Realismo para recuperar la confianza

La nueva Comisión Europea ha tomado posesión y comienza una nueva legislatura condicionada por la herencia de los 10 años de José Manuel Durão Barroso y los nueve de Angela Merkel, un tiempo en el que la fracasada austeridad renunciando a cualquier impulso monetario ha sido la única receta permitida. Mientras, los Estados Unidos, a pesar de las limitaciones de su modelo socioeconómico, han demostrado que existía una alternativa.

En este contexto, ¿cuáles deberían ser los principios básicos para una alternativa de política económica progresista orientada hacia el crecimiento?

Las dificultades de Gobiernos como el francés y el italiano muestran la rigidez del esquema de política económica impuesto desde Berlín, a pesar incluso de que desde 2013 existe una gran coalición con el SPD. Vivimos tiempos en los que los partidos socialistas y socialdemócratas se juegan su futuro. Tiempos en los que el crecimiento de la desigualdad exige respuestas y propuestas contundentes, creíbles y alejadas de todo populismo.

La izquierda debe adaptar con realismo su doctrina a la realidad actual, condicionada por la creciente competencia en un mundo globalizado; el progreso técnico que acelera la obsolescencia de muchos empleos y cualificaciones; y el temor de gran parte de la sociedad a que la siguiente generación no disfrute de los niveles de vida previos. Sus propuestas deben tener un componente de reequilibrio generacional porque los jóvenes, excluidos del mercado de trabajo y del Estado de bienestar, creen, con fundamento, que el sistema prima a los de más edad. Los mayores deben comprender que mejorar las oportunidades de los más jóvenes exige un esfuerzo por parte de todos.

El reto al que se enfrenta la izquierda europea no sólo consiste en ofrecer una alternativa de política económica que conduzca al crecimiento. También debe recuperar la confianza en el proyecto europeo y en la democracia representativa, ambos amenazados por el populismo, el nacionalismo, la corrupción y el déficit de legitimidad democrática. Ello exige no sólo cambios en la ruta trazada desde Bruselas y Berlín, sino también más realismo en las propuestas y actitudes de los progresistas en los diferentes Estados miembros.

Jean-Marie Colombani cree que el retraso de adaptación de la izquierda francesa a la realidad es la causa de sus problemas. Ese realismo exige explicar que redistribuir la riqueza para garantizar la igualdad de oportunidades y la justicia social requiere dos premisas.

La primera es que haya riqueza, promoviendo políticas que garanticen el crecimiento y la sostenibilidad, para poder redistribuirla mediante un sistema fiscal progresivo y un Estado eficiente y transparente. Sin crecimiento no es posible la justicia social, como sostiene Manuel Valls. La experiencia demuestra que a medida que las sociedades democráticas maduran, regulan mejor los mercados, invierten más en conocimiento y cualificaciones, y se hacen más equitativas, la predistribución cobra fuerza garantizando altas cotas de igualdad y bienestar con menores porcentajes de gasto público. El gasto público no es un fin en sí mismo.

La segunda es no destinar recursos públicos a objetivos que no contribuyan a aumentar la renta, a redistribuirla o a mejorar la predistribución. Ello conduce directamente, como ha hecho Matteo Renzi, a la reflexión sobre el tamaño y composición del sector público y la estructura del mapa territorial en todos sus niveles: europeo, nacional, autonómico y local. En España, por ejemplo, este examen debería no sólo aclarar el reparto competencial para evitar duplicidades sino también reconsiderar bajo qué criterios demográficos o geográficos —como la extensión o el número de provincias— tiene sentido la existencia de municipios o comunidades autónomas. También, sobre cómo se asumen fiscalmente con corresponsabilidad y transparencia (accountability), desde cada nivel administrativo, las decisiones que impliquen gasto público destinado a fines ajenos a esos dos objetivos principales. En definitiva, que cada cual asuma el coste de lo que no incide en el aumento de la renta ni en su redistribución y se lo explique a sus contribuyentes-votantes. Hay buenos ejemplos, como los consejos consultivos de algunas comunidades, o el difícil debate sobre la supresión de las diputaciones provinciales debido a los intereses que alimentan su supervivencia. Dar prioridad absoluta al gasto público destinado al crecimiento y a la justicia social exige reformar la Administración eliminando gastos inútiles.

El crecimiento compatible con la sostenibilidad social y del Estado de bienestar implica priorizar la inversión pública en educación, innovación, sostenibilidad energética, cultura, cualificaciones del futuro y calidad institucional, para garantizar la igualdad de oportunidades y primar el mérito y capacidad frente al clientelismo. Invertir en futuro y no en conceptos e instituciones obsoletas. Un crecimiento sustentado en la mejora de la productividad y de la competitividad de las empresas y de los sectores abiertos al comercio y a la exportación, que permita que aumenten sus salarios y los del resto de la economía. Los países más justos y prósperos del mundo lo son gracias a la eficiencia y modernidad de sus empresas y de su sector público.

Sobre el mal de nuestros días, la desigualdad, Thomas Piketty ha argumentado que en las economías de mercado existe una tendencia empíricamente verificable a la acumulación de capital en un porcentaje muy pequeño de la sociedad. Sin embargo, Daron Acemoglu y James Robinson, en su reacción a Piketty publicada este verano, han puesto en evidencia que las variables que realmente condicionan el desarrollo tecnológico, el funcionamiento de los mercados y la distribución de recursos en nuestras sociedades son la política y las instituciones económicas. Dos trabajos que se complementan y que demuestran que la ausencia de calidad institucional alimenta la desigualdad, como lleva décadas defendiendo Joseph Stiglitz, y que hay que gravar fiscalmente la riqueza.

Hasta The Economist ha reconocido que Alemania debería aprovechar el margen fiscal disponible para contribuir al crecimiento y a mejorar las paupérrimas expectativas de crecimiento de la eurozona. Aunque, como sostiene el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel, esas medidas expansivas no reducirían la necesidad de reformar y mejorar la competitividad de las economías francesa e italiana; o española, añadimos nosotros. Es insostenible reformar sin acompañar los cambios con inversiones y con políticas de demanda que contribuyan a mejorar la economía real —a crecer— y aumentar la confianza en las instituciones. Porque reformar no es desregular; reformar es transformar para mejorar la competitividad y lograr mejores empleos y salarios (good jobs), empleo de calidad, algo imposible de lograr sin inversión.

Una izquierda realista debe explicar que el problema no es tanto el gasto público como su composición. Y debe lograr que la sociedad comprenda que la mejor manera de destruir el Estado de bienestar es financiarlo con déficit. La política fiscal debe ser anticíclica, y desde luego más flexible que lo que se ha pretendido en los últimos años. Para crecer y seguir progresando es necesario que Alemania reactive su demanda y que la Unión Europea ponga en marcha un gran programa de crecimiento que oriente la inversión hacia las infraestructuras paneuropeas necesarias para el siglo XXI, las nuevas cualificaciones y el talento del futuro, y no hacia la financiación de la deuda y las políticas propias de los viejos tiempos.

Juan Moscoso del Prado es portavoz de Economía del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados y Matt Browne es Senior Fellow del Center for American Policy (CAP).

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