Razón de Europa

“Todo error procede del hecho de que nos forjamos opiniones sobre cosas que no vemos con claridad suficiente”, escribía Isabel de Bohemia, desde su exilio en La Haya, a René Descartes en el verano de 1643. La guerra de los Treinta Años devastaba Europa; los ejércitos de príncipes y reyes batallaban por territorios y rentas del viejo continente; hacían lo propio en el terreno de la religión los teólogos, guardianes convenientes de la estabilidad o en alianza con nuevos poderes. Pero por entonces está surgiendo también, según enseñan—aún— los profesores de filosofía, la conciencia de Europa, su unidad intelectual en la razón: Descartes, Galileo o Spinoza sostienen intensas correspondencias epistolares, ligados por la búsqueda de una verdad común en la filosofía y la ciencia; su adscripción a los dominios de uno u otro soberano, al lado de este empeño, es apenas asunto de contexto —para ellos la patria existe, pero no es un dogma—.

Si uno compara los valores europeos, suponiendo que sabemos de qué hablamos cuando hablamos de ellos, con los mitos en los que se funda Estados Unidos, hay una diferencia fundamental. Estados Unidos se construyó por las manos de los emigrantes, que extrajeron con su sudor la riqueza del nuevo mundo, ganaron así su pedazo del sueño americano: con sus manos. Además, los fundadores del país establecieron en su constitución principios universales, los cuales, aunque en conflicto, cohesionaron lo que de otro modo sería una mera lucha individual. De este lado del Atlántico, Europa se fundó también en unos valores inconfundibles, la libertad, la democracia, la solidaridad, pero carece de ese sentimiento de territorio físico conquistado. En cambio, el espíritu europeo abarca quizás, a falta de ese territorio material, la vida entera: la ética de la razón, el sentido social, la eficiencia industrial, el saber vivir o la emoción del arte. Europa es también la certeza de la tragedia a la que puede abocar el olvido de esos valores, la propaganda de afrentas, el señalamiento de culpables.

Ahora bien, yendo a la realidad de la Unión Europea, ¿en qué se plasma esto? A despecho de imaginarios sobre burócratas en capitales grises, la Unión ofrece un marco de coordinación a veintiocho países entre los que el conflicto fue la norma histórica. Y ofrece ese marco sobre principios sencillos: la ley de la Unión prevalecerá sobre las leyes de cada país; la libertad de empresas y capitales en el mercado único será vigilada para que no dé lugar a abusos y monopolios. Que eso se plasme en cientos de páginas monótonas no significa que sea opaco: ha contribuido a establecer cadenas de producción y venta trans-europeas y ha generado un marco en el que los países en la periferia del corazón industrial dominante han ido modernizando sus infraestructuras y recibiendo inversión exterior.

A pesar de ello, incontables, las recriminaciones se ciernen sobre la UE. Aplica recetas erróneas, carece de una voz única, está lejos de “lo que preocupa a la gente”... A la gente, al parecer, nos preocupan las cosas terrenales: que los partidos políticos no funcionan y que los jóvenes no encuentran trabajo. ¿Va a servir este artículo para arreglar eso? ¿No? Pues mejor leer otra cosa. Y que sea más corta.

Hay una tendencia a que el diálogo público, ante asuntos complicados, aparezca dominado por lo que podríamos llamar “la estafa polar”. Se trata de ofrecer, sobre la base de una frustración social extendida, una explicación sencilla (“X” nos roba, “Y nos obliga”, “La culpa es de...”): el esquema polar manifiesta esa frustración, resulta fácil de propagar, parece haber pruebas obvias de que es cierto y es, en definitiva, “pensamiento low-cost”, fácil de comprar y que nos da algo que decir, aunque sea incoherente, ante un mundo complicado; da discurso a la rabia, vehicula una apariencia de interés propio en combatir una situación. El corolario máximo de la estafa polar es el referéndum: se pide a la población que dé una opinión clara entre dos extremos, sobre los que no existen hechos y perspectivas objetivas, sino consignas tópicas, en un clima de tensión considerable. Seguramente, Isabel de Bohemia y René Descartes hubieran coincidido en que de opiniones firmes sobre debates difusos “todo error procede”.

Conviene insistir en que la condición indispensable de una democracia de calidad es el diálogo público de calidad; el cual enriquece nuestras conversaciones particulares sobre asuntos políticos y permite, al girar sobre motivos y puntos de vista, aprender de las diferencias, basarse en la confianza. De las actitudes de fondo en una sociedad es de donde debe emanar la mejora de la democracia, el progreso de un país. No son propósitos imposibles, ni utópicos: las estadísticas de Eurostat miden que el grado de confianza en sus gobiernos es alto en la mayoría de países del norte. En vez de líderes con relatos simplistas y eslóganes, necesitamos políticos en los que confiemos, que debatan ideas y convicciones y que desde su visión atraigan a los mejores al gobierno.

A veces se glosa si las catástrofes del siglo XX han hecho imposible la poesía; más bien, le han dado mucho más trabajo a la poesía, han hecho la belleza o la ternura más imprescindibles, más necesarias las palabras con sentido, más responsabilidad nuestra de cada día. Europa se construye cada vez que los países acuerdan, a partir de los tratados, de la experiencia y la razón, un principio común de funcionamiento; pero no solo ahí. También se construye cada vez que defendemos que tender con el alma al bien, la verdad y la belleza, y llevarlo a la práctica en el modesto alcance de un oficio o una afición, es innegociable.

A Europa la construye el espíritu racional, aquel que Giner de los Ríos llamó el fin de la educación: cuando las pasiones se llevan bien con la razón, cuando la razón es una pasión, cuando todo bien procede de la alegría y la bondad de otra persona, y todo mal de quienes usan a otras personas como medios. Europa se construye en esa pasión del bien concreto que se afirma ante lo difícil, ha aprendido de las lecciones del mal. Se construye en las librerías y en los conservatorios; en las cocinas; en los murales de las escuelas; en las redacciones; en los días de sinsentido y vidas rotas, también; en las urgencias de los hospitales; en los centros fronterizos; con libros blancos sobre política y corrupción o sobre el paro juvenil; con debates, discurso, principios. Así se lo escribía la princesa de Bohemia en sus cartas al filósofo: “Saber qué es lo mejor en cualesquiera acciones de la vida, es, a mi parecer, donde reside la única dificultad, pues es imposible no tomar el buen camino cuando se lo conoce”.

Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.

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