Reconstruir el Estado

"La broma ha terminado”. Esta declaración del candidato del Partido Popular a presidente de la Generalitat de Cataluña pasará a la historia como el mejor resumen del pensamiento político ahora imperante en el partido del Gobierno. Las derivas autoritarias que el pánico electoral ha desatado en el mismo, a partir de la gran cantidad de poder político que los populares perdieron en los comicios municipales y autonómicos, no pueden encontrar mejor referente que la zafiedad de este exalcalde de Badalona, cuya vulgaridad de argumentos compite con la eficacia de su demagogia populista.

Pero la broma en cuestión ni ha terminado aún ni es ninguna broma. Se trata de un proyecto político, liderado desde el Gobierno catalán, que reclama la secesión de España y promete una declaración unilateral de independencia si logra una representación mayoritaria en el Parlamento de la comunidad autónoma. La impresionante manifestación popular del 11 de septiembre, al margen las disquisiciones sobre su volumen, y los pronósticos de las encuestas no auguran nada bueno para el futuro de nuestro Estado. Tras años de inmovilismo por parte del Gobierno del Partido Popular, confiado su presidente en que el tiempo y la recuperación económica despejarían los nubarrones que se ciernen sobre la cohesión territorial de España, el insensato proceso puesto en marcha con toda clase de artimañas dialécticas por Artur Mas es hoy elemento central del debate político. Tanto que ha sido incluso capaz de acallar las protestas por la corrupción y la existencia de verdaderas bandas de delincuentes organizadas en torno a la acción política. La respuesta defensiva, a veces histérica, de las autoridades de Madrid a la hora de enfrentar el problema, no hace sino aumentar día a día el sentimiento de agravio que muchos ciudadanos catalanes sienten, tengan o no la razón de su parte, ante las improvisaciones, arbitrariedades y atribuladas advertencias que les llegan desde la capital del Estado.

Reconstruir el EstadoEl Gobierno, lejos de transmitir una señal de la autoridad legítima de que es titular y proponer al tiempo un debate democrático que desarticule los argumentos independentistas, se ha dedicado a abonar la fogata de la crispación y la confrontación entre los catalanes, y entre estos y el resto de los españoles. Hay quien piensa que se debe a una táctica electoral en la suposición de que enarbolando el lema de la España una grande y libre, frente al desafío de la lista única de Mas y sus potenciales aliados de la CUP, el PP logrará mejorar sus debilitadas expectativas con vistas a las elecciones generales, y de paso sobrevivir también en el Principado. Aunque cabe preguntarse por qué los españoles querrán renovar la confianza a un equipo de gobierno que ha gestionado de manera tan ineficaz una cuestión medular como es la integridad territorial del país.

Pese al entusiasmo rupturista de algunos amigos míos catalanes, doy por descontado que Cataluña no va a ser independiente, entre otras cosas porque no existe en la comunidad poder político bastante para culminar el proceso. Tampoco fortaleza económica a tenor del comunicado hecho público esta misma semana por los organismos financieros. Pero que Cataluña no vaya a ser independiente no significa que las elecciones del 27-S, tal y como se plantean y cualesquiera que sean sus resultados, no constituyan un auténtico parte aguas en el devenir de la democracia española. No por sus efectos más o menos mediatos en la convivencia ciudadana sino porque el debate acerca del futuro de aquella autonomía ha venido oscureciendo el mucho más decisivo sobre el futuro de España.

Desde hace décadas, representantes de todos los partidos, intelectuales, profesores, creadores de opinión… vienen señalando la necesidad de mejorar y poner al día nuestro Estado democrático mediante una reforma constitucional que clarifique aspectos del ordenamiento político, torpe o insuficientemente resueltos en el texto de 1978. En este sentido se expresan en conversaciones privadas y públicas desde las más altas magistraturas del país hasta multitud de ciudadanos en muchas y variadas expresiones. Pese a que la demanda proviene singularmente de algunos líderes de los partidos principales (PP y PSOE), cuando estos han ocupado el poder no han tenido ni la inteligencia ni el arrojo de lanzar una propuesta en este sentido, salvo en el caso de la modificación planteada por Zapatero y secundada por Rajoy, al dictado de la señora Merkel, que antes de humillar a los griegos ya ensayó cómo hacerlo en el Parlamento español. Destaca la ausencia de un proyecto por parte de los líderes nacionales, incluidos los de los partidos emergentes, que nos indique con alguna expresividad política qué es lo que pretenden hacer con este país, aparte de mejorar el gasto social, luchar contra el desempleo —con la ineficacia que unos y otros han demostrado— y sanear el déficit. En una palabra, que nos diga cuál es el papel que España y los españoles deben jugar en la sociedad de la globalización y qué medidas institucionales están dispuestos a abordar para hacerlo posible.

Pues de reformar y fortalecer las instituciones se trata precisamente cuando se habla de cambiar la Constitución. Sin instituciones sólidas, estables e independientes del sectarismo coyuntural de los Gobiernos no puede funcionar un Estado democrático y moderno. El deterioro que en este sentido venimos padeciendo desde hace décadas, y singularmente durante la presente legislatura, permite dudar de la supervivencia de un sistema que se obstina en construirse y perdurar a espaldas de los ciudadanos, poniendo al servicio del poder los instrumentos teóricamente inventados para controlarlo. La desvergüenza de reformar aprisa y corriendo la ley del Tribunal Constitucional sin un mínimo consenso entre los representantes de la oposición, apenas unos días antes del proceso electoral catalán, y con la intención evidente e inútil de amedrentar al presidente Artur Mas, es la muestra más reciente de la falta de respeto de este Gobierno hacia las instituciones. Actitud tan censurable como la del propio Mas cuando pone al servicio de sus ensoñaciones particulares los instrumentos de la Generalitat, abandonando su papel de presidente de todos para convertirse en un auténtico faccioso.

Pero hay muchos más casos por desgracia: el presidente del Tribunal Constitucional fue nombrado siendo militante del partido del Gobierno; se pretende integrar a dos jueces de similar obediencia o simpatía en el tribunal que ha de juzgar las prácticas corruptas y la financiación ilegal del PP; el Tribunal de Cuentas, encargado de garantizar la transparencia económica de las formaciones políticas, se convirtió en un piélago de nepotismo e ineficacia sin que su presidente tuviera la decencia de dimitir; la responsable del organismo regulador de los mercados es también militante del partido en el poder; mientras tanto, no pocos presidentes de comunidades autónomas y alcaldes convirtieron las instituciones que presidían, a comenzar por la Generalitat de Cataluña, en auténticas mafias depredadoras del dinero público al servicio de sus personales intereses políticos o económicos; el ministro de Hacienda se permitió amenazar a los contribuyentes desde las tribunas públicas, jactándose impúdicamente sus subordinados, aprendices tempranos de la jerga Albiol, de la repera patatera de información que sobre los ciudadanos poseen; desde el Ministerio del Interior se filtran informes policiales que perjudican a sus adversarios políticos y su titular se reúne en secreto con alguien sometido a investigación, cuya presunción constitucional de inocencia es, por lo demás, tan pisoteada por los medios y las redes sociales como la de la mayoría de los españoles sometidos hoy a procedimiento judicial. No es de extrañar por eso que hayan acabado por destrozar el funcionamiento parlamentario, víctima de la arrogancia de las mayorías absolutas que impiden debates e investigaciones a los que en una democracia bien organizada no deben ni pueden renunciar las minorías en la oposición.

Por lo demás, seguimos necesitando un Estatuto que garantice y regule las funciones del Rey y su Casa, que en ningún caso puede ser dictado por el propio Monarca sin ser debatido y aprobado por el Parlamento; un cambio en la ley electoral que elimine las listas cerradas y bloqueadas y la provincia como circunscripción, norma hoy constitucionalizada; y una estructura del Estado autonómico más acorde con el sentimiento federal que ya reconoce nuestra legislación, que mejore y clarifique el comportamiento tanto del poder central como el de los Gobiernos de las autonomías.

Estas y muchas otras cosas merecen el debate y el acuerdo entre las fuerzas políticas sin excepción, y su refrendo popular. No se trata por eso de reformar la Constitución para resolver el problema de Cataluña, porque el problema es de España. Hay que mejorar el funcionamiento de nuestro Estado para proyectar el futuro del mismo en un concierto internacional abrumado por la incertidumbre, el miedo y la desesperación de millones de personas. Pues esta confrontación impostada entre la Cataluña y la España profundas, que nada o muy poco tienen que ofrecer, puede beneficiar electoralmente en el corto plazo a quienes la protagonizan. Pero amenaza con obligarnos después a entonar el reclamo que hace ya casi un siglo hiciera Ortega y Gasset: “¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!”.

Juan Luis Cebrián

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