Realismo trágico

Las vivencias de las víctimas del terrorismo son un material difícilmente convertible, de puro frágil, en motivo literario. Parece, sin embargo, que algo está cambiando en nuestros días. Uno lee Los peces de la amargura, el reciente libro de relatos de Fernando Aramburu, y asiste conmovido, y hasta conmocionado, a la paciente transfiguración literaria -que es, sí, literaria, pero tiene, en el fondo, poco de transfiguración- de una realidad que al instante reconoce como algo insoportablemente cercano. Son muchos los lectores que dicen haber tardado días y semanas en abrir el libro, después de haberlo comprado. El temor tal vez a una eventual distorsión del paisaje inconfundiblemente doméstico o, con mayor probabilidad, el presumible encontronazo, a todas luces inusual, con el tratamiento narrativo de las consecuencias del terrorismo surgido de las entrañas del País Vasco pueden estar en la raíz de esas reservas previas. De hecho, no había en principio razón para no ser cautos, e incluso recelosos, ante un libro que aborda de entrada y como núcleo de casi todos los relatos lo que la literatura vasca en su conjunto, no sólo la escrita en lengua vasca, ha ido -salvo excepciones parciales- postergando, a la espera quizá de tiempos más propicios: la experiencia de las víctimas tanto del zarpazo etarra como de la complicidad con el crimen de poblaciones que se han entregado a veces enteras a la disciplina de la banda y de la ideología que la sustenta.

Si quedaba alguna duda antes de iniciar la lectura, la atmósfera que recrea el libro desde sus primeras líneas la disipa enseguida. En contraste con los no pocos ensayos de introspección psicológica en la trayectoria vital de quienes una vez se enrolaron (o a punto estuvieron de hacerlo) en el proyecto militar de la banda, Fernando Aramburu traza el retrato íntimo de víctimas directas e indirectas, de personas amenazadas, en ocasiones habitantes de pueblos gobernados por el terror, donde la vida, para los perseguidos, se convierte en un bregar continuo por la libertad y la integridad propias en las condiciones más hostiles que cabe imaginar. Desde quienes fueron declarados objetivos prioritarios de los terroristas hasta las víctimas que simplemente pasaban por allí en el momento menos indicado, ante los ojos del lector van desfilando diversos ejemplos, que sólo la convención artística enmascara de ficción, de la destrucción delirante que han sembrado decenios de actividad terrorista.

Causa extrañeza, no cabe duda, ver convertido en un trasiego de personajes y situaciones literarias lo que ha sido y es la historia cotidiana de numerosos ciudadanos, siempre demasiados, de este país. Éste era, precisamente, uno de los grandes riesgos a los que se enfrentaba el escritor y que ha resuelto, creo yo, con impecable maestría. Su atención se ha centrado en gran medida en la colección de gestos y padecimientos periódicos que caracteriza la subsistencia de quienes viven en medio de las redes sociales creadas por la estrategia del terror sin querer plegarse a ellas. La consecuencia de su heroica actitud se deja sentir casi físicamente en el libro: la defensa de la dignidad frente a la imposición totalitaria se paga con la vida, por supuesto, pero antes con una existencia absolutamente precarizada que se debate entre las dos únicas opciones que le brinda la comunidad: la asfixia diaria o el destierro. Por su proximidad al original, las semblanzas de los familiares de criminales, con toda su carga de obscena crueldad y su odio aprendido hacia personas que ni siquiera conocen, resultan tan imborrables como sus infames modelos reales.

El fresco que resulta del libro es un catálogo no completo, pero sí representativo, de los estragos causados por el terrorismo; de los estragos individuales, plasmados en la historia trágica de cada personaje, pero también de los colectivos, porque, a fin de cuentas, en el fuego terrorista se reavivan las cenizas de una sociedad en franca degeneración, donde todo referente o valor ético ha sido sepultado bajo la coartada nacionalista, y en la que los comportamientos más abyectos adquieren label político y justificación identitaria.

Fernando Aramburu, con tanta experiencia alemana como vasca a sus espaldas, algo sabe del sentimiento de culpa colectiva, que puede llegar a traspasar varias generaciones y alcanzar a aquellas que no son responsables de los hechos del pasado. Se trata de un sentimiento de culpa que no figura entre los vicios de la sociedad vasca, no al menos de la actual, sobre todo de aquella parte que debería sentirse concernida por los años de barbarie bajo una determinada bandera. "Después de las llamas", el relato o pieza teatral que cierra el libro, cuenta la historia de un hombre de edad, ahora hospitalizado, que ha sufrido quemaduras en las piernas como consecuencia de la deflagración de un cóctel molotov no dirigido en principio contra él y que ahora espera, como quien espera a Godot o a los tártaros, la visita de rigor del lehendakari. Dentro del hospital coincide en la habitación con un hombre aquejado de cáncer que es testigo de todas sus conversaciones familiares. Al final, el hombre enfermo le revela que es padre de un hijo que participa en actos de violencia callejera y le pide por ello perdón. Parece evidente que, sin ese reconocimiento expreso de la culpa, una gran parte de la sociedad vasca no podrá sacudirse -ni siquiera después de las llamas- el peso de tantos años de indecente pasividad, cuando no connivencia manifiesta, ante un fenómeno de largo aliento criminal en el que las víctimas han sido propias y ajenas, pero donde los verdugos siempre han sido propios.

Además de elevar la altura moral de nuestra literatura contemporánea, con Los peces de la amargura Fernando Aramburu inaugura prácticamente un método literario, el del realismo trágico. Hace unas décadas, al definir el realismo mágico o "lo real maravilloso", como lo llamó primeramente Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez consideraba que aquella era la única forma de trasladar fielmente a la escritura la realidad latinoamericana. Desde ese punto de vista, lo mágico y, de paso, lo barroco eran lo que en su obra hacía real (o verosímil) la narración. El realismo de Aramburu está, por el contrario, despojado de toda tentación de barroquismo o, digamos, excesiva verbosidad. La contención de su escritura es casi la palabra transparente que Roland Barthes identificaba en Albert Camus. No necesita más: no necesita subrayar el efecto dramático de algo que siempre va a ser trágicamente superior, aunque igual de innoble. De hecho, trata de hacer todo lo contrario, no deja que el artificio, por comedido que sea, pueda alterar la traumática realidad que evoca. Y, así, la tragedia arraiga como en terreno abonado dentro de un libro que retrata con precisión fotográfica y emocional el espantoso infierno cotidiano en que los terroristas y sus secuaces han convertido durante años la vida de miles de ciudadanos de este país.

Iván Igartua, escritor.