Realidad o realidades, unidad e independencia

Son tantos los artículos publicados en los medios que apenas queda espacio para alguna reflexión novedosa. Faltan, sin embargo, coloquios de calado entre pares. Me refiero al formato de mesa redonda en donde, no solo periodistas, sino filósofos, ensayistas y profesores discutan dialécticamente todos los aspectos del problema (TVE, La clave de José Luis Balbín). Carencia que contrasta con los abundantes titulares periodísticos. Prolifera la guerra de frases, pero la cuestión es muy seria como para reducirla a un rifirrafe entre partidos políticos.

Con ánimo de enriquecer el debate, quiero apuntar tres observaciones vertidas desde el respeto de las dos posiciones extremas: unidad e independencia.

Sin querer simplificar doy por bueno que derecho a decidir, autodeterminación y secesión o independencia son términos que descansan en la legítima aspiración o derecho de un pueblo, convertido en nación; es decir, una población, un territorio, un idioma y unas instituciones propias o singulares que permiten afirmar una identidad o idiosincrasia, diferente a los demás, preferentemente vecinos. Luego vendrá el proceso: el sentimiento colectivo debe expresarse democráticamente y ser avalado por una mayoría absoluta, cualificada con porcentajes de participación y votación, pues no basta una simple mayoría (más votos a favor que en contra).

Los partidarios de la unidad deben admitir la premisa anterior, aunque solo sea a efectos dialécticos.

a) Pero afirmar una realidad no significa, ni se puede, negar otra realidad. Porque la realidad de los independentistas no empieza ni termina, digamos, en Cataluña. Porque hay otra realidad tan igual, por no decir superior, pues basta comparar los mismos parámetros de población, territorio, idioma, instituciones, historia, sentimiento, e incluso reconocimiento internacional. No nos engañemos: la realidad catalana está inserta en la realidad española. Lo contrario sería tanto como afirmar que España se encuentra en el continente africano, o negar que somos parte de Europa. Por tanto, el independentista no solo debe reconocer sino respetar esa otra realidad. Y esa realidad es, guste o no, lo que se llama España. ¡Y no puede negarse el amanecer porque el día estaba nublado!

b) La segunda observación descansa en la posible reforma. Hay que explicar que la reforma no desemboca, necesariamente, en la propuesta independentista o federal. Se dice, prematuramente, que para dar satisfacción a catalanes o socialistas hay que reformar la Constitución; naturalmente, en esa dirección.

Sin embargo, no es legítimo jugar con las cartas marcadas. Porque si se abre un proceso reformista hay que aceptar que la salida puede ser cualquiera de las opciones sometidas a las urnas y, por simplificar, tres son por el momento las presentadas: autodeterminación, federalismo y recorte de las autonomías. ¿Por qué no? ¿Acaso no son todas opciones legítimas? En cualquier caso, reformar la estructura territorial del Estado exige una mayoría reforzada.

c) La tercera consideración abre un interrogante. ¿Es posible que una reforma pueda modificar la identidad del propio sujeto reformante? La voluntad soberana del pueblo, por muy soberana que sea, tiene sus límites. Por ejemplo, es inviable una reforma constitucional que suprima derechos fundamentales. Verbigracia, a los penados se les impondrán castigos corporales. Apoyado en ejemplo tan evidente cabe plantear si mantener la identidad de un pueblo (sic. nación) es un derecho fundamental, que no puede ser negado ni recortado. Naturalmente me refiero al pueblo español. ¿O acaso no existe el derecho del pueblo español a seguir siendo pueblo español y a preservar esa identidad dentro de un Estado soberano? Me refiero, al derecho a mantener su identidad, sin recortes ni amputaciones tan relevantes que lleven al extremo de anular su identidad.

Por último, íntimamente ligado a lo anterior, cuando hablamos del sujeto titular del derecho a decidir (o a separarse), antes de lanzarnos en un nuevo proceso constituyente (pues no es una simple reforma), hay que decidir, inter alia, una cuestión fundamental; a saber, quién es el sujeto. En concreto, ¿Galicia, sí? ¿Cataluña, también, pero el Valle de Arán no? ¿Por qué? ¿La Rioja tampoco? ¿Por qué? Navarra por supuesto, pues de recurrir al argumento histórico el Reino de Navarra se lleva la mejor parte. ¿Pero lo negamos a los bilbaínos, a pesar de tener una clara identidad, y hasta el deseo de ser solo bilbaínos? ¿Habrá que recordar que la polis era una ciudad-Estado? ¿Y qué decir de Lanzarote, tan insular como diferente? O mejor aun, ¿no es cierto que los vecinos del inconfundible barrio de Triana, gozan de los atributos de población, territorio, idioma, costumbres e instituciones singulares, y por ende de una idiosincrasia, genuina e inconfundible, y de una personalidad bien definida y diferente? En suma, ¿a quiénes negamos y a quiénes reconocemos ese derecho tan sutil?

El debate acaba de empezar, y no puede despejarse en una fecha fija. No caigamos en simplismos y menos en las urgencias de poder alimentadas por políticos de poco vuelo, que no llegan siquiera al aprobado, según reiteradas encuestas ciudadanas.

Pero lo más importante es que todo el proceso, el que sea menester, se haga pacíficamente, serenamente, sin descalificaciones personales del adversario.

Y si no hay acuerdo, que se acuerde de antemano someter la decisión al criterio independiente de un tercero.

Ignacio Arroyo Martínez es catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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