Rajoy y su estrategia de la resiliencia

Maquiavelo nos enseñó que existen concomitancias entre la estrategia política y la militar. Sin embargo, en tanto en la guerra el único objetivo es la victoria, en la política el triunfo debe ir acompañado de la seducción. El líder no solo debe ganar elecciones, sino imponer su auctoritas, prevenir desencuentros, pastorear a los suyos sin desviaciones ni descarríos, persuadir al electorado de su idoneidad.

Mariano Rajoy es, en este sentido, un líder heterodoxo, que practica la conocida como estrategia de la resiliencia. En psicología, este concepto equivale a flexibilidad social, a la capacidad de encajar la adversidad. Y en lenguaje castrense, una estrategia resiliente consiste en ceder ante el empuje del adversario y dejar que se confíe y se empantane para acabar contratacando enérgicamente acto seguido.

Ayer, el presidente del PP escenificó un duro y tardío contrataque que, en teoría, debería zanjar los conatos de rebelión que han protagonizado las organizaciones populares de Madrid y Valencia. En realidad, el solo anuncio de que se le había agotado la paciencia fue suficiente para que el valenciano Francisco Camps se apresurara a recomponer el partido en su región tras la defenestración de Ricardo Costa y para que la madrileña Esperanza Aguirre, que había cometido el error de su vida al postular a Ignacio González para la presidencia de Caja Madrid, se sumara a la causa de Rodrigo Rato. Con todo, la ausencia de Aguirre, que ha sido interpretada como un desplante y que es en realidad una presión para que Manuel Cobo sea represaliado, ilustra la evidencia de que una de las fracturas sigue abierta.
Objetivamente, cabe afirmar, pues, que Rajoy ha ganado a medias la partida a sus dos barones territoriales, con ínfulas de excesiva autonomía con respecto a la dirección nacional. Pero es al tiempo evidente que esta victoria, pírrica en cierto modo, es provisional y deja secuelas. Porque, de un lado, la batalla de Madrid entre Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón no ha cesado, sino, al contrario, se ha enconado hasta la enemistad más irreconciliable. Y, de otro lado, la terapia aplicada a los primeros desgarros producidos por el caso Gürtel no ha tenido en cuenta ni las revelaciones que aún se producirán cuando el Tribunal Superior de Madrid haga público el sumario en su integridad ni las imputaciones que probablemente se realizarán en el ámbito valenciano de la trama, en el que Costa era un implicado lenguaraz, pero en modo alguno el autor material de las contrataciones fraudulentas. Así las cosas, la credibilidad de Camps sigue bajo mínimos.
La crisis ha tenido, además, un efecto novedoso, cuya importancia se irá aclarando con el tiempo: la irrupción de Rato en la política madrileña, a propuesta del propio Rajoy, secundado por Gallardón, lo que representa un vuelco en los antiguos equilibrios entre las familias populares. Si en otro tiempo Rajoy vio al exvicepresidente económico como un peligroso competidor y rechazó su concurso en cualquier cometido, ahora su estrategia pasa por colocarlo en la caja madrileña con el doble objetivo de mantenerlo ocupado y de hacer, de paso, sombra a Aguirre en su feudo madrileño. Pero ni la presidencia de Caja Madrid debe ser una labor apasionante para quien ha dirigido el FMI y se ha cansado a mitad de mandato ni parece que tal función colme las aspiraciones políticas de quien, con indudables aptitudes, fue postergado por el dedo de José María Aznar. Bien pudiera ser, en fin, que Rato utilice Caja Madrid no a modo de refugio, sino de trampolín, sobre todo si Rajoy no demuestra mayor dominio de su organización ni más capacidad de atracción sobre el electorado.
Porque las encuestas no deberían ofuscar a los populares. Si el CIS acaba de detectar una ventaja del PP sobre el PSOE de 3,4 puntos en un sondeo confeccionado entre el 7 y el 14 de octubre, antes, por tanto, de los ruidosos episodios valenciano y madrileño, el de Metroscopia del pasado domingo, cuyo trabajo de campo fue confeccionado entre el 28 y el 29 de octubre, volvía a registrar un empate técnico. Y, en cualquier caso, lo insólito es que, en medio de una recesión sin precedentes, el PP no se destaque del inevitablemente desgastado partido del Gobierno.

En esta dramática coyuntura, en plena recesión y con un desempleo insoportable y creciente, el principal partido de la oposición puede optar legítimamente entre dos caminos: el de la unidad con el Gobierno o el de la crítica constructiva con lanzamiento de propuestas alternativas. Desafortunadamente, el PP, apresado en las redes de sus querellas interiores, no ha sido capaz ni de lo uno ni de lo otro. Ello explica que, en plena tormenta, la desconfianza que inspira Mariano Rajoy sea aún mayor que la que suscita José Luis Rodríguez Zapatero. Así las cosas, no es difícil entender que las expectativas de Rajoy dependen no solo de que sea capaz de controlar a su propio partido, sino también, y sobre todo, de que ello le permita dibujar un perfil con el que hacer verdadera oposición.

Antonio Papell, periodista.