Ratzinger, padre de la Iglesia

EL Papa peregrina a Santiago de Compostela. Benedicto XVI manifiesta también con este viaje su sintonía espiritual con el Apóstol: «De Santiago el Mayor podemos aprender muchas cosas: la rapidez en acoger la llamada del Señor, también cuando nos pide abandonar la “barca” de nuestras seguridades humanas, el entusiasmo siguiendo a Cristo por los caminos que Él nos indica, la disponibilidad para testimoniarlo con valentía». (Discurso, 21-VI-2006).

Son rasgos apostólicos que resumen bien el ministerio pastoral de este moderno Padre de la Iglesia —me atrevo a calificarlo así— que se llama Joseph Ratzinger. Porque las particulares circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo y las características de la persona y la obra de Benedicto XVI lo emparentan, en la doble dimensión intelectual y pastoral, con los Padres de la Iglesia antigua (Basilio, Atanasio, Agustín...), que por su rica doctrina y acción de gobierno interpretaron con especial clarividencia los signos de su tiempo y contribuyeron decisivamente a salvar la fe ortodoxa, la armonía entre razón y fe y los valores de la civilización. En este sentido me gustaría comentar tres grandes desafíos pastorales en el camino del Papa Ratzinger.

El primero se refiere a la interpretación del Concilio Vaticano IIy a la llamada «crisis postconciliar». Fue un periodo de dramática confusión en amplios sectores eclesiales: tendencias a «actualizar» la teología marginando la divinidad de Cristo, interpretación temporalista del mensaje evangélico de salvación con reducción socio-política de la misión de la Iglesia, replanteamiento laicista de la identidad sacerdotal con mundanización de su estilo de vida y tremenda hemorragia de defecciones, experimentalismo litúrgico frecuentemente anárquico y desacralizador, etcétera. Por reacción, otros grupos se aferraban a un tradicionalismo reductivo de la verdadera Tradición cristiana, incluso en oposición a Roma.

A esas dos posiciones contrapuestas se opuso y se opone decididamente Joseph Ratzinger, primero como Cardenal en 1985 con el famoso «Informe sobre la Fe» justamente calificado de «histórica denuncia profética», y ahora como Papa celoso tutor de la unidad de la fe y de la comunión. «Nadie puede negar —nos dijo a la Curia romana en las Navidades de 2005—, que en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil». Y citando unas palabras de san Basilio sobre el post-Concilio de Nicea, precisó: «Por una parte existe una interpretación que se podría llamar hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura (...) Por otra está la hermenéutica de la reforma, de la renovación dentro de la continuidad».

No tanto de san Basilio, el monje-obispo de Capadocia, sino más bien de san Agustín —que con su Ciudad de Diosdesvinculó el destino del Cristianismo del destino político-cultural del decadente imperio romano— procedió la claridad con que Joseph Ratzinger afrontó otro gran desafío.

Fue el 18 de abril del 2005. En la homilía de la misa que precedió el Cónclave, refiriéndose al degrado cultural y moral en amplios sectores sociales, nos dijo a los cardenales: «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas! (...) A quienes tienen una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se les aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismoque no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos».

Así, mientras que Juan Pablo II se opuso especialmente a la «utopía totalitaria» de la justicia sin libertad, propia del comunismo y del nazismo, Benedicto XVI se opone a la «utopía relativista» de la libertad sin verdad, es decir, sin valores y verdades objetivas que tutelar. En el contexto socio-político esa actitud es signo de decadencia cultural y antropológica, pues «una democracia sin valores», a la que el relativismo hace «perder la propia identidad», es una democracia decadente, que puede fácilmente «degenerar en totalitarismo abierto o insidioso» (Discurso, 1-X-2005).

Pero Ratzinger, como los Padres de la Iglesia, no es hombre que se limite a señalar errores o peligros: él enseña que el Cristianismo es el encuentro con la Verdad encarnada, con Cristo, que revela al hombre no sólo el misterio de Dios sino también el misterio del hombre: la excelsa dignidad de su naturaleza y de su destino eterno.

Por eso, sin «hacer política», propone un tipo de sociedad en la que la armonía entre fe y razón sea la medida del verdadero humanismo, y donde un sano concepto de laicidad —que respete la dignidad de la persona y sus derechos inalienables, entre ellos la libertad religiosa de culto y de conciencia— permita superar el fundamentalismo laicista, hostil a la relevancia familiar, cultural y social del Cristianismo y, en general, de la religión.

Del fundamentalismo laicista al fundamentalismo islámico, tercer desafío con el que Benedicto XVI se ha enfrentado de modo dialógico y constructivo en el famoso discurso en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006, en su posterior viaje a Turquía y, últimamente, en el Sínodo de Obispos sobre el Oriente Medio.

Su repetida afirmación de que «no actuar según razón es contrario a la naturaleza de Dios» y que «toda religión ha de respetar la dignidad del hombre» ayuda a comprender que el acto de fe ha de ser un acto razonable y libre, nunca impuesto por la violencia: ni por la violencia física del terrorismo ni por la violencia de leyes civiles que no respeten la libertad de culto y de conciencia.

En el fondo, se trata del encuentro «entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión», y de entablar un diálogo entre cristianos y musulmanes que se realice desde el mutuo respeto de la dignidad personal, que ayude a promover valores comunes como la paz y la vida humana y a «oponerse a la dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad». Interceda el Apóstol Santiago.

Julián Herranz, cardenal de la curia romana.

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