Razones de bandera

Una manifestación impecable de lo que aquí voy a denominar razonamientos de bandera la proporcionó ERC en el verano de 2007. En julio de ese año, cuando seguidores del Real Madrid quemaron enseñas catalanas tras un partido de fútbol en Reus, las Juventudes de Esquerra pusieron una querella criminal por ultraje a la bandera y solicitaron que la policía municipal se personara como acusación particular. Meses después, cuando varios catalanistas quemaron en Barcelona insignias españolas y fotos del Rey, la postura de ERC dio un giro. Entonces defendieron que la quema de símbolos se encuentra protegida por la libertad de expresión y lo que solicitaron fue que el ultraje a la bandera se despenalizara inmediatamente.

Sospecho que erraríamos el tiro si diagnosticáramos simple hipocresía, pues tras un artefacto políticamente tan enrevesado como una bandera nacional late siempre algo más complejo. El hipócrita sabe de su hipocresía, es consciente de su propia falsedad (y si no, no es un hipócrita), pero no encontraremos tal lucidez en los alegres muchachos de Esquerra: su escándalo era probablemente tan sincero cuando denunciaban a los del Real Madrid como cuando defendían a los catalanistas... por hacer lo mismo. La mera indignación era razón suficiente en ambos casos: cuando no se ve más allá de la bandera, es la propia bandera la que pasa a convertirse en razón y a suministrar argumentos.

Sabido es que el origen de las banderas es estrictamente militar. Dibujan, en el fragor del combate, el único criterio que queda todavía en pie: la pertenencia a una u otra facción. Dado que, de modo casi idéntico, nada late tras los colores del equipo excepto la sola adscripción al grupo, en el fútbol se ha observado muchas veces una transposición perfecta de la batalla. Pero no suele añadirse un elemento fundamental: que el deporte tan sólo es capaz de canalizar las pulsiones meramente identitarias, las más primitivas, pero no cualquier otra un poco más elaborada. Puede haber equipos de fútbol catalanistas, pero, ¿se imagina alguien algo así como una hinchada socialdemócrata? ¿O un equipo liberal?

Y, sin embargo, ese sometimiento al grupo que impone la lógica tribal de la bandera logra extenderse hasta ámbitos que jamás debería contaminar. El reciente episodio de Mestalla dio pie a múltiples procesos de este tipo, en los que la dinámica posicional logró que importara no ya lo que se hubiera dicho, sino quién emitió el dictamen. Anasagasti, por ejemplo, afirmó algo así como que "antes, con Franco, no se podía pitar, pero ahora se puede". Y eso, que es un comentario eminentementepositivo para nuestro sistema político, se interpretó casi sin excepción como una suerte de falta de respeto al entramado constitucional, en la medida en que justificaba los pitidos. Convengamos en que, si hubiera sido otro el autor de tal aserto (alguno de los padres de la Transición, por ejemplo), el asentimiento hubiera sido general.

Desde el mismo momento en el que es proferido, cada enunciado lanzado al sistema político se interpreta, clasifica y juzga como corresponde... de acuerdo al bando de quien lo emite, no a lo que dice o pretende decir. Por supuesto, cierta dosis de bandería, de interpretación posicional, resulta inevitable, y sin ella la vida pública sería casi imposible. Bien está que conozcamos los principios que definen a cada parte y sepamos por tanto a qué atenernos. Pero asistimos, de modo cada vez más pronunciado, a una monopolización de la esfera pública por parte de esa lógica sectaria, una situación en la que la cantidad de presupuestos, sospechas y murmullos que pesan sobre cada declaración comienza a anular nuestra capacidad de escucha y, por tanto, la misma posibilidad de deliberar. ¿Para qué intentar entenderse, cuando todo está ya sobrentendido?

No son pocas las circunstancias que favorecen esa tendencia. Una es la configuración no racional sino electoral del supuesto debate. El objetivo no es convencer a los demás ni mucho menos tener razón -de hecho, incluso empieza a contemplarse con suspicacia la mera pretensión de que alguien crea que sus razones pueden ser mejores que las otras-, sino ganar la elección, y ahí ya vale todo. Tampoco ayuda la esencia de ciertos términos como "nación", que sólo permiten la confrontación y parecen incapaces de propiciar un intercambio, una transacción, un espacio común en el que todos cedan. Se trata de conceptos fraguados militarmente, nacidos para dividir y enfrentar, y utilizarlos supone, se quiera o no, someterse a la lógica con la que fueron forjados.

La extensión de este mal explica que la mayor parte de los comentarios realizados a raíz de la monumental pitada de Mestalla hayan venido a alimentar la misma calamidad que pretendían combatir. Porque la lógica de las banderas dibujó de inmediato una especie de enfrentamiento entre nacionalistas (los que pitaban) y constitucionalistas (los pitados). Y esa lógica binaria es ya un triunfo de la perspectiva de facción, y relega a la oscuridad el aspecto quizás más significativo de todos: el de los aficionados vascos y catalanes no nacionalistas que a buen seguro formaban parte de sus respectivas hinchadas, y que se vieron obligados o bien a callar o bien -incluso- a sumarse a la pitada. Que tal elemento pase desapercibido supone ya una victoria de la mentalidad identitaria, pues todo análisis surgirá contaminado de antemano por la lógica pervertida que la fomenta: sólo hay los nosotros y los ellos, y el resto es el combate subsiguiente.

Pero no. Los seguidores del Athletic de Bilbao no son todos nacionalistas vascos. También los habrá constitucionalistas, aunque se cuidarán de expresarlo en público. Por descontado, carecen del derecho a exhibir las banderas o insignias que libremente escojan. La hinchada del estadio es una metáfora casi perfecta de lo que sucede en la sociedad vasca: sólo unos símbolos se encuentran permitidos. Desplegar una bandera constitucional ahí supone, como supone hacerlo en la mayor parte del callejero vasco, jugarse el tipo. Lo que está en juego es así la libertad simbólica, parte fundamental de la libertad de expresión. Y en Cataluña, algo muy parecido.

Y fue el mismo Anasagasti el que clavó el problema: "Antes, con Franco, no se podía pitar". Palabras que nadie se paró a escuchar, pues llegaban desde la bandera del adversario y no podían, por tanto, albergar razón. Pero la albergan. Si lo que nuestro sistema político facilitara fuera un debate, y no mezquinas escaramuzas electorales, alguien hubiera recogido la verdad de sus palabras y, aferrándose al propio principio político que encierran, habría replicado lo obvio: ¿y por qué en Mestalla todos tienen garantizada la libertad de portar la bandera que quieren y en San Mamés no? No sabemos qué hubiera contestado Anasagasti, pero ese principio que él mismo enarboló -un principio enraizado en la idea de convivencia, no en la de nación- merecía sin duda un debate que no fue.

Jorge Urdánoz Ganuza, doctor en filosofía, Visiting Scholar en la Universidad de Nueva York.