En ningún otro lugar del mundo la gran coalición como forma de gobierno tiene una tradición más consolidada. En Austria y Alemania ha sido, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la fórmula predominante por razones históricas y políticas. Durante el siglo XX, por dos veces, los gobiernos alemán y austriaco encendieron la mecha que los arrasarían como estados y desolarían con ellos al resto de Europa. La catarsis política obligada que sufrió Alemania y, en menor medida, Austria en 1945 se puede homologar a la Transición española. Entre muchos fines secundarios había un objetivo que cumplir en ambos casos: que no se repitiera el desastre de la guerra. Para eso debían de sanar las heridas con prudencia y paciencia. Si la guerra española había sido fundamentalmente civil, con alineamiento y participación exterior, la europea había sido internacional, pero con un conflicto civil previo en Alemania y Austria, con violencia desbordada, dictadura fascista y, finalmente, anexión en 1938. Cuando en 1939 se traspasan las fronteras del III Reich, las sociedades austriacas y alemanas ya estaban fragmentadas por años de represión política. En 1945 las repúblicas federales nacerían sobre los escombros sociales de sus países, a lo que habría que sumar la derrota de la guerra y la revancha de los vencedores. Las heridas eran muchas. Desde entonces, Austria ha vivido principalmente con gobiernos de gran coalición. En 71 años de vida de la Segunda República de Austria, 43 han sido con gobiernos entre el SPÖ (Partido Socialdemócrata) y el ÖVP (Partido Popular), alternándose el partido más votado al frente de la Cancillería. Más allá de la coyuntura política del momento, las amenazas interiores y exteriores o los partidos emergentes, el hecho de que una forma de gobierno se haya repetido durante un periodo tan dilatado de tiempo, en uno de los países más prósperos del mundo, es de un valor político extraordinario. A las razones históricas mencionadas se suman otras de carácter político que nos sirven de análisis en términos comparados –también para el caso español– y que pueden resumirse en los siguientes puntos.
El mandato democrático. En una época de fragmentación y polarización del espectro político, reclamar un mandato democrático respaldado por la mayoría de los electores es de una calidad democrática innegable. No solamente es la mitad más uno, sino el gobierno que responde a las preferencias de la mayoría. Gobierno que, según el teorema del votante medio, se encuentra en torno al eje del centro político, aproximándose bien por la derecha, bien por la izquierda. Es el gobierno de la moderación y el pragmatismo que necesita de un fuerte respaldo social en situaciones extremas de crisis.
La defensa de la nación. El estado tiene medios de autoprotección, pero necesita del liderazgo político de los partidos comprometidos en su defensa. Sin un respaldo claro de los principios nacionales por parte de los partidos mayoritarios será cuestión de tiempo que el estado se desmorone. Esto supone también la asunción de toda la historia nacional con todas sus virtudes y errores como patrimonio común de los ciudadanos.
Estabilidad, solidez, confianza. La incertidumbre política es generadora de otras muchas incertidumbres. Sin un gobierno serio con los socios exteriores, o a la inversa, con la amenaza de gobiernos inestables con elementos populistas o antisistema, se daña la inversión y la imagen internacional. Las buenas perspectivas económicas son esenciales para la creación de riqueza. Una economía libre necesita seguridad jurídica y una normativa transparente. El miedo es el mayor enemigo.
La cohesión social. El gobierno es del pueblo y para el pueblo. Un gobierno de más del 60% del electorado es lo suficientemente representativo como para evitar la tentación oligárquica o populista. Es el gobierno de todos. Responsable de un bienestar mínimo para todos los ciudadanos. No debe de haber topes a la prosperidad.
La cultura de la negociación. Pactar es salir al encuentro del otro, aceptar la diferencia. No es la renuncia a los propios principios, sino la apertura a los demás. Esa es la cultura cívica de los pueblos más avanzados de la tierra. En ese intercambio honesto se descubren cuales son los valores comunes en los no se haya reparado. La nación, la economía social de mercado, la construcción europea, la libertad como valor innegable. Son los puntos irrenunciables de los partidos que están llamados constitucionalmente a dar nueva savia al proyecto nacional.
El gobierno de gran coalición está lejos de ser perfecto y queda incompleto sin sus zonas de sombra. Entre ellas el problema de las cuotas de poder y las dificultades de las reformas. En el caso de Austria, por los muchos años de gran coalición, las cuotas de poder se anteponen con frecuencia al contenido de las políticas, tanto en la estructura de ministerios y secretarias de estado, como en los órganos corporativos del Estado. Lo mismo ocurre con las reformas estructurales que si no se consensuan previamente, son muy difícil de ejecutar en un periodo de gobierno por la complejidad de las negociaciones y el gran número de actores involucrados. Esa imagen de pasividad y agotamiento la explotan al máximo los adversarios políticos.
Los cinco puntos anteriores esbozan las razones para una gran coalición, que en ningún país está limitada al PP y al Partido Socialista. En ella pueden entrar todos aquellos partidos que se pongan de acuerdo en lo fundamental, para negociar lo accesorio. Los dogmas en política no existen, pero sí los principios fundacionales de la comunidad en los que hay que encontrar acuerdo para que la misma comunidad no deje de existir.
La gran coalición sería, por inédita, la prueba de la madurez política de España. Para los que hablan de la decadencia del régimen, la apuesta más innovadora de gobierno. Para los que defienden la Constitución, la prueba más elocuente de su compromiso con un texto que ha dado largos años de paz a España. Un mensaje nítido a los españoles, a Europa y al mundo. De fe en España como nación y en su futuro como promesa.
Gonzalo Moreno-Muñoz, ingeniero.