Raros y solos

Tarde o temprano y si todo va como debe ir, la vida te hace una pregunta: ¿estás dispuesto a pagar el precio de la singularidad? Yo recibí el tortazo en la adolescencia. Dejé de ir con los que entonces eran mis amigos. No hubo grandes motivos más allá de un simple desinterés. Mi madre lanzó una advertencia intentando protegerme. “Tan a la tuya acabarás sola”. No sé si alguna vez les ha amenazado una madre navarra: es un asunto terrorífico. Su vaticinio me dolió.

Mis padres tenían el doble temor de no quererme desamparada, pero tampoco con malas compañías. Les aterraba que saliera demasiado, que descuidase los estudios; que me convirtiese en lo que más temían, una persona sin fundamento. Qué poco imaginaban que me esperaba un cometido mucho más oscuro: el periodismo. El destino fue clemente, pronto encontré nuevos amigos. Pasaron los años. Seguí buscando la sombra de los raros. No los raros que se dicen a sí mismos raros y te montan su teatrillo, sino los que por fuera parecen perfectamente adaptados al ruido social pero por dentro bullen. Los raros de círculo reducido, rutina recalcitrante y vida reservada.

Al nacer recibimos de nuestros padres un sobre lacrado que contiene maravillas y dones, y también misterios y taras. Nuestra misión es proteger, descifrar y hacernos dignos de ese sobre sagrado. Hay varios modos de preservar la singularidad. Casi todos pasan por la distancia, por saber cuándo alejarse. De adultos perdemos la misma cantidad de tiempo protegiéndonos de lo que nos puede descentrar que descubriendo lo que nos hace bien. Detectar y celebrar la propia rareza ayuda a ordenar prioridades. Pasar silbando y mirando de lejos las propuestas (que solo suelen beneficiar al que propone), los eventos y los corrillos, por tentadores que resulten. Cuando te vinculan a una etiqueta grupal estás a cinco minutos de pasar de moda, y lo que interesa es poder labrar años y años sin dar muchas explicaciones. Ser selectivamente sordo e ir por libre.

De niña fui con la familia a uno de esos parques temáticos de cartón piedra. Me lo pasé de miedo siendo hawaiana por unas horas. Al llegar a casa seguí días emperrada. El hábito no hace al kahuna, pero me ponía mi falda de paja y bailaba de lado. A pesar de mis siete años sabía que aquello no era real. Hay quien vive en el mundo digital, tenga delante una pantalla o no. Internet se ha entrelazado de tal modo en su conciencia que para esa persona ya no es un lugar, sino un modo de habitar la realidad. Para mí sigue siendo un espacio que visito a ratos y que intento que no someta mi lógica. Soy el perrillo atado a la puerta del debate del día, que espera paciente a que alguien se lo lleve lejos. La vida no está en la actualidad. La vida es más sencilla, y se despliega más allá de la estadística, la economía y lo que ha dicho uno o el otro. La vida es generosidad, amor, educación, gratitud. Cuesta muchísimo escapar de los malabares de la agenda diaria y profundizar en el compromiso de estar vivo. Cuesta más aún si uno no tiene muchas herramientas: no es filósofo, no es eremita, no ha podido huir del mundanal ruido. En plena batalla —con hijos, con cuatro duros, con sueño, con problemas— es un reto estrenar la jornada con la mirada nueva y limpia, sin agitación y sin abandono. El trabajo no dignifica, lo que dignifica es el esfuerzo.

La soledad empuja a buscar contacto con nuestros semejantes (lo que decíamos antes: buscar raros afines) a través de las redes. A veces —las menos— se encuentra consuelo, humor y amistad. La mayor parte del tiempo se cae en las arenas movedizas de polémicas fraudulentas que deforman la realidad y afianzan las neurosis. El metaverso me produce un aburrimiento atroz. Me gusta tocar, oler y hozar. Perderé este tren. Quedaré fuera y perderé dinero y perderé pie, pero esa es mi decisión, no por miedo a lo desconocido sino porque sé lo que me interesa. Hay mucho por aprender, y por eso hay que elegir con atención qué aprender.

La distancia es el antídoto, pero alejarse no implica existir en una burbuja. Dar un paso atrás ayuda a la lucidez, a intuir qué puede aportar uno al mundo. Construir un nido donde poder pensar con holgura acerca del arte de vivir. Y luego, regresar y contribuir.

Al final quizá todo es mucho más sencillo: huir de los egoístas y no convertirnos nosotros mismos en plomos. El civismo por delante de la sinceridad, esa roña que no vale para casi nada. “Yo es que soy muy sincero y voy de frente”, dicen algunas personas a las que yo lanzaría con gusto barranco abajo. Siempre habrá quien sospeche de nuestro recogimiento. No pasa nada: hay que saludar con el sombrero e irse amablemente.

Marta D. Riezu es periodista. Ha publicado La moda justa y Agua y jabón (ambos en Anagrama).

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