«Spain», comenta Maury, un chico de mi clase de Historia contemporánea, «is a juggernaut». España es un proceso arrollador. «¿Cómo es -pregunta el estudiante-, «que los políticos, los jueces y todas las entidades responsables, en lugar de salvar el país, actúan para acelerar la quiebra?». Quiero decirle que estoy de acuerdo. Pero, tal vez por practicar una evasión inconsciente, le contesto «pues no». «O, por lo menos, la metáfora que empleas no pega. 'Juggernaut' en inglés se refiere al mito hindú del carro del dios Jagannath, que destruye todo lo que se encuentra en el camino, incluso a sus propios devotos. España históricamente tiene poco que ver con la India, y hay que buscar una imagen idónea. Además, no me parece cierto que España sea destructora. La veo más bien como una fuerza creativa, que luego se convierte a veces en desastre».
Tal vez cabe decir, buscando una imagen más española, que España es el molino del Quijote, que nutre a la gente con el pan de cada día pero que es imparable cuando juega el papel de un ogro robótico, insensato e implacable. O que se parece a un toro de corrida, bello, irrefrenable y condenado.
Llevo no sé cuántos años de comentarista político insistiendo en que el nacionalismo catalán, si se le comprende, acepta y abraza, no es ajeno ni contrario a la unidad de España, sino que es típica y esencialmente español. España es y siempre ha sido -y seguirá siendo, si Dios quiere- lo que Richard Ford, el gran hispanista inglés del XIX, calificó de "manojo mal mezclado". Para controlar un paquete frágil, hay que soltar un poco el nudo en lugar de intentar mantener todo "atado y bien atado". El manojo se derrama cuando se aprieta demasiado. El país se parece, por cambiar la metáfora, a un tiro de mulas obstinadas. El arte de sacarlo adelante consiste en respetar la individualidad de los bichos que lo componen.
En el caso catalán, esa flexibilidad no consiste en dejar más poderes ni fondos en las manos de los líderes sinvergüenzas de los partidos nacionalistas, sino en dirigirse directamente al pueblo catalán, reconociendo su auténtico valor y sus derechos trascendentes. En primer lugar: proclamar un hecho histórico, que los catalanes forman una nación -lo que no equivale a decir que tienen que ejercer soberanía ni independencia, que carece de sentido en la época de la interdependencia mundial y del progreso titubeante hacia una auténtica UE-. España es una nación nacida de naciones, y admitirlo es la obligación y la gloria de todo español. En segundo lugar: permitir que se celebre un referéndum honrado -y, dentro de un término razonable, digamos de unos diez años, explícitamente definitivo- sobre el rol de Cataluña dentro o fuera de España; un referéndum que no se gestione bajo el control de los nacionalistas, sino del Gobierno central o de un equipo desinteresado. Si se lo organizase justamente, y si se admitiese a las urnas a todos los votantes genuinamente interesados, no cabe duda de que prevalecería el buen sentido. Y si no, que así sea -aunque no sucedería tal cosa- porque a fin de cuentas ser demócrata es reconocer que, dentro de las normas del Estado de derecho, el pueblo manda, aun cuando esté equivocado. Y, a pesar de lo que dicen los nacionalistas, España es más que "el Estado español". Sus pueblos constituyentes, aun si pertenecieran a otros estados, o si tuvieren todos sus propios estados independientes, no dejarían de ser españoles. Ni la sensibilidad ni la experiencia española -histórica, cultural y compartida- dejaría de endurecer.
Se está haciendo tarde para lograr un acuerdo y llevar a cabo un referéndum aceptable. Si se la hubiera realizado en el momento propicio, a la hora del debate sobre el nuevo Estatuto de Cataluña, la tragedia actual no se hubiese producido. Pero los ministros e instituciones estatales siguen repitiendo los errores de siempre: martirizando a Artur Mas, negando los hechos, lanzando provocaciones, nutriendo malentendidos. Es como si Rajoy pensara que es una fuerza de la naturaleza, como el viento que sopla por el molino quijotesco, incapaz de cambiar de rumbo o de variar su estrategia. Sigo, empero, sin desesperarme. Existen tres motivos de optimismo, aunque para aprovechar de las posibilidades, algunos políticos por ambos lados tendrán que mostrar algo de realismo, lo que no veo claro.
En primer lugar, hay que tener en cuenta la posición de Mas y de sus colegas de CDC. Paradójicamente, para mantenerse en el poder, se han convertido en víctimas de su propio pacto diabólico con el aquelarre de los 'esquerristas' y el pandemonio de la CUP. Pero a Mas no le conviene seguir compartiendo el lecho de Procrustes con un súcubo. Sabe, en su corazón, que esa gente, en su misa negra, le sacrificarán, con placer satánica, en cuanto puedan. Sabe también que si la independencia se consigue, tanto él como su partido estará perdido. Su razón de ser se acabará. Sus votantes no tendrán ningún interés en seguir votándole. Le abandonarán, justo como abandonaron a Leopoldo Calvo Sotelo y a la UCD cuando se consiguió la democracia en España. El futuro de Mas depende de su capacidad de seguir practicando su política perfectamente equilibrada de riesgo calculado. Tiene el modelo escocés ante los ojos. Mientras Escocia siga vinculada al resto de la unión británica, el Partido Nacionalista Escocés manda en Edimburgo. Mientras sobrevive España, y sólo mientras tanto, el nacionalismo seguirá vigente en Cataluña. Dentro de poco, para mantener el equilibrio, y evitar la independencia que le amenaza a él más que a nadie, Mas tendrá que volver a un acuerdo con el resto de España.
El segundo motivo de ser optimista es la actitud poco inteligente de Junqueras y la retórica desmesurada de Baños y Gabriel. Me recuerdan al 'swami' siniestro del cuento de G.K. Chesterton, con su mantra repetitiva: "Yo no quiero nada. No quiero nada. Quiero nada". La primera frase significaba que el swami gozaba de una autosuficiencia perfecta, la segunda que no necesitaba más, y la tercera que deseaba aniquilar a todo y gozar de su poder puro, absoluto y destructor. El electorado no soportará el nihilismo de Esquerra y de la CUP, ni su menosprecio hacia la democracia. Para éstos, "democracia" es un término abusivo, manipulable tanto como en la "Deutsche Demokratische Republik" de Walther Ulbricht o en el lexicón de Lenin, cuyo neologismo, "democracia popular", significaba, según se lee en el Diccionario científico del comunismo, "forma de dictadura".
Insistir en que existe un mandato popular a favor de la independencia, al cabo de una consulta apoyada por una minoría de los electores y de unas elecciones en las cuales la mayoría apoyó a partidos no independentistas, es una corrupción semántica que no aguantaría ninguna persona racional. Intentar cambiar la Constitución mediante medidas legislativas, sin el apoyo del pueblo ni dentro de las normas del Estado de derecho, es compartir los métodos de fascistas, estalinistas, y nazis. A pesar de lo que pensó Abraham Lincoln, se puede engañar a la mayoría del pueblo por la mayor parte del tiempo, pero no tanto ni tan repetidamente.
Por último, me consuela la esclerosis habitual de la política española, que garantiza muchas crisis y pocos cambios. Para socavar la corrupción y evitar la dictadura, hemos erigido un Estado tan lleno de refrenos, bloques, controles, ajustes y revisiones que no se puede hacer sino poca cosa y no se puede hacer nada sin grandes y saludables demoras. Mientras se arrastra la crisis, la economía seguirá mejorándose. Al fin y al cabo, ducados hacen ducados y coronas majestad. Recesiones favorecen a revoluciones, pero cuando la prosperidad vuelve a sentirse, se suavizan los sentimientos y se recortan los rencores.
"No estoy de acuerdo con usted, profesor". Estamos de nuevo en mi aula de clase e interviene Lidia, una chica panameña (en la Universidad de Notre Dame siempre tenemos a alumnos panameños, ya que un antiguo arzobispo de Panamá fue sacerdote de la orden que patrocina la universidad). "En cierto sentido, Maury tuvo razón. Sea España lo que sea, el independentismo es un carro de Jagannath y aplasta a los devotos que se degradan bajo sus ruedas. El primer devoto a machacarse será Artur Mas".
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedral William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.