Realidad y mentira

Por Kepa Aulestia (LA VANGUARDIA, 03/10/06):

La forma concreta que la confrontación derecha-izquierda ha adoptado en los últimos años en España aparece como un compendio de viejas y nuevas tensiones, como una formulación sincrética de evocaciones del pasado y respuestas que pretenden dibujar el futuro. La memoria partidaria, la pugna ideológica entre el dogma y la laicidad, la defensa de una manera u otra de concebir la familia o diferencias propias de la guerra fría se entremezclan con las contradicciones a que da lugar un mundo con una superpotencia, la búsqueda de nuevos paradigmas en la referencia a las civilizaciones o la maduración de los derechos de cuarta generación en los países desarrollados. La izquierda y la derecha coinciden en su paradójica actitud a la hora de enfrentarse ideológicamente. Cada una da por sentado que la sociedad demanda lo que ella ofrece; que es la otra la que está trasnochada. Y, al mismo tiempo, ambas se reivindican fieles a sus respectivas tradiciones. Pero no sólo coinciden en eso: coinciden también en un esfuerzo compartido por reducir a la mínima expresión el interés común, por achicar el espacio siempre evanescente del centro.

Negándose mutuamente y sin contemplaciones, izquierda y derecha tratan de compartimentar a una parte de la sociedad para que se muestre refractaria al reclamo de la opción adversaria. Los últimos mensajes del presidente Rodríguez Zapatero, sugiriendo la existencia de una derecha moderada que se hallaría cautiva del extremismo, no son más que una variante táctica del implacable ánimo con el que intenta colocar las aspiraciones del Partido Popular lejos de los escenarios probables. En la disputa partidaria cada cual describe al adversario con los trazos que más le convienen, eligiendo el perfil más alejado del propio. La radical oposición protagonizada por los herederos de Aznar contra el actual Gobierno socialista facilita que éste administre la agenda política con iniciativas que en fondo y forma impiden el acercamiento de los populares. De igual manera que la descalificación del Gobierno e incluso la deslegitimación de la victoria socialista el 14 de marzo del 2004 sirven para que la distancia se vuelva abismal. Se trata de un comportamiento instintivo que cuaja como estrategia en la misma medida en que ofrece resultados.

Aún es pronto para identificar los efectos que esta forma de confrontación puede deparar al futuro de la democracia española. Entre otras razones porque hay una realidad tozuda que continúa advirtiendo sobre la necesidad de una mayor cordura; de una mayor honestidad a la hora de reconocer en las palabras y la conducta del otro aquello que pudiera ser razonable. Puede resultar hasta obsceno que el ministro del Interior del país cuyo territorio atraviesan muchos de los inmigrantes que entran irregularmente en España clame contra la política de Rodríguez Zapatero en la materia. Pero es significativo que, tras meses de mostrarse de brazos abiertos, el Gobierno de éste señale las repatriaciones como el canal a través del cual los europeos han de hacer llegar el mensaje de que esto no es jauja a los países origen de esa inmigración. Lo que está ocurriendo tanto en Afganistán como en Iraq pone en cuestión la utilidad de las formas convencionales de guerra y, desde luego, de la guerra preventiva en el combate del terrorismo. Tanto que la rectificación total o parcial de la estrategia emprendida sólo sería posible mediante la corresponsabilización de aquellos gobiernos que se han mostrado más críticos con la política de Bush. La ampliación del alcance de los derechos civiles por parte de Rodríguez Zapatero, que los socialistas describen como una conquista irreversible, dificulta sobremanera la alternativa popular en la materia. Pero, al mismo tiempo, es posible que con sus iniciativas legislativas la izquierda haya agotado buena parte de su oferta programática para muchos años.

Pero junto a la sabia compañía que brinda la realidad de las grandes corrientes de fondo en una sociedad informada, existe también esa otra realidad que van conformando las mentiras reiteradas o las medias verdades.

Una parte de la opinión pública española está convencida de que el régimen iraquí poseía armas de destrucción masiva, de que los atentados del 11-M los perpetró ETA utilizando a un grupo de salafistas como brazo ejecutor, de que Rodríguez Zapatero quiere desmembrar España para perpetuarse gobernando sobre sus restos o que el Ejecutivo socialista ha pactado con ETA la rendición del Estado de derecho. Si las cosas continúan así, no es difícil imaginar por dónde irá el mensaje bronco de los socialistas advirtiendo sobre el auge de la extrema derecha, anunciando la involución democrática, el golpe de mano al Estado de las autonomías, la amenaza de políticas regresivas en materia de derechos sociales, la sumisión al dictado norteamericano o al integrismo de los más papistas que el Papa. La pugna entre la sensatez a la que invita la realidad y el descubrimiento del inmenso caudal de beneficios partidarios que cada cual puede procurarse mediante la mentira se presenta demasiado igualada como para aventurar un pronóstico sobre el futuro de la dialéctica izquierda-derecha en España. La disputa maniquea se está prolongando demasiado como para pensar que el resultado de unos comicios, las deliberaciones de un Congreso o el peso de los acontecimientos inmediatos puedan orillar la inquina partidista. Sobre todo porque ésta ha llegado al punto de poner en cuestión no sólo la interpretación de los hechos, sino los hechos mismos.