Son las ocho y media de la mañana y estoy en el cajón de salida de una carrera popular de las muchas y estupendamente organizadas que jalonan los domingos de cualquier ciudad española. En mi caso, con casi toda probabilidad en Madrid. He cumplido con el rito de dejar mis magros enseres en el guardarropa y mis quince minutos de trote suave y, mientras suena 'Blitzkrieg Bop' de Ramones, el locutor da la bienvenida al evento, describe el perfil del recorrido –con un habitual optimismo acerca de las bondades de las cuestas abajo, que olvida oportunamente la dureza de las subidas– y anuncia la próxima salida. Y la pregunta que me hago es ¿qué estoy haciendo aquí? Porque llegar a esa hora al cajón de salida requiere haberse levantado no más tarde de las siete de una jornada más pensada para remolonear entre las sábanas. La pregunta se convierte en reproche directo si la carrera no es un humilde 10k (en argot de corredor, 10 kilómetros), ni la ya más exigente media maratón, sino los terroríficos 42 kilómetros (y 195 metros) de la maratón completa.
Puedo recurrir a la épica. La carrera de fondo requiere un esfuerzo notable. Cultura del esfuerzo es el lema de la organización del Maratón de Valencia. Incluso para atletas aficionados, no aconsejo afrontar distancia tan exigente sin una forma física previa aceptable y al menos doce semanas de entrenamientos duros, con sus series, sus pesas y sus rodajes largos, con una media de al menos 60/70 kilómetros por semana. Y ello, para quien tiene otras obligaciones prioritarias, como familia y trabajo, supone renunciar a muchas cosas y hacer un ejercicio de voluntad y de constancia que no es tan habitual. Por ello, la sensación el día de la carrera de verse cerca de la meta es de una alegría y autosatisfacción difíciles de describir. En mi caso, ello ocurre al superar el kilómetro 40, que hasta 1908 fue la distancia oficial, cuando el deseo de Eduardo VII de ver desde su palacio el final del maratón de los Juegos de Londres de ese año añadió los dos kilómetros largos adicionales. Suelo recordar a la longeva Reina Victoria, su augusta madre, cada vez que esto sucede.
Y es recomendable extender esta autoexigencia a otras facetas de la vida: el esfuerzo y la voluntad de superación son los dos instrumentos más nobles para mejorar la propia condición. Así lo vio tempranamente San Pablo en 1 Corintios, 9:24-27, cuando toma como ejemplo de sus fatigas a los corredores, que, cuando entrenan «evitan todo lo que pueda dañarles».
Quizá ayude también el pedigrí histórico. Correr es uno de los deportes más antiguos, y quienes lo practicamos somos herederos de auténticos héroes. Y lo escribo en sentido literal: Homero llamaba a Aquiles «el de los pies ligeros», aunque es Ulises –con la ayuda de Atenea, que hace resbalar a Áyax en las boñigas de los bueyes sacrificados por el Pélida en el funeral de Patroclo– quien gana la única carrera que relata 'La Ilíada', en su canto XXIII. Y qué decir de Filípides, de quien Heródoto ('Historia, libro VI') celebra la hazaña de haber ido a pie de Atenas a Esparta (unos 200 kilómetros) en poco más de un día para pedir ayuda a sus habitantes contra los persas. Un Filípides a quien, siglos después, Luciano de Samosata atribuye la célebre carrera de Maratón a Atenas, concluida con ese postrer «¡alegraos, vencimos!», mientras exhalaba su último suspiro, que se convirtió en un saludo habitual entre los antiguos griegos.
La unión entre lo clásico y lo actual la constituye el hermoso poema de Browning 'Pheidippides', que añade a las historias anteriores la idea de libertad –tal y como ya Byron había intuido cuando, recordando Maratón, escribió «I dream'd that Greece might still be free»– anhelo que de manera inevitable sucede a todo esfuerzo, pues libre es quien gracias a él y no a magnanimidad ajena obtiene lo que posee. Así, pone en boca de Pan, el fauno que ayuda a Filípides en su carrera, la petición: «Entonces alabad a Pan, que luchó en las filas de los mejores y los peores de vosotros, de muslo de cabra a muslo de grasa, e hizo una sola causa con los libres y los audaces». Y concluye, tras una carrera de larga distancia a ritmo de esprint, literalmente como el fuego por un campo de heno, con el clímax final: «Till he broke: Rejoice, we conquer! like wine through clay, joy in his blood bursting his heart, he died» («Hasta que se derrumbó: ¡alegraos, vencimos!, como el vino a través de la arcilla, la alegría en su sangre reventaba su corazón, y murió». Este poema, presume Roger Robinson en su 'Running in Literature', inspiró a Michel Bréal la propuesta en 1894 a Pierre de Coubertain la celebración de una carrera de Maratón a Atenas. El resto es historia, y de la buena: Spiridon Louis, sorprendente vencedor de esa primera maratón olímpica, Abebe Bikila, con sus dos oros descalzos en Roma 1960 y Tokio 1964, o la suiza Andersen-Schiess, tambaleándose pero venciendo a la distancia en Los Ángeles 1984. En otras distancias, vienen a la memoria los 100 metros de Jesse Owens humillando las teorías raciales de Hitler en Berlín 1936, el doblete de Zatopek en 5.000 y 10.000 en Helsinki 1952 o nuestro Fermín Cacho con su inolvidable victoria en 1.500 en Barcelona 1992.
A diez minutos para la salida, los altavoces dirigen consignas educadas pero imperativas para que todos los corredores estemos ya en nuestros puestos. Aún queda tiempo, con 'Born to Run' de Springsteen de fondo, para desprenderse de una camiseta vieja, que ha hecho su función hasta este último momento, o para comprobar que las zapatillas están bien calzadas, sin arrugas en los calcetines y con doble nudo, para evitar sorpresas en carrera y tener que parar para atarlas.
Es posible que mis razones sean estéticas. No en vano Oscar Wilde afirmaba en 'El retrato de Dorian Grey' que era mejor ser bello que bueno. Ars Gratia Artis, el arte por el arte, como reza el conocido lema de la Metro-Goldwin-Mayer. Y hay que reconocer que el cine, del que Francisco Ayala consideró que era ante todo «una fuente de mitos», ha tratado muy bien al corredor. Quizá no sea casualidad que las carreras populares más antiguas en España se remonten, con muy escasas excepciones, a finales de los años setenta, poco después del estreno de la celebrada 'Marathon Man', protagonizada por Dustin Hoffman. O cómo olvidar 'Carros de Fuego', con ese entrenamiento grupal en la playa a ritmo de Vangelis, tan celebrado como parodiado.
Faltan cinco minutos. La animación de salida nos obsequia con 'Don't Stop Me Now', de Queen. Yo bajo pulsaciones tras el calentamiento mientras me mantengo activo dando unos saltitos en el breve espacio que me permiten el resto de corredores, ya listos para empezar. Y pienso que, tal vez, mis razones sean algo más epicúreas, y que corro para merecerme esa cerveza helada (en singular) nada más cruzar la meta que Murakami, en 'De qué hablo cuando hablo de correr', anhela en el kilómetro 27 de su carrera a Maratón. Naturalmente, la cerveza real, por deliciosa y reparadora que resulte, nunca sabe tan bien como la imaginada. Cosas de Platón y del mito de la caverna.
Suena un disparo, pacífico, pero no inofensivo: la primera ola, la de los corredores de élite, ya ha empezado, anunciándonos al resto la inminencia del nuevo reto. Siempre es nuevo, aunque se lleven varios maratones en las piernas, y los nervios no menguan con la edad: las colas de los baños no mienten. Quizá, al final, la única razón sea tan sencilla como la que apunta Forrest Gump mientras suena 'Running on empty', de Jackson Browne: tengo ganas de correr. Bajo los acordes de 'Highway to hell', de ACDC, pongo en marcha mi cronómetro, deseo suerte a quienes me rodean me acerco trotando a la línea de salida, olvido los pensamientos anteriores y …¡comienzo la carrera!
Fabio Pascua Mateo es letrado de las Cortes Generales.