Rebelión, violación y violencia

La reacción social que ha provocado la sentencia de «La Manada» ha hecho que el ministro de Justicia, pese a sostener que el defecto no está en la Ley sino en el fallo judicial de la Audiencia Provincial de Navarra, se haya dado prisa en encargar una reforma del Código Penal a la Comisión General de Codificación. Según palabras salidas de este colegiado órgano asesor, en el que ya ha surgido el disenso, los retoques que necesita ese texto son pocos, «cosillas de detalle», «ajustes verbales para que no haya equívocos»… El equívoco principal, sin embargo, no es únicamente verbal sino conceptual. El equívoco nada desdeñable viene de que el actual Código Penal sólo contempla el delito de agresión sexual cuando va acompañado del componente de la violencia. El gran equívoco, en fin, reside en que no se especifica con la debida claridad qué es lo que se entiende por «violencia»; si sólo se considera ésta cuando se manifiesta de manera física y no cuando lo hace en modo de amenaza, intimidación, amago, acorralamiento o advertencia tácita a la víctima de que será golpeada si opone alguna resistencia. ¿Es casualidad que esta imprecisión del Código Penal en lo que toca a la figura de la violación guarde un evidente paralelismo, una llamativa coincidencia, un asombroso parecido con la fórmula retórica en la que ese mismo texto contempla el delito de rebelión contra el orden constitucional, que ha sido y aún es tema de debate en el contexto del desafío secesionista catalán?

Rebelión, violación y violenciaSí. También ahí nos topamos curiosamente con la equívoca premisa de que la rebelión, para ser considerada penalmente como tal, debe ir acompañada de violencia. También aquí nos enzarzamos en la bizantina discusión de qué es violencia y qué no lo es. También en este caso la dichosa y borrosa invocación a la violencia abre, en la tipificación del delito, una fisura que no ha pasado desapercibida para el Tribunal de Schleswig-Holstein y por la que los acusados están tratando de escabullirse desde el primer día alegando exactamente el mismo y no otro argumento que «La Manada»: que en ningún momento usaron la fuerza física en relación con los hechos de los que se les acusa.

¿Es una mera casualidad que en ambos casos nos topemos, en nuestro reglamento penal, con el mismo fantasma, con el mismo obstáculo, con el mismo término y el mismo concepto –el de la violencia– con el que se pretende cuestionar tanto la acusación de rebelión como la de violación? ¿No será que hay un criterio previo, laxo y armado teóricamente, una filosofía jurídica de la indulgencia detrás de la formulación de ambos delitos y de sus penas? ¿No será que hay una concepción ultragarantista del Derecho procesal, que es precisamente la que ha dictado esos artículos en el Código Penal? ¿No será que quienes en su día legislaron en las Cortes y quienes ahora juzgaron, con esa legislación, a los miembros de «La Manada» simplemente se dejaron guiar por lo que entendían como una pura coherencia doctrinal, por la benevolencia que –creían– les imponía el espíritu de nuestro tiempo y, en definitiva, por la deductiva lógica de que «si somos ultragarantistas, lo somos para todo», o sea para juzgar tanto a quien se alza contra el ordenamiento legal en nombre de Cataluña como para el que viola sin encomendarse a ninguna patria chica?

Lo que quizá no sabían ni aquellos legisladores ni estos jueces, con sus cabezas lógicas aunque acomodaticias a las consignas buenistas de la corrección política, es que para el populismo antisistema –y el feminismo radical que forma parte de éste– la generosidad ultragarantista no es un principio general sino una regla particular que debe aplicarse a discreción y sólo a quienes desafían a la democracia desde el radicalismo izquierdista o secesionista, pero no sobre aquellos delitos cuya condena constituye parte de su discurso, como los «de carácter sexual» y los llamados «de violencia de género». Los jueces de «La Manada», en resumen, no sólo hoy están penando socialmente por una sentencia injusta, sino por «no estar al loro» de las injusticias que podrían permitirse en sus sentencias y que serían bien acogidas por la peña populista.

En una cabeza no contaminada de populismo, la sentencia de «La Manada» debe inspirar indignación, como también debe inspirarla en su justa proporción la impunidad que pretenden los actores del «procés» catalán que han desobedecido e incitado a la población a la desobediencia de las sentencias del TC. Como debe inspirar indignación asimismo la «tarifa plana» para matar en nombre de ETA que durante décadas facilitó ese Código Penal hoy cuestionado en dos direcciones opuestas y contradictorias: la de quienes consideran benigna la condena de 9 años para los miembros de «La Manada» y la de quienes quieren derogar la prisión permanente revisable para el asesinato en serie, que, paradójicamente, son los mismos.

Nuestra legislación penal merece, en efecto, una reforma a fondo en la que prime el criterio de proporcionalidad. Al margen del populismo, que lo que busca es la descalificación del sistema judicial, resulta obvio que, en lo tocante a delitos sexuales, se ha producido en los últimos años una concienciación de la opinión pública, que ya no traga con sentencias sexistas como las que exoneraban al violador porque la víctima llevaba minifalda, ni traga tampoco con las vaguedades verbales y conceptuales que aún pueden beneficiar a éste. Una «violación sin violencia» sería un oxímoron como «una violación con violencia» es un pleonasmo pues ambas palabras tienen el mismo origen etimológico en el término «vis», que en latín significa «fuerza» y del que derivan el sustantivo «violentia» y el verbo «violare». Sin necesidad de redundancias, una rebelión que utiliza la legítima fuerza institucional de una modo ilegítimo, esto es contra la legalidad constitucional, es intrínsecamente violenta. No existe el «golpismo pacifista». Y no hace falta que el golpista saque un hacha para serlo o para que su acto sea considerado violento. Su violencia reside en el mero uso de las instituciones y de la fuerza intrínseca que poseen éstas como arma contra el Estado del que son parte.

En estos días el juez Llarena, en su pulso con la Justicia alemana, se agarra al delito de sedición, que no requiere de la violencia para ser tal. Sin embargo, esa violencia ha existido en el desafío independentista catalán y no se ha limitado a las manifestaciones, los cercos o los asedios a representantes de la legalidad democrática ni a la incitación a esos desórdenes públicos por parte de los líderes del secesionismo. El primer signo irrefutable de violencia ha sido la propia utilización intimidatoria que se ha hecho de la Generalitat y sus instituciones, desde la TV3 pública a los Mossos d’Esquadra, para la intentona golpista. La Generalitat ha sido «el arma del crimen» empleada contra el régimen constitucional del 78. En una democracia, el ciudadano encomienda la administración de la violencia al Estado, pero éste debe responder ante él del modo legítimo y correcto en que administre y haga uso de esa responsabilidad. ¿Qué mayor violencia cabe que quienes controlan una institución estatal, como es la autonomía, con todos sus recursos, incluidos los policiales, la usen contra el propio Estado y la ciudadanía como un arma de intimidación superior a cualquier otra? Dicho de otra modo, ¿qué es la pistolita de Tejero al lado del hemiciclo entero del Parlament que los secesionistas han convertido en un búnker para violentar a la democracia española?

Iñaki Ezkerra, escritor.

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