¿Qué es lo que está sucediendo con la política exterior de España? En poco menos de cuatro años se ha dilapidado la posición excepcional que España había conseguido en sus relaciones con Estados Unidos, consolidándose como un país principal de la Unión Europea, con una presencia política y económica única en Iberoamérica, estableciéndose como interlocutor ineludible con los países mediterráneos, y con una estrategia coherente dirigida al Pacífico y Asia.
Las causas son identificables. El voluntarismo retórico de Rodríguez Zapatero en las relaciones exteriores ha estado teñido de un radical alejamiento de la realidad, cuyo origen se encuentra en la obsesión de desvincularse de la búsqueda de un nuevo status internacional para España que había perseguido Aznar, y en particular de la relación con Estados Unidos. Se ha querido optar por una política exterior que pretendía estar fundamentada en el prestigio moral y el poder blando. El simple poder benéfico de la cooperación y el internacionalismo moralista debía conducir al cambio global del mundo, al ideal de paz universal.
Esta visión peligrosamente idealizada del escenario internacional es la que ha llevado a sustituir nuestros anclajes exteriores tradicionales por una actuación marcadamente ideologizada, cuyos resultados se han materializado de hecho en una fuerte deriva anti-occidental. Zapatero huye de las convicciones firmes y se refugia en la valoración de la diferencia y la diversidad como valores en sí mismos; ese difuso multiculturalismo lleva a que las posiciones y las alianzas sean movibles y adaptables a los distintos entornos y circunstancias. De ahí los magros resultados de la «Alianza de civilizaciones», o la ineficacia del intento de convertir a Naciones Unidas en una nueva centralidad moral, y los efectos colaterales perversos -que sólo hemos empezado a sufrir- de ayudar a generar liderazgos difusos alternativos a Estados Unidos.
Urge reconstruir el consenso de nuestra política exterior, que ha estado basado -también en tiempos de Felipe González- en la convicción de que España es un país occidental, europeo y atlántico, firme defensor de las libertades políticas y económicas, de la democracia, los derechos humanos y la seguridad jurídica. Un país conscientemente alineado a la hora de hacer frente a las principales amenazas a nuestra seguridad colectiva. Ello atañe en primer lugar a la Unión Europea, el ámbito primario e inmediato de la acción exterior de España.
Es necesario recuperar y consolidar la posición española -en defensa de los intereses nacionales y en estrecha vinculación con los futuros objetivos de la Unión- como uno de los grandes países europeos. Tras la culminación de la ampliación al Este, el nuevo Tratado de Lisboa, que debería ser ratificado a lo largo de 2008 y supone importantes modificaciones institucionales, junto al desarrollo de las políticas exterior y de seguridad y defensa, así como una cooperación judicial y penal más estrecha, implican nuevos desafíos para que nuestro país plasme en una política europea coherente y activa sus intereses nacionales, claramente definidos y adaptados a las nuevas exigencias y aspiraciones de una sociedad que ha culminado con éxito su integración en Europa, aquella «europeización» que reclamaba Ortega, y junto a él, gran parte de nuestra mejor tradición liberal y humanista del siglo XX.
España debe consolidar en los próximos años su posición en las instituciones europeas y su participación en las políticas del núcleo o núcleos duros que se desarrollen. Debe participar como miembro activo en todas aquellas iniciativas de integración flexible -también llamadas «cooperaciones reforzadas»- que impulsen sus intereses, en áreas como la defensa, la inmigración, la política exterior, la seguridad interior y exterior, la política de investigación y desarrollo, la energía, el medio ambiente y el cambio climático, etcétera. Es preciso analizar de forma previsora posibles propuestas e iniciativas, anticipándose a ellas con opciones y escenarios alternativos. España debería asimismo participar en el debate acerca de los límites de Europa, estableciendo claramente sus principios, preferencias y prioridades.
En una Unión ampliada a Veintisiete, los Consejos Europeos difícilmente serán el lugar donde se forjen los grandes compromisos. Los asuntos importantes deberán estar pactados con anterioridad; lo que no hace sino enfatizar la necesidad de una política amplia de alianzas.
Ante los problemas estructurales de la economía española, sus carencias de productividad y competitividad, en investigación, desarrollo e innovación, la Agenda de Lisboa -a la que se debería dotar de un calendario preciso de cumplimiento con objetivos y medidas concretas- continúa siendo un horizonte en el que convergen los intereses españoles y europeos. Es coherente en este sentido «nacionalizar» más decididamente la Agenda de Lisboa y a su vez revitalizarla en el marco europeo.
El mundo en el que vivimos está regido por las consecuencias de la globalización económica y también de la globalización política. Sólo aquellas economías que logren ser más competitivas podrán desempeñar funciones de responsabilidad en el escenario internacional y responder eficazmente al desafío de la expansión de los mercados y la irrupción en el escenario internacional de nuevos y poderosos actores, que, como China, India, Rusia, o Brasil, están transformando los modelos tradicionales del crecimiento económico, de la producción industrial y la distribución comercial. Es preciso proyectar la acción exterior de España tomando en cuenta la nueva perspectiva global. Las políticas económica y comercial -como también la lingüística y cultural- son piezas centrales de la política exterior de nuestro país.
Además la integración de las economías nacionales en la economía internacional es la fórmula más eficaz de desarrollo y bienestar para los pueblos. Economías abiertas y prósperas son la mejor forma de fomentar las relaciones pacíficas entre las naciones. Eso vale para África, para Iberoamérica y otras partes del mundo, igual que está ocurriendo en Asia y el Pacífico. La promoción de los derechos humanos y el Estado de Derecho son patrimonio de todos los pueblos, constituyendo las libertades políticas y económicas una unidad que no debe ser disociada.
La realidad muestra asimismo la indisoluble ligazón entre el proceso de integración europea y el vínculo transatlántico, entre europeización y occidentalización. Como están volviendo a poner de manifiesto Merkel y Sarkozy la alianza de los europeos con los Estados Unidos es esencial para hacer frente a las mayores amenazas a nuestras sociedades libres: el terrorismo internacional, que no es solo consecuencia de la pobreza, sino también una forma de violencia asociada a una concepción radical de la lucha política; la erosión del sistema internacional de prohibición de la proliferación del armamento nuclear; la prevención y respuesta frente a las catástrofes naturales y las pandemias; e indudablemente el combate contra la pobreza, los desequilibrios y desigualdades económicas y sus dramáticas consecuencias, entre las que se encuentran la propiciación de conflictos territoriales, que alimentan las crisis de los refugiados, el aumento de la mortalidad infantil, la destrucción de las infraestructuras, y el debilitamiento de las instituciones estatales.
A estos desafíos se añaden las profundas transformaciones demográficas y los flujos de inmigración, así como la emergencia de nuevas potencias y la necesidad de crear instrumentos y organismos eficaces de gobernanza global, a la vez que se llevan a cabo las reformas necesarias en los ya existentes. Todo ello conforma un cuadro global que exige el compromiso de un país que no puede ni debe abdicar de sus obligaciones en el mundo actual. España está obligada a jugar un papel activo -y no solo receptivo, o meramente reactivo- en la nueva configuración del escenario internacional.
José María Beneyto, catedrático de Derecho Internacional Público y Derecho Comunitario Europeo.