontar Rajoy el día que llegue a La Moncloa será, de hecho, el de presentar ante los españoles un trayecto cuya desembocadura justifique las medidas impopulares, los recortes de gasto público, las limitaciones del Estado de Bienestar que necesariamente tendrá que introducir para reflotar la economía. En un lugar en el que la mera alusión a un proyecto nacional pone en guardia tanto a las minorías como a una izquierda a la deriva -lo único que se le ocurre al PSC tras sus humillantes derrotas es separarse más del PSOE- y cuando, como digo, Europa pierde sex appeal, alguien como Rajoy que tampoco va a ser nunca el flautista de Hamelin, necesitará desesperadamente un argumento político para convencer a los ciudadanos de que esos nuevos sacrificios merecerán la pena.

A mi modo de ver su estribillo no podrá ser otro que el vincular la idea de recuperación económica a la de regeneración democrática mediante una agenda de ambiciosas reformas en uno y otro ámbito. Esa hubiera sido mi receta en todo caso, pero lo ocurrido con los indignados del 15-M la hace ineludible. Más allá de lo anecdótico -y las propias acampadas lo son- ha quedado demostrado que en las grandes ciudades existen decenas de miles de personas que malviven en condiciones muy precarias y están dispuestas a movilizarse en cuestión de minutos mediante una red de comunicaciones que nadie puede controlar.

Ya que Simon Schama ha puesto de moda los paralelismos entre la primavera árabe y la Revolución Francesa y no han faltado los símiles entre la plaza Tahrir y la Puerta del Sol, parece justificado decir que estamos ante el equivalente al llamado movimiento de los enragés parisinos -hasta la semántica coincide- que en los primeros meses de 1793 emergió como un inesperado tercer actor en plena guerra civil entre la izquierda y la derecha de la Convención. Inicialmente también iban contra todo y contra todos, alternando las exigencias de intervencionismo económico con el pillaje de comercios; pero pronto los Jacobinos tuvieron la habilidad de convertirlos en la fuerza de choque que aplastó a los moderados.

Aquí sucederá lo mismo: mientras gobiernen Zapatero y Rubalcaba las protestas serán contra el sistema; cuando lo hagan Rajoy, Soraya y Gallardón, el enemigo será ese gobierno de la derecha insolidaria que atentará contra los derechos del pueblo. Lo del Prestige y la guerra de Irak será una broma -entonces no existían las redes sociales- comparado con la que se liará en la calle para regocijo de la izquierda y los sindicatos. Si Rubalcaba ha sido tan condescendiente con los acampados, aun a costa de convertir las resoluciones de la Junta Electoral y la propia legalidad en papel mojado, es para preservar esa alianza que ya avizora.

Nadie tiene que convencerme de que no hay otra democracia real sino la que emana de las urnas, pero eso, además de decirlo, hay que estar en condiciones de aplicarlo. Para que la opinión pública se ponga de su lado a la hora de hacer frente a un seguro desafío desde la calle, además de la legitimidad de origen -el sufragio- Rajoy necesitará también una legitimidad de ejercicio y eso implica un programa de gobierno que desactive las simpatías que muchos sienten por nuestros enragés, asumiendo sus reivindicaciones políticas transversales que la mayoría comparte.

Las medidas de austeridad anunciadas el miércoles van por el buen camino pese a su tibieza en el asunto clave de las televisiones autonómicas, pero Rajoy tendrá que mojarse en los tres grandes asuntos que afectan a las reglas del juego: separación de poderes, reforma electoral y eliminación de los blindajes de la clase política. Él sólo se siente cómodo con lo primero -y no está mal lo de hacer vitalicios a los magistrados del TC para proteger al tribunal de los vaivenes electorales- porque es consciente de que lo demás supone que no pueda volver a haber congresos como el de Valencia ni listas como las de Camps. Pero o se da cuenta de que lo que la opinión pública exige es un desarme arancelario en toda regla que ponga fin a los chanchullos de la Casta -porque ese es un intolerable impuesto extraordinario que pagamos todos los españoles- o un atardecer cualquiera escuchará un murmullo creciente de cliqueos y tuiteos y Moragas tendrá que comunicarle, lívido, que «no es una revuelta, Sire, sino una revolución».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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