Realismo en la política exterior

En política exterior, crear una cierta tensión y luego negociar la solución es normal y, a corto plazo, políticamente rentable. Pero la rentabilidad es solo cara a la propia opinión pública, pero no engaña al buen político: cuando el jefe del gobierno francés Daladier volvió a Paris tras el pacto de Múnich, le asustó el griterío de la gente al recibirle, pero su jefe de Gabinete le tranquilizó: eran gritos de felicitación, a lo cual Daladier suspiró «¡Qué imbéciles!». En Múnich acababa de demostrarse el principio de que de los aliados puedes esperar todo, pero nunca confiar en ellos.

EEUU está viviendo momentos difíciles en política exterior tras el caos que provocó Trump, y no es que a los ciudadanos americanos les importe mucho la política exterior, salvo cuando les afecta personalmente, pero cara al exterior, la sensación que Washington está dando ante aliados y competidores (China y Rusia, principalmente), es difícilmente soportable para un país que pretende ser un pilar del nuevo escenario internacional.

Tras la estampida de Afganistán, Biden necesita (y es comprensible) enderezar su maltrecha imagen y para ello nada mejor que un pulso con China o Rusia. En este caso, la actitud de Rusia hacia Ucrania le ha dado un motivo más que válido para mostrar los colmillos. Pero sólo mostrarlos, no morder.

Moscú siempre ha recriminado a los occidentales que no cumpliesen el acuerdo alcanzado en 1989/90 de no ampliar la OTAN a las fronteras de Rusia a cambio de que ésta retirase sus ejércitos del este de Europa. Para Occidente nunca hubo tal acuerdo, pero sí ha explotado la debilidad del Kremlin desde 1989, lo cual, aunque es una estrategia normal en la siempre despiadada política exterior, hay casos en los que es más provechoso a largo plazo no aprovecharse demasiado de la flaqueza del contrincante. Por ejemplo, tras las guerras napoleónicas, los aliados en el Congreso de Viena de 1813/14 (Austria, Prusia, Rusia y el Reino Unido) prefirieron no humillar a Francia anteponiendo la tranquilidad del Continente y admitieron al vencido como una de las potencias que gobernarían Europa. El resultado fue un siglo sin guerra mayor en el continente. Cierto que hoy no tenemos ministros como Talleyrand, Metternich o Castlereagh, pero cabe la esperanza de que los actuales sepan comprender y utilizar la Historia, lo cual ya será todo un éxito. Porque para juzgar y decidir sobre una cuestión, conocer la Historia, los protagonistas y la realidad del momento, es esencial. No se evitan todos los errores, pero sí bastantes.

Rusia nunca aceptó perder su Imperio. En 1918, tras la paz de Brest-Litovsk, Moscú tuvo que conceder la independencia a Finlandia, los países bálticos y Ucrania esencialmente. Pero en cuanto el régimen bolchevique se consolidó, inició la recuperación del Imperio. El Kremlin cumplió una nota esencial de las verdaderas potencias del escenario internacional: su política exterior no cambia, solo se adapta a las circunstancias. En 1939, cuando Stalin vio la oportunidad, continuó la recuperación del antiguo imperio de los zares. La situación desde el desmantelamiento de la URSS es la misma pues Putin quiere recuperar lo que históricamente considera suyo: de ahí el control sobre las repúblicas asiáticas exsoviéticas, sobre Bielorrusia y ahora sobre la parte de Ucrania habitada por rusos o rusoparlantes. Es una simple cuestión de conocer la Historia.

La ampliación hacia el Este de la OTAN hace temer al Kremlin un nuevo cinturón de seguridad como el establecido tras la Primera Guerra Mundial y Moscú reacciona como EEUU con los misiles de Cuba: Kennedy no toleró una amenaza a la puerta de su casa y Putin tampoco.

Washington, además de lo ya expuesto, debe demostrar que la OTAN tiene todavía una razón de ser, porque como demostró Tucídides al narrar la guerra del Peloponeso (s. V a.C.), sin enemigo y sin peligro, una alianza pierde su razón de ser y EEUU tiene que demostrar que Rusia es una amenaza real y la OTAN una necesidad. Y efectivamente Rusia puede ser una amenaza, pero dentro de ciertos límites. En política exterior un Estado que no es una amenaza potencial para alguien, no existe.

Estos límites afectan tanto a un campo como al otro. Rusia tiene un punto a favor el absoluto control del Kremlin sobre la opinión pública que en el caso de la política exterior no es por coerción, sino por convencimiento, pues si un ruso debe elegir entre pasar necesidades y tener un imperio o no tener necesidades y renunciar a su imperio, sin duda escogerá lo primero. La cruz de este panorama es que Rusia es en el fondo débil y sabe que cualquier error en Occidente será inmediata y despiadadamente utilizado por China, con quien solo le une la rivalidad con EEUU. Rusia llegará en Ucrania hasta el límite de la tolerancia de los occidentales. ¿Cuál es ese límite? De nuevo, la Historia: en 1938, Francia y el Reino Unido no estaban dispuestos a una guerra por Checoslovaquia. En 1953, los occidentales animaron a los obreros de Alemania Oriental a levantarse contra el régimen comunista; pero no les ayudaron. En 1956, los mismos occidentales se desgañitaron animando a Imre Nagy y su revolución en Budapest; pero tampoco se movieron. En 1968, siempre los mismos, se desgarraron las vestiduras indignadas por el aplastamiento soviético de la Primavera de Praga; pero ahí quedó la cosa. En 1981, el general Jaruzelki, fiel del líder soviético Breznev, impuso la ley marcial en Polonia y encarceló a todos los dirigentes del sindicato independiente Solidaridad, pero tras las consabidas protestas occidentales, no pasó más. Es muy difícil justificar una guerra por defender a un tercero: el Reino Unido tuvo que esperar a que Japón atacase a EEUU para que Washington entrara en la guerra.

Además, EEUU no está muy seguro de la incondicional fidelidad de sus aliados, toda vez que acaba de dejarles abandonados con su esperpéntica salida de Afganistán, error gravísimo, pues, como escribió el canciller Bismarck, «en política interior algunas veces se pagan los errores y otras no; en política exterior siempre se pagan».

Añádase que los europeos tienen mucho más que perder en un conflicto con Rusia que EEUU. La dependencia energética, las relaciones financieras, el comercio, y sobre todo la seguridad están mucho más comprometidas en Europa que en América. Finalmente, la democracia occidental tiene una dificultad que Moscú no conoce: la opinión pública. ¿Están seguros los gobiernos europeos que la opinión pública les apoyaría en un conflicto con Rusia? ¿Está segura la U.E. de que Hungría, Bulgaria, Polonia, los Estados Bálticos o Rumanía apoyarían la guerra, conscientes de que la primera bomba les cae a ellos y que, llegado el momento, la paz se hará sin contar con ellos?

Rusia quiere seguridad, pero no puede arriesgarse a un conflicto general salvo que no le dejen otro remedio. Si no fuerza demasiado la flexibilidad de Washington, Moscú puede encontrar un aliado en Europa a favor del acuerdo, es decir, lo que los occidentales llamarán una invasión y los rusos una recuperación del territorio nacional. Repetición de la anexión de Crimea. Sería un escenario sin vencedores ni vencidos: Moscú podrá decir que ha conseguido lo que quería, y Washington y los occidentales regocijarse de haber evitado una guerra y haber limitado las ambiciones de Moscú. Tras las amenazas y las acusaciones, las intimidaciones y la agresividad, ambas partes saben que la única solución es el diálogo. Nadie quiere ni puede permitirse una guerra. EEUU obtendrá su compensación y tras la obligada indignación, business as usual, porque las normas de la política exterior garantizan que no lloverán bombas ni desde, ni hacia Occidente. No hay invasión: Moscú ha socorrido a los rusos de las repúblicas independizadas, como en la época soviética lo hizo en Budapest, Praga y Kabúl, con los partidos hermanos.

Ucrania será la víctima, por olvidar un principio esencial de política exterior: cuando se es débil, no se alza la voz.

Miguel Ángel Vecino es historiador.

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