Reconciliación

Entre las capacidades que hoy necesita recuperar nuestra vida pública tan cargada de fuerza destructiva y negatividad, quiero resaltar una que se hace especialmente presente en la experiencia pascual del amor crucificado que vence a la muerte y abre a la vida: la reconciliación.

En la entraña de ella están la ‘relación’, la justicia y la paz; aunque sea muy personal siempre tiene repercusión social, política y ecológica, por eso necesita también la implicación de las comunidades e instituciones; posee carácter procesual con tiempos y etapas no fáciles de establecer; siempre es deseable, aunque no siempre sea posible. Trabajar por reconciliar pasa por generar espacios y actitudes de reencuentro y reparación en el interior de cada persona; por realizar procesos de mediación en los conflictos interpersonales y por crear condiciones de superación de situaciones sociales indignas, incluyendo en ellas las que dañan la naturaleza.

Su horizonte es el principio de ‘la unidad prevalece sobre el conflicto’. Y su fundamento teológico lo condensan aquellas estremecedoras palabras del apóstol Pablo: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo y nos encargó a nosotros el mensaje de la reconciliación» (2Cor 5,19). Reconciliar es una vocación de y para todos, en virtud de nuestra condición humana herida (’vulnus’), de nuestra naturaleza vulnerable y vulneradora; siendo para los cristianos una especial misión que nos confía el Señor resucitado cuando comparte su paz y nos envía a vivir como Él.

Esa llamada a reconciliarse y a ser instrumento de reconciliación la comenzó a sentir intensamente Ignacio de Loyola hace 500 años en su conversión y, junto a sus primeros compañeros, al comienzo de la aventura que emprendieron, la formuló como llamada a «reconciliar desavenidos» en 1550. Hoy la actualizamos como misión de «establecer relaciones justas con Dios, con el prójimo y con la creación» y «construir puentes en medio de las divisiones de un mundo fragmentado».

Sobre esas llamadas en los contextos presentes y con un rico elenco de estudios y experiencias de reconciliación personal, sociopolítica y ecológica, las universidades jesuitas de todo el mundo han celebrado un simposio internacional del 10 al 12 de mayo, organizado por la Universidad Pontificia Comillas de Madrid y la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.

La urgencia de la reconciliación se da en un mundo roto marcado por una globalización que ‘divide tanto como une’ o ‘divide en el acto de unir’ (Bauman). Ante tantas y tan profundas brechas, la indignación tiene su papel como despertador de conciencias y expresión de malestar, para movilizar, pero puede acabar siendo contraproducente cuando desemboca en populismos que utilizan las heridas para su propio provecho electoral o para alcanzar poder. Sin duda nuestra sociedad se encuentra atravesada por conflictos, muchas veces muy hondos y de difícil erradicación; sin duda hay problemas bloqueados que requieren una paciente reconstrucción, pero, sin duda, también, una visión solamente negativa o conflictivista de la sociedad es insuficiente y de ella no brota ninguna buena noticia para una humanidad necesitada de construir desde el lado sano, justo lo que pide la reconciliación que, sin negar la dureza de los procesos de restañar heridas, busca la sanación.

Desde ahí me surge pensar que, igual que hay una psicología positiva, debe favorecerse una sociopolítica positiva que valore la importancia de agradecer y estimar lo bueno de la vida pública, que reconozca las capacidades de resistencia y resiliencia, que sea capaz de poner en primer plano lo positivo, incluso en el adversario, buscando puntos de contacto y proyectos de integración. Allí donde hay conflictos o divisiones, la sociedad debe aprender a crear procesos donde el reencuentro y la reconstrucción marquen la agenda. Caricaturizar al adversario, estigmatizar al oponente o reducirlo a prejuicios acaban causando menosprecio, odio y violencia. No es una utopía imposible, hay formas y métodos concretos que llevan a que quienes piensan distinto cultiven entre ellos una amistad cívica capaz de alumbrar proyectos comunes.

En ese sentido, me parece una obligación moral recordar el espíritu de concordia que guio a nuestros mayores en pos de acuerdos que exigieron mucho sacrificio, generosidad y confianza mutua. En la Transición no fue todo perfecto, pero sí se conjugaron las claves de la reconciliación, perdonándonos y programando unidos la España del futuro en un horizonte de bien común. ¿Por qué dejar que nos infecte hoy el virus de una polarización crispante que impide tender la mano y dialogar con los que piensan diferente? La memoria viva de ese legado debería permitirnos seguir construyendo juntos como pueblo un proyecto digno de futuro.

Hay mucha bondad, verdad y belleza en ser agentes reconciliadores de las heridas de la sociedad y de los conflictos de la vida pública; sin embargo, una vida reconciliada no es un camino de rosas ni demanda la uniformidad o la anulación de las diferencias legítimas; se mueve en medio de tensiones y conserva las señales de las heridas -el resucitado se aparece con las señales de la cruz- que nos recuerdan el profundo valor de los bienes recibidos.

Eso sí, las diferencias siempre deben darse en el respeto a un marco común de reglas de juego -el Derecho común- que, cuando los desacuerdos son irreconciliables, nos defiende de caer en la incivilidad y la barbarie. En ese terreno común podremos ir gestionando los desacuerdos y trabajando por nuevos acuerdos, aplicando la paciencia, la humildad y la sinceridad. A veces alcanzar consensos será imposible, pero cultivar actitudes de diálogo y aspirar al acuerdo, siempre merecerá la pena. Lo mismo que esforzarse por comprender los motivos, intenciones y experiencias del otro y tratar de hacer la mejor interpretación posible -«salvar la proposición del prójimo», decía san Ignacio- para que lo que nos separa no impida que crezca más lo que nos une.

Desde luego, la tarea de reducir la crispación y el enfrentamiento no solo corresponde a los medios de comunicación y a las figuras políticas, nos toca a todos en nuestros contextos diarios: en las conversaciones, en las redes sociales, en los mensajes que ponemos en circulación... Desde las más tempranas edades sería algo que tendríamos que educar: esa sí es genuina educación cívica, pero para ello no basta con tener buenos manuales.

La Iglesia en sus comunidades e instituciones quiere ponerse al servicio de facilitar esos espacios y procesos, y convoca al conjunto de la sociedad -especialmente a los líderes públicos- al ‘cultivo de la amabilidad’, que «es una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices» (Fratelli tutti, 224). La aspiración es a hacer cultura de la amabilidad, que dé el tono a las relaciones sociales y al modo de confrontar ideas impidiendo que la exasperación destruya puentes y bloquee consensos.

Jesús resucitado envía a sus discípulos de todos los tiempos a poner sus mejores talentos y esfuerzos en unir y no dividir, en disolver el odio y no atizarlo, en abrir las sendas del diálogo y no levantar barricadas y trincheras. Eso es, en suma, reconciliar(se).

Julio L. Martínez, SJ es rector de la Universidad Pontificia Comillas.

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