¿Existe el infinito? La idea de lo infinito nos viene rápidamente a la mente en cuanto ejercitamos el pensamiento, sobre todo, en cuanto reflexionamos sobre la naturaleza y el universo. Los antiguos griegos ya consideraron muy seriamente la noción de infinitud y, desde entonces, es un concepto central tanto en la filosofía como en las matemáticas y en las ciencias naturales.
Pero, ¿existe realmente lo infinito o no es más que un artefacto del pensamiento que nos facilita un modelo de la realidad? Ya en el 350 a.C. Aristóteles se enfrentó con este dilema, prefiriendo la idea de un infinito potencial. Para el pensador griego, todos los procesos naturales son finitos, pero resulta muy conveniente considerar la infinitud -aunque no sea factual- para dar una explicación de lo real.
Por supuesto, hay muchos infinitos en el mundo de las ideas. Pero hay dos dominios de la ciencia actual en los que el infinito juega un papel crucial. El primero de ellos es el de las matemáticas. El infinito matemático parece inherente a la mera noción de número: siempre se puede pensar en un número natural mayor que uno dado, lo que nos lleva de manera directa a una sucesión infinita. Pero el infinito existe en todas las ramas de las matemáticas, incluso hay diferentes categorías de infinitos. El alemán George Cantor, creador de la teoría de conjuntos, imaginó los números transfinitos para señalar las diferencias que existen entre el infinito de los números naturales (1,2,3...) y el de los números reales, es decir, el continuo de números racionales e irracionales en una recta.
Pero que el infinito sea ubicuo en el mundo abstracto de las matemáticas no significa que exista en el mundo real, de la misma manera que es dudoso que un número, en abstracto, exista en la realidad: existen dos manzanas o dos casas, pero el concepto dos es una abstracción matemática.
El infinito también se encuentra en muchas ramas de la física. Lo infinitamente grande surgió en las cosmologías en los siglos XVII y XVIII y lo infinitamente pequeño ganó gran auge a partir del XVII con el desarrollo del cálculo diferencial de Newton y Leibniz, que tan gran impacto tuvo en la formulación de las leyes de la física. Pero es en el siglo XX cuando el infinito adquiere gran preponderancia tanto en la física fundamental como en la cosmología. En particular, en la física relativista de Einstein que tiene su campo de acción en el espacio-tiempo, generalización de nuestras nociones intuitivas de espacio y de tiempo.
El espacio-tiempo tiene una geometría que está dictada por la presencia de la materia, pero que sigue siendo una geometría continua, como la del espacio newtoniano. Es decir, se pueden considerar longitudes e intervalos de tiempo arbitrariamente pequeños, tan próximos a cero como queramos. Pero tal continuidad conduce a numerosas paradojas, como aquéllas enunciadas por Zenón de Elea, la más famosa de las cuales es la de Aquiles y la tortuga. Para soslayar estas paradojas, los físicos argumentan que, en la realidad, en una longitud finita del espacio tan sólo caben un número finito de objetos y, de manera similar, en una porción de espacio-tiempo tan sólo entra un número finito de sucesos.
Esta diferencia entre el punto matemático, de dimensión nula, y el punto físico, de dimensión finita, es la que está en el origen de las incómodas singularidades que surgen en los agujeros negros (donde la densidad de materia se hace infinita) o en el mismísimo big bang. Resulta, pues, muy tentador pensar en un espacio-tiempo que no sea perfectamente continuo, sino constituido por pequeños grumos de dimensión no-nula. Sin embargo, las dificultades matemáticas y conceptuales para describir rigurosamente este espacio-tiempo discreto son monumentales y mantienen muy ocupados a muchos físicos que, repartidos por todo el mundo, tratan de formalizar una gravitación cuántica.
Sin duda, es la cosmología el campo de la física que mejor ha asimilado el concepto de infinito. Al identificar el universo con el espacio, como receptáculo en el que existen y evolucionan todos los objetos, Newton nos permitió saltar al infinito desde el universo limitado, compuesto por un pequeño número de sucesivas esferas u otros cuerpos geométricos, tal y como había sido imaginado por Kepler y por muchos otros pensadores anteriores. También el tiempo parecía poder prolongarse de manera infinita hacia el pasado y el futuro. Más recientemente, la relatividad general y las observaciones astronómicas nos ofrecen una descripción mucho más precisa en la que el tiempo tiene un origen en el big bang y el espacio-tiempo, al estar curvado por la presencia de materia, ya no posee una geometría euclidiana. En los modelos de universo que resultan como soluciones a las ecuaciones de la relatividad general, las dos posibilidades de universo, finito e infinito -tanto en el espacio como en el tiempo hacia el futuro- parecen igualmente plausibles.
En el caso de un universo finito, al tratarse de un espacio curvado, ya no es preciso que tenga límites. Y es que lo ilimitado no tiene por qué ser infinito. El secreto está en considerar las cuatro dimensiones del espacio-tiempo, lo que es imposible de imaginar intuitivamente. Para hacernos una idea, sí que podemos imaginar un espacio de dos dimensiones curvado sobre una tercera, por ejemplo, la superficie de una esfera. Los habitantes de dos dimensiones viviendo en la superficie de la esfera, sin poder acceder a la tercera dimensión, nunca encontrarían los límites de su universo aunque recorriesen la superficie esférica repetida y obstinadamente. Sí que podrían apercibirse de que podían pasar varias veces por el mismo sitio y estarían entonces en condiciones de concluir que viven en un universo ilimitado, pero finito.
De una manera un tanto similar a esos seres bidimensionales que, viajando siempre en la misma dirección, tratarían de reconocer si vuelven a pasar por el mismo lugar, hay astrónomos que buscan en el firmamento patrones de repetición que podrían apoyar el concepto de un universo sin fronteras, ilimitado aunque finito; pero todavía no se ha encontrado ningún indicio observacional que confirme tal idea.
Lo cierto es que el universo infinito y el futuro infinito siguen constituyendo una solución plausible de las ecuaciones de la cosmología, que las observaciones no permiten descartarla y, en resumidas cuentas, que la física actual no permite discernir sobre la finitud o infinitud de nuestro mundo. En otras palabras, nada impide hoy por hoy que la infinitud sea una auténtica realidad física. Shakespeare pensaba que "el hombre podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirse rey de un espacio infinito". Y es que resulta paradójico que el ser humano encerrado en su limitado y finito planeta -planeta emplazado por la ciencia en un lugar modestísimo del universo- tenga esta inclinación a especular y a soñar con el infinito, incluso a perseguir pruebas para poder considerarlo como una entidad física real.
Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.