Razones por las que pequeños auges causan grandes crisis

Para ser una burbuja, no fue muy grande. De 2002 a 2006, la proporción de la economía americana dedicada a la construcción de viviendas aumentó en 1,2 puntos porcentuales del PIB por encima de su anterior tendencia de valor, antes de desplomarse cuando los Estados Unidos entraron en la mayor crisis económica en casi un siglo. Según mis cálculos aproximados, el exceso de inversión en el sector de la vivienda durante ese período ascendió en total a unos 500.000 millones de dólares: desde cualquier punto de vista, una pequeña fracción de la economía mundial en el momento del desplome.

Sin embargo, los daños resultantes han sido enormes. Las economías de Europa y Norteamérica se han contraído un seis por ciento, aproximadamente, respecto de lo que habría sido de esperar, en caso de que no hubiera habido crisis. Dicho de otro modo, una cantidad relativamente pequeña de exceso de inversión fue la causante de una pérdida de producción de 1,8 billones de dólares al año. Como ese desfase no da señales de colmarse y teniendo en cuenta las tasas de crecimiento y los rendimientos del capital, yo calculo que la pérdida total de producción llegará a ser de casi 3.000 billones de dólares. Por cada dólar de exceso de inversión en el mercado de la vivienda la economía mundial habrá sufrido unas pérdidas de 6.000 dólares. ¿Cómo puede ser?

Es importante observar que no todas las recesiones causan tanto sufrimiento. Los golpes financieros de 1987, 1991, 1997, 1998 y 2001 (cuando se perdieron unos cuatro billones de dólares de exceso de inversión cuando estalló la burbuja de las punto.com) tuvieron pocas repercusiones en la economía real más amplia. La razón por la que esta vez ha sido diferente podemos verla en un estudio recién publicado por Òscar Jordà, Moritz Schularick y Alan M. Taylor. Los autores muestran que los grandes auges crediticios pueden empeorar en gran medida el daño causado por el desplome de una burbuja financiera.

Históricamente, cuando una recesión es causada por el desplome de una burbuja financiera que no fue alimentada por un auge crediticio, la economía pierde entre un 1 y un 1,5 por ciento, aproximadamente, de lo que, de lo contrario, habría representado cinco años después del comienzo de la contracción. Sin embargo, cuando interviene un auge crediticio, el daño es mucho mayor. Cuando la burbuja es de los precios de las acciones, la pérdida de resultados de la economía asciende al cuatro por ciento menos de lo que sería de esperar, por término medio, cinco años después y nada menos que el nueve por ciento cuando la burbuja es del mercado de la vivienda. En vista de esas conclusiones, está claro que el sufrimiento habido desde el comienzo de la crisis económica no difiere demasiado de la experiencia histórica.

Para muchos economistas, las recesiones son una parte inevitable del ciclo económico: el bajón que necesariamente sigue, como una resaca, a todo auge. Sin embargo, John Maynard Keynes se apresuró a desechar esa opinión. “Parece una imbecilidad extraordinaria que ese maravilloso arranque de energía productiva haya de ser el preludio de un empobrecimiento y una depresión”, escribió Keynes en 1931, después de que el auge del decenio de 1920 hubiera dado paso a la Gran Depresión. “Creo que la explicación de las actuales pérdidas económicas, de la reducción de la producción y del desempleo que necesariamente se sigue no radica en el alto nivel de inversión que hubo hasta la primavera de 1929, sino en el cese posterior de dicha inversión”.

Unos años después, Keynes propuso una solución para el problema. En su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, Keynes explicó cómo se crean los auges cuando “inversiones que tendrán, en realidad, un rendimiento de dos por ciento –pongamos por caso– en condiciones de pleno empleo se hacen con la previsión de un rendimiento de seis por ciento –pongamos por caso– y así se valoran consiguientemente”. En una recesión, el problema es lo contrario. De las inversiones que rendirían un dos por ciento se “espera que rindan menos que nada”.

El resultado es una profecía que entraña su propio cumplimiento, en la que el elevado desempleo hace, en efecto, que los rendimientos de esas inversiones sean menores de cero. “Se llega a una situación en la que hay escasez de viviendas”, escribió Keynes, “pero, aun así, nadie puede permitirse el lujo de vivir en las casas que hay”.

Su solución era sencilla: “El remedio idóneo para el ciclo comercial no estriba en abolir los auges y, por tanto, mantenernos permanentemente en una semicrisis, sino en abolir las crisis y, por tanto, mantenernos permanentemente casi en un auge”. Para Keynes, el problema subyacente era un fallo de los cauces del crédito en la economía. La reacción financiera al desplome de una burbuja y la consiguiente ola de quiebras reduce el tipo natural de interés a menos de cero, aun cuando sigan existiendo muchas formas de poner a trabajar productivamente a las personas.

Actualmente, reconocemos que unos cauces de crédito atascados pueden causar una contracción económica. Se han propuesto comúnmente tres reacciones. La primera consiste en políticas fiscales expansionistas y que los gobiernos substituyan a la inversión privada cuando ésta es débil; la segunda, en un objetivo de inflación más alto, con lo que los bancos centrales disponen de un mayor margen para reaccionar ante las crisis financieras; y la tercera, en restricciones estrictas de la deuda y el apalancamiento, sobre todo en el mercado de la vivienda, para prevenir la formación de una burbuja de los precios alimentada por el crédito. A esas soluciones, Keynes habría añadido una cuarta, que ahora conocemos como la “opción de Greenspan”: utilizar la política monetaria para validar los precios de las acciones alcanzados en plena burbuja.

Lamentablemente, en un mundo en el que la austeridad fiscal parece tener cautivados a los políticos y en el que un objetivo de inflación del dos por ciento parece inamovible, nuestras opciones normativas son bastante limitadas y así es, en última instancia, como un auge relativamente pequeño puede provocar un desplome tan grande.

J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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