Vuelvo al Perú luego de medio año y la gran novedad son los textos periodísticos que se publican por doquier, por periodistas acreditados o improvisados. Muchos versan sobre el caso, realmente extraordinario, de Abimael Guzmán, fundador y dirigente máximo de Sendero Luminoso, un movimiento inspirado en Mao Tse Tung, que quiso aplicar las ideas del dirigente chino en la sierra peruana. De la que no estuvo excluida Lima, la capital del Perú, donde se perpetraron muchos atentados de esos muchachos jóvenes, seducidos por “la cuarta espada del marxismo”, como se hacía llamar Abimael Guzmán, luego de Marx, Lenin y Mao Tse Tung, y en absoluta correspondencia con ellos.
¿Cuántos peruanos murieron a consecuencia de las teorías de este gordito fanático, casado un par de veces, bailarín consumado y que aspiraba —nada menos— que a ser el puntal de la revolución comunista en la sierra peruana? Yo estoy convencido de que las teorías de Abimael Guzmán, directa o indirectamente, causaron, con las aldeas destruidas y las salvajes represalias tomadas por los “senderistas” contra las comunidades que demoraban en plegarse a la “revolución” en marcha, o eran hostiles a ella, y las de la policía y del Ejército, muchas más víctimas de las oficiales.
Siempre me pregunté, en medio de las bombas y los asesinatos de Sendero Luminoso, quiénes se plegaban a estas ideas y a las tesis de Abimael Guzmán. Ahora, por lo menos, eso está bastante claro. Eran señoras de clase media y raras familias y jóvenes frustrados, es decir, hartos de la retórica que acompañaba a los movimientos comunistas, y que, impacientes por la acción directa, adherían a las huestes de Abimael Guzmán, sin llegar a constituir una masa uniformada, como la aprista o la de los innumerables grupos llamados “marxistas”, que, vinculados a Moscú o a China Popular, se oponían a las tesis del fundador de Sendero. La verdad es que estas tesis no eran seguidas sino por minorías insignificantes de militantes, y que, la gran mayoría de ellos, rara vez tenían una conciencia clara de aquello a lo que adherían, lo que, por supuesto, no estaba lejos de librarlos de las torturas de una policía, o de un Ejército, que, hasta entonces, andaban bastante despistados también sobre la manera más eficaz de combatir a las “masas” de Abimael Guzmán.
Según Carlos Paredes, uno de los autores más recientes que trata de explicar el “caso” de Abimael Guzmán en su libro La hora final, la policía desarrolló, poco a poco, un sistema más científico para seguir las pistas que Guzmán iba dejando en sus constantes mudanzas, a lo largo de Lima. Porque, aunque había sido profesor en la Universidad de Huamanga, cuando se desataron las acciones según sus convicciones, lo cierto es que Abimael Guzmán, contrariamente a lo que se ha dicho, permaneció en Lima, y nunca pisó la sierra, donde se ponían en práctica sus teorías revolucionarias. Esa es una de las grandes revelaciones de este libro: contrariamente a sus teorías, Abimael permaneció durante todos los ataques —los asesinatos, más bien— que se perpetraron en su nombre, en Lima. Y lo que allá ocurría era terrible, sin exageración. Para eso hay que ver algunos documentales, por ejemplo los de Judith Vélez, que trazan la ferocidad de la represión que tenía lugar en esos parajes fuera de la prensa, en la que se asesinaba y torturaba por los que habían adherido a las tesis de Abimael Guzmán, y los celosos militantes de los comandos al servicio de éste.
El jefe del GEIN, un grupo especial creado para la lucha antiterrorista, que aparece en uno de los documentales, dice que Abimael Guzmán era “un hombre muy culto” y con “muchas lecturas”. Yo no tengo la misma impresión. Mi idea de Abimael Guzmán es que se trataba de un oportunista que, dado el fervor que lo rodeaba, se entronizó a sí mismo como “la cuarta espada del marxismo” y creó un estado casi religioso de adhesión a su persona, en el que muy pocos individuos se pusieron a reflexionar. De hecho, todas las fuerzas de la izquierda peruana vacilaron mucho en adherirse a sus tesis y, la gran mayoría de ellas las resistieron como “aventureristas”, un adjetivo que esta vez les correspondía rigurosamente.
La razón por la que Abimael Guzmán permaneció mucho tiempo escondido y fuera del alcance de la policía, tiene un nombre y apellido: una muchacha de buena familia que se puso al servicio de Abimael Guzmán y que pasó, gracias a ello, 25 años en la cárcel. Me refiero a esa joven bailarina de ballet, que, luego de servir años en la cárcel, vivió un tiempo en las afueras de Lima y ahora aparentemente vive en el extranjero: es decir, Maritza Yolanda Garrido Lecca. Ella alquiló la casa en la que vivía oculto Abimael Guzmán por meses o años, ella mantuvo una escuela de danza a la que acudían las muchachas de “buenas familias”, para que recibieran las clases de ballet que les daba Maritza, y durante algunos meses o años Abimael Guzmán estuvo allí protegido, hasta que la policía, luego de descubrir su escondite, lo asaltó y redujo. En uno de los documentales de Vélez sobre la captura de Abimael Guzmán este tranquiliza al oficial que lo está apuntando con un revólver. “Tranquilo”, le dice el líder senderista, “ustedes están armados y yo he perdido. Tranquilícese”. Efectivamente, con aquella captura la pesadilla que vivió el Perú se terminó. Y con sus innumerables muertos, según mis cálculos, se terminó la aventura siniestra que había comenzado años antes, con perros colgados en los postes de Lima, en los que se insultaba nada menos que al autor del desarrollo extraordinario de China Popular, es decir, el dirigente Deng Xiaoping. A éste se lo acusaba de vender a la patria de Mao Tse Tung al imperialismo yanqui. Sí, el colofón de los muertos que vivió el Perú en esa horrenda noche que duro varios años fue este final trágico de lo que cabe llamar una opereta.
¿Qué fue de Maritza Garrido Lecca? Nunca ha hablado, ni explicado por qué hizo lo que hizo, y los años de cárcel que cumplió por todo ello. Su caso es único en los anales de la revolución. No suele haber tan discretas figuras de la transformación supuesta de un país como es su caso.
¿Está mejor el Perú, después de ese baño de horror que destruyó el mito de que este era un país pacífico, que, a diferencia de otros países latinoamericanos, estaba libre de la violencia política? A juzgar por los recientes acontecimientos, el Perú parece muy lejos de haber alcanzado la paz y la armonía entre sus ciudadanos. Quizás el hecho más positivo que tengamos que celebrar, es que el Ejército, que apoyó a Fujimori cuando dio aquel golpe de Estado y se sustituyó a las elecciones libres —que había ganado pero que no le bastaron y pretendió erigirse en un tirano—, esta vez se negó a secundar a los golpistas y volcó todo su respaldo en el arreglo constitucional que ha llevado al poder a la vicepresidenta Dina Boluarte, un salto intermedio, hasta que haya nuevas elecciones en el Perú.
Los últimos comicios, dicho sea de paso, llevaron al poder a un dirigente casi analfabeto que cayó después de amañar un golpe de Estado que hubiera convertido al Perú en uno de los engendros latinoamericanos peores de los que se tenga memoria. Así vamos, con una vicepresidenta que, según las cláusulas, representa una fórmula que se acoge a las leyes vigentes y que ha prometido entregar el poder al sucesor que elijan los peruanos.
© Mario Vargas Llosa, 2023. Derechos de prensa en lengua española en España y en América Latina reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2023. Derechos de prensa en lengua española para otros territorios y para otras lenguas, reservados para Mario Vargas Llosa c/o Agencia Literaria Carmen Balcells, SA.