Reabrir las heridas

Recién cumplidos veinte años asistí cada tarde a la tertulia de los poetas del Gran Café de Gijón, nuestro café literario por excelencia, como un Le Deux Magots trasladado de la plaza de Saint-Germain-des Prés al paseo de Recoletos. Los dos cafés tienen historias paralelas, fundado el parisino en 1885 y el madrileño en 1888. Había publicado mi primer libro y mi entrañable José García Nieto, responsable de su publicación, asumió la temeridad de incorporarme a la tertulia con el beneplácito de Gerardo Diego que la presidía desde un cierto silencio sostenido, aderezado por fogonazos de su humor un tanto surrealista. Los años en que concurrí a aquella mesa me sentí como un cura de aldea en una reunión de obispos. Era el benjamín con bastante diferencia.

Más de medio siglo después rescato del cofre de mi memoria una de las enseñanzas de aquella tertulia: la reconciliación entre quienes habían sido adversarios no sólo de pensamiento sino de trinchera. Desde los años cuarenta, época dorada del Gijón, la tertulia de los poetas fue un monumento a la reconciliación. Allí, alrededor de García Nieto, se forjó la revista «Garcilaso», aparecida en mayo de 1943, cuya nómina de colaboradores era variopinta en sus procedencias, como lo sería en «Poesía Española» también dirigida por él. En mis años en la tertulia se convocaban a aquella mesa, como asistentes fijos u ocasionales, poetas, dramaturgos, novelistas, pintores… Desde Umbral a Cabañero, desde Montesinos a García Pavón, desde Fernán Gómez a Martínez Novillo, desde Cela a Manrique de Lara. Había quien padeció la cárcel y el exilio y quien pertenecía al bando de los vencedores. Allí nunca encontró espacio el resentimiento.

Gentes de la izquierda como Enrique Azcoaga, llegado del exilio; Jesús Acacio, que entonces escribía «Elegía de los vencidos»; Antonio Buero Vallejo, que vivió la tremenda experiencia del fusilamiento de su padre, militar, por milicianos comunistas, entonces correligionarios suyos, y padeció años de cárcel; Rafael Morales, el miembro más joven de la Alianza de Intelectuales Antifascistas; Ramón de Garciasol y Leopoldo de Luis que incluso tuvieron que cambiar sus nombres para vivir tranquilos. Ellos compartían mesa con supuestos antagonistas como Luis López Anglada, José Luis Prado Nogueira, Jesús Juan Garcés y Manuel Álvarez Ortega que, además de poetas, eran militares de diversos Cuerpos y Armas, y con José García Nieto, que había padecido cárcel en el Madrid de la guerra pero no lo contó hasta su profundo poema «1936-1939» incluido en su libro «Memorias y compromisos», de 1966, que tuvo la ocurrencia de que yo presentase. Más allá de las iniciales posiciones ideológicas era evidente el compromiso de la reconciliación, de mirar al futuro y no al pasado.

Aquellos representantes de la Cultura con mayúscula buscaban superar una tragedia que, en un lado u otro, había condicionado sus vidas. La guerra fue terrible para todos y la posguerra supuso persecuciones y sufrimientos para muchos. Hoy en la Cultura hay quienes se mueven a impulsos ideológicos y «al servicio de» respondiendo a una militancia utilitaria que respeto pero no comparto.

Desde la referencia a aquellas tardes del Gijón me pregunto a qué se debe la amarga resurrección de Caín. Es el odio que vuelve, el maniqueísmo rampante, el triunfo de lo supuestamente irreconciliable, las viejas causas perdidas que se quieren ganar después de ochenta años. No sólo haciendo vencedores a unos sino, sobre todo, derrotados a otros. Supone una superchería irresponsable creer que por el método de reescribir la Historia, falseando hechos y circunstancias, la Historia cambia. La Historia manipulada no se convierte en verdadera por aparecer en el BOE. A esa superchería la llamamos en España «memoria histórica». Francisco Vázquez la bautizaba recientemente en estas páginas: «(des)memoria histórica».

El término «memoria histórica» es intencionadamente confuso; aún más: incorrecto. La memoria es individual y la suma de memorias individuales -que chocan, son dispares, se desencuentran- no forma en ningún caso lo que quieren expresar quienes han acuñado la patochada. Para Gustavo Bueno «el concepto de memoria es esencialmente subjetivo, psicológico, individual: la memoria está grabada en un cerebro individual y no en un cerebro colectivo». Y aclara que «la tarea del historiador no consistirá tanto en recuperar la memoria histórica tal cual sino en demoler la memoria deformada».

La encomiable reconciliación ha de cerrar lealmente las heridas del pasado, no reabrirlas. Y para ello debe desterrarse el alimento del odio. ¿Qué nos ha ocurrido en España? En una Tercera anterior cité un decreto y hasta seis leyes, desde 1976 a 2007, encaminadas a conseguir la merecida reconciliación entre españoles. Es comprensible además de justo que quienes perdieron violentamente a seres queridos deseen saber dónde están sus cuerpos; pudieron hacerlo ya hace muchos años con normas anteriores a la Ley de «memoria histórica» de 2007 que, por cierto, el Gobierno de Rajoy no derogó desde su mayoría absoluta; a veces me preguntó el porqué.

La eliminación del adversario se produjo en ambas retaguardias de la guerra civil. La historiografía imparcial nos enseña dónde se prodigó más; no voy a insistir. Hace no demasiado se descubrió el horror de la mina de Camuñas, con cientos de asesinados que eran lanzados, muchas veces vivos, al hondo pozo entre capas de cal viva. ¿Por ser víctimas del bando llamado nacional no merecen su «memoria histórica»? Parece que sólo se valora una memoria parcial. Todo lo contrario de la deseada reconciliación.

Tengo claro que el artífice de la resurrección del odio y del enfrentamiento fue el presidente Rodríguez Zapatero, que no habló de «memoria histórica» en su investidura de 2004, ni figuraba en su programa electoral, pero que fue el señuelo del que se sirvió para azuzar a unos contra otros y movilizar a un radicalismo de los nietos que enmendaba la voluntad de sus abuelos. Algo así le ocurrió con el independentismo catalán al que dio oxígeno con aquella irresponsable promesa de que no se cambiaría ni una coma del proyecto de Estatuto de Cataluña que saliese del Parlament. Suplantaba a las Cortes Generales. Otra ocurrencia que estamos pagando todos.

Aquellos años de la tertulia de los poetas del Gijón son inolvidables para mí. Hoy se recuerda la tertulia en una placa, justo en el lugar en el que se sentaba Gerardo Diego, el único que tenía sitio fijo en la mesa. Todos los asistentes llevaban historias a sus espaldas pero habían desterrado el resentimiento tratando de cerrar heridas que hoy, tantos decenios después, está empeñado en reabrir quien tiene la responsabilidad de ser el presidente del Gobierno de todos.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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