Reciclaje y responsabilidad

Todos debemos sentirnos responsables de la contaminación. Pero la responsabilidad moral no es asunto fácil. Es demasiado sencillo trastocar cualquier razonamiento causal. Empecemos por un ejemplo ingenuo: aunque sé que va a llover, salgo a la calle sin paraguas (por desidia o por olvido, poco importa). Llueve a cántaros y me empapo. ¿Por qué me he mojado? Lo primero que se nos ocurre es: porque (soy tonto y) no he cogido el paraguas. Aparentemente tiene sentido, porque en medio de un proceso he tomado una decisión que quizá hubiera podido cambiar el resultado. Pero lo indiscutible es que me he mojado porque ha llovido y si no hubiera llovido no me habría mojado.

Lo del paraguas es inofensivo, pero si se trata de una violación, es repugnante. Un violador amenaza a una mujer con un cuchillo. La mujer “decide” no luchar. El violador es detenido y juzgado. Su defensor alega entonces que la mujer no opuso resistencia, es decir, consintió, es decir, es responsable de su propia violación. Y no, porque si no hubiera habido violador no habría habido violación.

Cuando en medio de un proceso está implicada una persona cuyas acciones o reacciones podrían alterar el resultado, nuestra intuición inmediata nos permite hacerla responsable de ese resultado.

Esta manipulación se puede aplicar a escala social. En La société ingouvernable (París, 2018), Grégoire Chamayou cuenta una historia edificante: con el único fin de aumentar sus beneficios, los fabricantes de bebidas norteamericanos introdujeron en los años treinta el envase de un solo uso. Pero el estupor ante los paisajes sembrados de recipientes produjo rechazo, hasta el punto de que varios Estados de la Unión se plantearon la prohibición como única solución. Los fabricantes pasaron a la ofensiva. Los anuncios iniciales en los que, tras consumir un refresco, se tiraba alegremente el envase al río (“no hay que preocuparse por guardarlo para recuperar el dinero”) fueron sustituidos por el mensaje opuesto: “Si tiras en cualquier sitio el envase, estás contaminando”. Así empezó la historia del reciclaje, parece ser. De los envases de un solo uso… y del consumidor, reciclado en responsable y presunto culpable de la contaminación.

La manipulación es obvia: la industria produce envases de un solo uso que contaminan, pero el consumidor tiene la posibilidad de preocuparse o no de su reciclado. Si no lo hace, es él el responsable de la contaminación, no el fabricante. Se olvida lo evidente: si no se fabricaran de forma masiva envases de un solo uso, no existiría esa contaminación. Podría alegarse que poco importa esta manipulación inicial, si el consumidor acepta la responsabilidad de erradicar la contaminación.

Pero las cosas no son tan sencillas. El consumidor puede asumir la lucha contra la contaminación solo si está convencido de la eficacia de sus actos. Por lo tanto, las autoridades occidentales han organizado dispositivos que le permiten estar convencido de que “todo se recicla”, para poder así liberarse con su esfuerzo del sentimiento de culpabilidad que se le ha inculcado. Lamentablemente, hay que mantener esa certeza a cualquier precio, y ahí es donde la historia coge muy mal color.

En noviembre de 2018, Greenpeace publicó El mito del reciclaje. El reciclaje de desechos, nos enteramos, ha dado lugar a un vasto engranaje de acuerdos mediante los cuales algunos países, sobre todo asiáticos, “importan” los desechos occidentales para tratarlos. Tras la renuncia de China en 2018, otros países, como Malasia, ocuparon su lugar. Países sin legislación medioambiental y sin tecnología para hacer frente a la masa de basura que se les viene encima. El resultado no puede sorprender: la mayor parte, cuando no queda amontonada en vertederos salvajes, es incinerada sin muchos miramientos hacia las poblaciones afectadas por la toxicidad del humo. Y la poca selección que hay la pueden hacer niños sin ni siquiera un par de guantes. Muy recientemente, The Guardian ha aportado más datos en ¿Qué ocurre realmente con los desechos de su cubo de reciclados? La conclusión es desoladora: la cadencia exponencial del reciclado occidental se mantiene gracias a países pobres, que están haciendo las veces de vertederos.

Es difícil aceptar que toda una construcción social y económica con componente simbólico como el reciclado se esté orientando hacia una falacia; que lo que se recicla de verdad sea bien poco y que lo demás se les “largue” a otros países; que haya que mantener, a pesar de ello, la ilusión porque el consumidor ha sido convenientemente culpabilizado. Es hora de que los habitantes de los países occidentales estén informados de que esa “solución” no funciona por desbordamiento y estén así en condiciones de mirar a los otros responsables, las industrias que los producen sin límites sensatos y los distribuidores que aceptan imponerlos sin dar opciones. Hemos aprendido a reciclar y debemos seguir haciéndolo, pero dentro de un nuevo pacto de transparencia en la información y de responsabilidad compartida.

Mario Barra Jover es catedrático de la Universidad París 8, en la que enseña Filosofía Analítica y Lingüística.

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