Rechazo religioso de la violencia

Casiano Floristán es profesor emérito de Teología Práctica (EL PAIS, 25/08/05).

A causa de la naturaleza agresiva del ser humano y de la estructura injusta de la sociedad, el mundo está plagado de conflictos y violencias. A saber, la agresividad es tan innata en el ser humano como el hambre, el sexo y el miedo. Pero así como el conflicto tiene una cara positiva, como es la supervivencia, la violencia muestra, salvo excepciones, un rostro irascible y destructivo, totalmente negativo; cuesta admitir que contribuya al desarrollo personal y social.

La más temible de las violencias es la directa, ejercida sobre poblaciones indefensas mediante actos terroristas, causantes de que mueran o queden heridos centenares o miles de inocentes. Hay otra violencia indirecta, menos visible que la física: es la económica, sufrida por los pueblos del Tercer Mundo, privados de alimentos, sitiados por el hambre y condenados prematuramente a la muerte. De ordinario condenamos la primera y pasamos por alto la segunda.

Frustraciones, revanchas y odios son el caldo de cultivo de los terroristas que matan y destruyen personas y bienes con una visión ideológica totalitaria. Suelen perpetrarlos jóvenes de familias medias, con el cerebro lavado, influidos por consignas fundamentalistas atractivas, aparentemente revolucionarias. Mezclados entre los pasajeros de los aviones, trenes, autobuses o coches bomba, pasan inadvertidos en una gran ciudad.

El terrorismo no es delincuencia vulgar. Actúan los terroristas de forma organizada. Sus acciones criminales son inmorales, desatan odios, frenan libertades y generan miedos. A diferencia de los actos terroristas cometidos por ETA, ajenos a las convicciones religiosas, los de Al Qaeda son perpetrados "en nombre del islam". En su raíz están las ideologías que amañan la historia, idolatran la patria o la religión y condenan como traidores a los que piensan de otro modo. No habrá paz en el mundo si el mismo mundo violento no erradica el culto a la muerte que lleva consigo. Los atentados son incluso una rémora en la lucha contra el hambre.

En el caso del terrorismo islamista conviene recordar -no para justificar- los sufrimientos e injusticias que han padecido y padecen muchos árabes o musulmanes en sus países o en las grandes urbes como emigrantes. Se sienten vigilados por la policía como sospechosos, humillados por su tez, temidos por su tenaz religiosidad e infravalorados por el escaso reconocimiento público de su legado cultural. No se integran fácilmente en nuestras sociedades a causa del idioma, la religión y la comida. Es preciso un conocimiento mutuo por parte de todos.

Naturalmente, no debemos caer en el chantaje de los terroristas, como si sus procedimientos fuesen justos y noble su causa. Tampoco es legítimo creer que todos los "valores" dignos de ese calificativo provienen de los países o Gobiernos occidentales. Hay en nosotros mucha xenofobia y no poco racismo. Todos tenemos que desarmarnos cultural y religiosamente.

El tema de la violencia recorre la Biblia con gran diversidad de miras, desde el Dios de los ejércitos y de la guerra santa hasta las visiones pacifistas de Isaías. Se advierte un salto del Antiguo Testamento al Nuevo, ya que Jesús se entronca en el pacifismo radical de los profetas, se inscribe en el camino de la sabiduría y trata a Dios con la cariñosa apelación de Abba, padre con entrañas de madre. Mediante hechos y palabras, pide que amemos a los otros, incluidos los enemigos, y rechaza la venganza desde una actitud pacífica radical. Significativos son en el Nuevo Testamento tres relatos de violencia, sin los cuales no se comprende el cristianismo: la degollación de Juan Bautista, la crucifixión de Jesús y la lapidación de Esteban. Los tres murieron por encararse al sistema injusto y violento de su tiempo y predicar la llegada del reino de justicia y misericordia.

La muerte violenta de Jesús es para los cristianos la muerte de la violencia. El hecho de ser sangrienta no debe hacernos olvidar que su vida fue una vida por el reino, la justicia, la paz y la vida plena. A Jesús lo mataron sus enemigos por su tenor de vida, por comer con los excluidos. Aunque hay sacrificio sangriento en la muerte de Cristo, hay que entender que el concepto genuino de sacrificio incluye la entrega por los demás. La tradición cristiana, siguiendo a san Pablo, ha entendido la muerte de Jesús como sacrificio expiatorio de nuestros pecados.

El cristianismo primitivo tomó en serio el precepto evangélico de "no responder a la agresión". No obstante, hubo en la Iglesia de los tres primeros siglos posturas diversas ante la violencia, las armas y el ejército imperial. Pero en su conjunto, la Iglesia naciente adoptó una actitud no violenta, antimilitarista. Desgraciadamente, al convertirse el cristianismo en religión oficial, pasó de prohibir a los cristianos alistarse en el ejército imperial a que se inscribieran en la milicia como obligación ineludible. Durante quince siglos, la reflexión moral católica pública relativa a la violencia no se centró en la paz, sino en la "doctrina de la guerra justa".

Debido a una lectura literal de los textos sagrados, un exacerbado nacionalismo, una identificación peligrosa entre lo religioso y lo patriótico, y una división atroz entre creyentes e infieles, acuñó René Girard a finales del siglo XX la expresión "sacralización de la violencia" o "violencia de lo sagrado", que tiene detrás de sí una larga y tenebrosa historia.

La violencia justificada con razones religiosas es la más brutal de todas porque absolutiza la causa de la agresión. Dicho de otro modo, la fuente más peligrosa de la violencia es el fanatismo religioso. Para erradicar la violencia hay que analizar las causas de su aparición, comprobar sus efectos y poner los remedios pertinentes. Es a todas luces un imperativo cívico y religioso rechazar la violencia.