Rechazar la tentación tecnocrática

Las reacciones irracionales y excesivas ante esta crisis, desde 2008, han sido peores que la recesión económica. La dimisión simultánea de toda la clase política, en Grecia y en Italia, no es más que el síntoma de una amenaza seria que pende a la vez sobre nuestras economías, nuestra democracia y nuestra Europa. Ya es hora de recuperar el sentido y de proponer análisis que sean razonables y aplicables al mismo tiempo, a la medida de la crisis: ni reacción excesiva, ni dimisión, sino una vuelta al sentido común.

Recordemos en primer lugar que la crisis financiera de 2008, que se originó en Estados Unidos, era grave pero no mortal y, en cualquier caso, de una intensidad inferior a lo que el mundo había conocido en 1930 y en 1974. La recesión solo dura y solo se agrava a causa de los remedios desproporcionados que se aplicaron desde 2008, a iniciativa del Gobierno de Estados Unidos: una reactivación por medio del gasto público que los europeos siguieron, sin duda por pereza de espíritu. Esta reactivación, nos aseguran los últimos keynesianos, nos habría evitado lo peor: ¡la recesión habría sido todavía más profunda si los Estados no se hubiesen gastado en ella el dinero de los contribuyentes! Nunca podremos demostrar la eficacia teórica de la reactivación, pero ante nuestros ojos tenemos la prueba innegable de que su precio ha superado los recursos disponibles tanto en Estados Unidos como en el sur de Europa.

Seamos sinceros: los déficits públicos no son solo la factura de la reactivación. Esta se suma a años de gestión laxista que nos llevan a cuestionar el funcionamiento de nuestras democracias. Estas viven a crédito, permanentemente, no para «estimular» la economía, sino para comprar los sufragios de los electores. La multiplicación de las promesas electorales y la creación de empleos públicos sin necesidad imperiosa es la que, año tras año, aumentan los déficits, independientemente de qué partido político esté en el poder. Lo que es peor, todas las elecciones conducen a una escalada del déficit. Y peor todavía, las prestaciones sociales de todo tipo, de las que disfrutan los europeos y que son la envidia de los estadounidenses, fueron concebidas en una época en la que la demografía era dinámica y el crecimiento era elevado. Por tanto, los políticos podían multiplicar las promesas porque la generación siguiente, más numerosa y más próspera, sería capaz de pagarlas. Como la tendencia demográfica y económica se ha invertido, el pago de la deuda se ha vuelto matemáticamente imposible, a menos que nos endeudemos todavía más a unos tipos de interés por las nubes.

En estas circunstancias, los dirigentes de los grandes partidos italianos y griegos han optado por desertar y recurrir a unos tecnócratas, lo que resulta especialmente inquietante en estos dos países que tienen una tradición de autoritarismo no tan antigua, el fascismo en Italia y la dictadura militar en Grecia. ¿Deberíamos preocuparnos también por la democracia española? Más allá del riesgo, todavía teórico, de una tentación autoritaria, observaremos que el recurrir a unos tecnócratas no resolverá nada: estos no disponen de un elixir mágico que haga desaparecer las deudas. Deberán actuar exactamente como lo haría un Gobierno democrático, reduciendo el gasto público con el fin de liberar la inversión privada, y volviendo a llevar la protección social a un nivel compatible con las limitaciones demográficas y los recursos disponibles. La única ventaja teórica del tecnócrata es que, como no ha sido elegido, puede permitirse ser impopular. Es un razonamiento extraño que descalificaría cualquier forma de democracia ya que, en principio, un Gobierno demócrata debería estar más legitimado que la tecnocracia para explicar primero, y para aplicar después, unas medidas indispensables para el bienestar colectivo.

¿Van a serenarse las calles griegas o italianas porque un tecnócrata en vez de un demócrata imponga, por ejemplo, un aumento de la edad de jubilación? La tecnocracia, sin la fuerza, será evidentemente rechazada: el «modelo chino», que es cada vez más popular en algunos círculos empresariales en Europa debido a sus éxitos económicos aparentes, no es ni la tecnocracia, ni el despotismo ilustrado, sino la tecnocracia apoyada por el Ejército y la Policía.

El buen camino para Europa no es restablecer el autoritarismo pasado, ni exótico, sino en modificar algunas reglas del juego de la democracia, con el fin de recuperar su eficacia. En otras palabras, es conveniente proteger a la clase política de la irresistible tentación de gastar para ganar las elecciones o para eternizarse en el poder. Esta inmunización contra el gasto exige una prohibición constitucional que debería ser general en la Unión Europea: un límite obligatorio del gasto público en proporción con la riqueza nacional. Nicolas Sarkozy retomó recientemente en Francia esta propuesta, que es diferente de la enmienda propuesta (en 1970, en Estados Unidos, por Milton Friedman) para aprobar un presupuesto necesariamente equilibrado, con el nombre de «regla de oro». Pero esta enmienda no es coherente porque bastaría con aumentar los impuestos para equilibrar un presupuesto. El tope del gasto público sería la verdadera limitación que salvaría a la economía y a la democracia. Como la situación de partida en Europa es variable, entre el 40 y el 52 por ciento de gasto público, la convergencia hacia un límite único debería ser progresiva y debería comenzar por una congelación del gasto el primer año. Objetaremos que esta norma constitucional vulneraría la libertad parlamentaria, la soberanía nacional, etcétera. Pero escuchamos las mismas protestas contra la creación del euro, que prohibió que los gobiernos acuñaran moneda sin límites. La creación del euro, recordémoslo, liberó a Europa de la peste de la inflación, que era un impuesto sobre los más pobres y los más ancianos. Posteriormente, el euro permitió desarrollar unas inversiones públicas y privadas considerables, gracias a unos tipos de interés más bajos que en la época de las monedas nacionales. La situación se ha invertido, no a causa del euro, sino a raíz de la transgresión de las normas presupuestarias que, sin embargo, estaban recogidas en los tratados europeos.

Se alzan por tanto numerosas voces, especialmente en Alemania, a favor de un Ministerio de Finanzas único para el conjunto de la eurozona. Todavía no hemos llegado a ese punto, o al menos, todavía: de nada sirve avanzar propuestas federalistas porque sabemos de antemano que las opiniones públicas nacionales no están dispuestas a ello. Más vale debatir soluciones aceptables; así podríamos restablecer las normas de buena gestión, comunes, no privando a los Estados miembros de su soberanía, sino instaurando una verdadera autoridad judicial europea que haría cumplir esas normas. Un tribunal económico europeo que velara por la transparencia de las cuentas públicas, por la adopción de enmiendas constitucionales en cada Estado para contener el gasto público y que pueda imponer fuertes sanciones a los infractores —aunque solo fuese denunciándolos— sería aceptable por parte de las opiniones públicas y sería compatible con la democracia y las soberanías nacionales.
El euro y Europa saldrían reforzados con ello, salvados, en realidad, por la congelación del gasto y por el tribunal económico. Estas propuestas sencillas salvan los dilemas actuales, tales como «democracia o tecnocracia» y «disolución de Europa o Federación inmediata». El fin de la crisis pasa, a mi parecer, por la imaginación institucional, que ha sido, desde su origen, el sello distintivo de la Unión Europea.

Por Guy Sorman, filósofo y ensayista.

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