Real censura

Nuestros medios de comunicación -y, con ellos, claro, nuestros analistas políticos- han celebrado con unánimes elogios la respuesta que el Rey y el presidente del Gobierno españoles han dispensado a las declaraciones que vertió contra José María Aznar el presidente venezolano, Hugo Chávez. La única divergencia que al respecto se ha barruntado los últimos días atañe, por lo que parece, a la rapidez y la contundencia de la reacción de Rodríguez Zapatero, consideradas insuficientes por los portavoces del Partido Popular.

Sorprende tal grado de acuerdo cuanto que lo ocurrido en Santiago de Chile presenta aristas delicadas que -piensa quien firma estas líneas- deberían invitar a la prudencia. Creo, por lo pronto, que no somos pocos los que nos hemos sentido molestos ante la actitud asumida por el monarca español. Su decisión de reclamar, sin cortesía alguna, que Chávez guardase silencio encaja poco con los modales que -parece- cabe atribuir a un jefe de Estado de noble cuna. No acabo de entender esa universal celebración que, encuestas televisivas en mano, merecería entre el pueblo llano la descortés reacción del monarca. Y tampoco sé muy bien quién es Juan Carlos I -un responsable político, por cierto, no elegido por la ciudadanía- para determinar las reglas del juego en una cumbre latinoamericana. Ojo que tampoco sale bien parado el Rey en lo que hace a su decisión de abandonar la sala de reuniones cuando el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, tenía a bien criticar el papel desempeñado en su país por algunas empresas españolas. Aunque semejante decisión ha sido interpretada en nuestros medios como producto del designio de no inmiscuirse en disputas entre los dirigentes de unos u otros Estados -un signo de encomiable prudencia-, el gesto con que Juan Carlos I inicia su retirada más bien revela un franco desprecio -una lamentable falta de educación- ante las palabras de Ortega.

Como quiera que no acostumbro a otorgar mayor relieve a desencuentros como los que acabo de mencionar, dejaré en el olvido todo lo anterior -incluida la patética observación de Rodríguez Zapatero en el sentido de que su obligación era acudir en socorro de un compatriota- para procurar el camino de lo principal. Es cierto que Chávez padece de una incontenible verborrea y que le iría mucho mejor si dejase de lado tantos adjetivos grandilocuentes en provecho de la enunciación serena, sin alharacas, de lo que quiere decir. No lo es menos, sin embargo, que resulta poco presentable que entre nosotros no se haya hecho hueco alguno para debatir, no los modales del presidente venezolano -hay que preguntarse, por cierto, qué habría ocurrido si éste se hubiese abstenido de calificar de «fascista» a Aznar-, sino el contenido preciso de unas acusaciones, las relativas al golpe de años atrás, que no resultan ser ni torpes ni, por desgracia, poco fundamentadas. Tampoco parece que hayamos entendido que uno de nuestros primeros deberes de civismo en relación con los males de la América Latina contemporánea es el que pasa por analizar puntillosamente, primero, lo que hacen tantas empresas españolas entregadas a la obtención del beneficio más descarnado y por esquivar, después, la tentación de ese barato nacionalismo que invita a defender 'nuestros intereses' como si éstos se hallasen por encima de todo.

Y es que las formas de Chávez, reprobables por mucho que tengan el saludable efecto de romper el circuito vicioso de unas cumbres impregnadas por la retórica más hueca, configuran una anécdota menor en comparación con el debate que se nos hurta. Aunque, a título provisional, y en lo que afecta a lo que nos resulta más cercano, tiene uno que preguntarse qué pluralismo informativo es éste que se asienta, en uno de sus pilares fundamentales, en una censura tan real -en el doble sentido atribuible al adjetivo- como eficiente.

Carlos Taibo