El pasado vive hoy, porque somos lo que fuimos. Claro que si el pasado lo es todo, una persona o un país cae en lo que Nietzsche llamaba el eterno retorno y Borges el tiempo circular. Por momentos, parece que ambas metáforas literarias describieran a la Argentina. Los dos principales candidatos para las elecciones presidenciales de octubre están amarrados al pasado.
La presidenta Cristina Fernández imita en su estilo oratorio a Eva Perón (1919-1952), esposa del presidente Juan Domingo Perón. Este gobernó entre 1946 y 1955, cuando fue derrocado por un golpe de Estado, y entre 1973 y 1974, año en el que murió en el poder. Eva Duarte de Perón nunca ocupó puesto alguno en el Estado, pero fue la verdadera gestora del ascenso político de su marido.
La oratoria de Cristina Fernández -como la de su maestra Evita- es crispada, tormentosa, agónica, desbordante. Pronuncia uno o dos discursos por día, retransmitidos por la televisión oficial. Los argentinos no le prestan mayor atención. Sin embargo, quien se tome el trabajo de escucharla advertirá que su estilo es el de una agitadora más que el de una estadista. Con frecuencia ataca a sus adversarios; a veces sus frases asumen el tono de una oración, en otras ostenta su fragilidad. A menudo, llora en el estrado, sobre todo desde que se ha quedado viuda por la muerte de su marido y mentor, el expresidente Néstor Kirchner, quien fue su otro mentor en la oratoria confrontativa.
Evita Perón, en sus discursos, reverenciaba a Perón, y les pedía a sus partidarios que dieran "la vida por Perón". Cristina, que mantiene un riguroso luto, invoca a su marido muerto y en lugar de nombrarlo, dice "Él", como si Kirchner fuera Dios.
Evita enfermó hacia 1951 pero siguió activa hasta poco antes de morir, en julio de 1952, y su agonía fue seguida por micrófonos y cámaras. Cada uno de los discursos de Eva Perón era en sí mismo un pequeño melodrama, modalidad beneficiada por su antiguo oficio de actriz. En ellos el público encontraba la tragedia -una mujer estaba muriéndose ante los ojos de todos-, pero también la épica -cargaba contra sus enemigos, los "oligarcas", a los que castigaba, por lo menos oralmente, con tanta saña que una periodista norteamericana la definió en un libro como "la mujer del látigo"-. Esa veta agresiva la compensaba con su opuesto, el cariño que Evita sentía por los "descamisados": necesitados en general, ancianos, niños y pobres, a los que protegía.
Cristina Fernández es físicamente muy distinta a Eva Perón, pero ha estudiado las inflexiones, los tonos, las pausas, en suma, el manejo verbal de su antecesora. Por motivos cronológicos, hay ya pocos argentinos que escucharon personalmente a Evita pero todas las generaciones la conocen pues ha pasado a ser, a través de la permanente rememoración, un mito omnipresente.
Raúl Alfonsín (1927-2009) fue el político que derrotó al peronismo a la salida de la dictadura militar: en 1983, llegó a presidente prometiendo recuperación democrática y transparencia ética. Jaqueado por el peronismo, sobre todo sindical, que le hizo 13 huelgas generales, alcanzó bastante exhausto el fin de su mandato, tras el cual el peronismo recuperó el poder en manos de Carlos Menem. Durante los siguientes 20 años, Raúl Alfonsín siguió haciendo política cada minuto de su vida, alternando aciertos y errores. Todos lo respetaban pues, sin ser ni mucho menos un santo, era un hombre austero. Sin embargo, durante años fue relegado y a veces criticado, aun por sus propios partidarios. Su muerte, en marzo de 2009, despertó en la sociedad una marea de reconocimiento tardío. Consecuencia de esa revaloración, fue la eclosión pública de uno de sus seis hijos, Ricardo Alfonsín, ya cincuentón, quien, hasta la muerte de su padre era desconocido por la opinión pública. Desde entonces, Ricardo Alfonsín no ha dejado de ocupar los primeros planos y tempranamente mostró sus ambiciones presidenciales, no costándole mucho desprenderse de otros precandidatos de la más que centenaria Unión Cívica Radical, un partido argentino que no tiene nada de radical, ya que podría definírselo como liberal conservador. Un perfil que Ricardo Alfonsín ha ratificado eligiendo como candidato a vicepresidente a un economista de similar tesitura.
Ricardo Alfonsín es un sosias casi asombroso de su padre. Los expertos en marketing electoral acentúan ese parecido hasta en los más pequeños detalles: la voz, el lenguaje, los gestos, la forma del bigote, el color del pelo, la sonrisa, la manera de vestirse. Ricardo intenta revivir, actualizada, la propuesta de Raúl, que en 1983 era recuperar la democracia tras la cruel dictadura militar de 1976-1983 y hoy es recuperar la república tras ocho años de populismo y corrupción kirchnerista.
Por si estas densas memorias no bastaran, de pronto irrumpió en la escena otro fogonazo del pasado: un crimen inolvidable en la nutrida crónica roja argentina. Sucedió en 1981. La sociedad, entonces aplastada por la bota militar, se espeluznó ante el hallazgo de dos cuerpos aún calientes en el maletero de un coche detenido en la elegante avenida del Coronel Díaz. Eran los cadáveres degollados del ingeniero Mauricio Schoklender y su esposa, dos profesionales de buen pasar que hacían negocios con la dictadura. La policía arrestó al hijo de las víctimas, el joven Sergio Schoklender, de 23 años, y lo acusó por el doble parricidio. Luego fue imputado también el hermano menor de Sergio, Pablo, que estuvo muchos años prófugo. Ambos se declararon inocentes. Aducen que los Schoklender padres fueron ejecutados por sicarios brasileños pagados por el siniestro almirante Massera, conocido como el Comandante Cero, un jerarca recordado por el salvajismo de sus métodos represivos y la avidez de sus ambiciones políticas y monetarias. Massera habría zanjado con el doble homicidio un oscuro negocio de contrabando de armas.
Los hermanos Schocklender fueron condenados a prisión perpetua, sentencias ratificadas en todas las instancias. ¿Cuál habría sido el móvil? Liberarse de la agobiante tiranía de los padres. Sergio, en la cárcel, se reveló un intelectual de pretensiones. No solo se graduó como abogado y psicólogo, sino que devino teórico del infierno carcelario: un discípulo sudamericano del Michel Foucault de Vigilar y castigar. Cierta tarde de los años noventa, un furgón policial llevó al preso Sergio Schoklender hasta el cogollo de la intelectualidad porteña, la librería Ghandi, en la mítica calle Corrientes, donde el "genio" dictó una conferencia que deslumbró a los intelectuales de izquierda, para luego volver, esposado, a su celda.
Pero el gran teórico no era más que un charlatán. Ni sabía escribir ni tenía nada que decir. No era un Jean Genet ni siquiera un Eleuterio Sánchez, El Lute. Sin embargo, lo que tenía le bastó para fascinar a Hebe Bonafini, histórica fundadora de las Madres de Plaza de Mayo. En cuanto el preso-intelectual dejó la cárcel, fue llevado por la Bonafini a administrar la Fundación de las Madres. La señora Bonafini, en 2003, abarató el enorme prestigio moral y cívico que le valieron sus valientes denuncias contra la dictadura, y se dejó cooptar por el Gobierno kirchnerista, que le encomendó faenas políticas domésticas. A cambio, le traspasó considerables recursos financieros destinados a planes de vivienda para pobres que, sin embargo, parecen no haber llegado enteramente a ese destino. Entonces, ¿a cuál? No a los bolsillos de doña Hebe, inmune a estas tentaciones, pues su energía se consume en el propio, ensimismado fanatismo. Fueron a parar -según indicios vehementes- a la insaciable bolsa del mentado Schoklender. El escándalo provocado por la revelación de la fortuna secreta que acumulaba Schoklender, este Rasputín argentino, salpica a los Kirchner, que usaron a la Fundación Madres de Plaza de Mayo, emblema de los derechos humanos, en operaciones clientelistas.
Como faltan cuatro meses para las elecciones, el pasado argentino aún puede reaparecer en nuevos e inesperados formatos.
Álvaro Abós, escritor argentino.