Reconstruyendo la eurozona: el papel de Alemania

Tema: La Unión Monetaria Europea (UME) replantea su marco normativo y operativo como consecuencia de la crisis sufrida por varios de sus miembros. Es importante, y muy debatida, la iniciativa ejercida por el gobierno alemán.

Resumen: Este análisis revisa la posición alemana en el debate sobre la reforma de la gobernanza económica de la zona euro. Comienza recordando el marco normativo y operativo que originalmente impuso la Unión Monetaria Europea (UME) a sus miembros y la razón principal por la que no fue eficaz en prevenir las recientes crisis nacionales. Las autoridades alemanas fueron en su momento impulsoras de ese marco y actualmente llevan la iniciativa en proponer nuevos pactos internos que aseguren la definitiva solidez financiera de la eurozona. Hay un reñido debate, dentro de la misma Alemania, y en los países miembros, ya que el proceso hace necesario aunar posiciones políticas muy diferentes.

Análisis

Introducción

La crisis ha exigido fuertes medidas de apoyo financiero, pero sobre todo ha revelado la insuficiencia del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (Pacto), lo mismo para controlar procesos presupuestarios desordenados que para hacer frente a perturbaciones originadas en el sector privado. La envergadura de los problemas explica que las reacciones dentro de la Unión fueran poco coherentes en un principio, pero a lo largo de 2010, el país de mayor peso, Alemania, definió su postura política y actuó en apoyo tanto de la Unión como de sus miembros. Además de las medidas ya adoptadas en los casos de Grecia e Irlanda, se encuentra en negociación un marco sistemático que cubra los problemas puestos de relieve por la crisis y refuerce los compromisos asumidos por los países miembros a la luz de la propuesta de un fondo permanente de ayuda a partir de 2013. Se habla de un sistema de gobierno para la economía de la eurozona y de un pacto de competividad. La agenda para esta negociación es compleja y ha de conciliar intereses muy diversos. Necesita, evidentemente, una visión de conjunto. El gobierno alemán, acosado por críticas que identifican lentitud con desinterés, espera cerrarla en marzo 2011.

De momento, es difícil que la Unión Monetaria Europea (UME) pueda ir más allá de soluciones pragmáticas, sin transformaciones de fondo en la estructura jurídico-política de la Unión ni cesiones significativas de soberanía. Avanzar hacia modalidades de federalismo fiscal puede encontrar resistencia en el Tribunal Constitucional alemán y tal vez en algunas capitales que hasta hoy no se han pronunciado. España seguramente podrá apoyar un nuevo marco más coherente para la UME, introduciendo mecanismos de contraste de sus políticas con las obligaciones asumidas y acelerando su convergencia real con los países más avanzados. En propio interés, España debiera introducir mecanismos de contraste de sus políticas con las obligaciones asumidas en la Unión y, embarcada finalmente en un serio programa de reformas estructurales, reflexionar cuanto antes sobre el modelo de crecimiento sostenible que le permita cerrar la brecha estructural con los países avanzados de la UME.

El análisis comienza recordando el marco normativo y operativo que originalmente impuso la UME a sus miembros y la razón principal por la que no fue eficaz en prevenir las recientes crisis nacionales. Las autoridades alemanas fueron en su momento impulsoras de ese marco y actualmente llevan la iniciativa en proponer nuevos pactos internos que aseguren la definitiva solidez financiera de la eurozona. Hay un reñido debate, dentro de la misma Alemania, y en los países miembros, ya que el proceso hace necesario aunar posiciones políticas muy diferentes.

Prevenciones alemanas

La integración europea no fue obra de visionarios teóricos, sino de políticos realistas. Ha seguido una trayectoria de marcado pragmatismo, dando margen para que sucesivos logros, a veces con exasperante lentitud, se asimilaran por los miembros y fueran adquiriendo suficiente madurez. Pero también ha vivido etapas de entusiasmo irrefrenable, en que políticos impacientes han preferido olvidar la importancia de una consolidación gradual y acelerado objetivos cuyo cumplimiento necesitaba todavía complejas adaptaciones institucionales. Puede argumentarse, con Zatlin y otros historiadores, que la unión monetaria ha sido uno de estos casos (ciertamente no el único). Tal vez por ese motivo, la UME partió encuadrada en un marco normativo y operativo, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, indiscutiblemente defectuoso.

El proyecto de unión monetaria quedó abierto a países miembros de la UE cuyas estructuras económicas eran sumamente dispares. Según la literatura económica de los 60, en particular el trabajo de Mundell, un área monetaria difícilmente podría ser “óptima” –léase, “factible”– en esas condiciones porque los límites de tolerancia a las tensiones impuestas por la disciplina de una moneda única serían muy distintos en economías heterogéneas. Esta reflexión inspiró durante años las prevenciones alemanas al proyecto. Era evidente que la opinión pública alemana nunca aceptaría desprenderse de una moneda estable y sólida si el proyecto pudiera comportar los riesgos del desorden fiscal y monetario que durante muchos años había caracterizado las políticas económicas de Francia o Italia, por no mencionar países como España o Portugal, que en un primer momento ni siquiera parecían candidatos con posibilidades. Por eso el gobierno Kohl subordinó su conformidad a la creación de un Banco Central Europeo a imagen del Bundesbank, así como al cumplimiento de una serie de criterios de política económica, primero en la fase de acceso y, más tarde, durante la vida del proyecto. Por otro lado, se pensó que la estabilidad monetaria y el aumento de los flujos comerciales intra-UME traerían importantes mejoras de productividad a las economías más débiles e impulsarían por tanto su proceso de convergencia real (no hace falta insistir en que este optimismo resultó infundado).

Los criterios, llamados “de convergencia”, son bien conocidos y baste ahora con recordar los máximos de un 3% de déficit y un 60% en deuda pública externa. Dos observaciones me parecen importantes.

En primer lugar, los análisis económicos habían hecho hincapié en las disparidades o semejanzas estructurales de las economías interesadas en formar un área monetaria, pero la “convergencia” de que hablan Maastricht y el Pacto no es estructural, sino que propone solamente homogeneizar datos coyunturales críticos de las economías participantes (eso explica que, por ejemplo, la tasa de desempleo no sea uno de los criterios). Los países aspirantes más débiles hicieron un gran esfuerzo por cumplir con las condiciones de acceso, y aceptaron someter sus políticas nacionales de crecimiento a un marco monetario supranacional y a criterios limitativos en materia fiscal. Pertenecer a la UME permitía compartir una experimentada política de estabilidad económica a países que durante años jugaron despreocupadamente con inflación y devaluaciones. En términos políticos y económicos, este es un beneficio extraordinario. Pero llega solamente hasta un punto, porque, en cambio, participar en el proyecto de moneda única no otorga facilidades especiales para salvar la distancia entre estructuras económicas. Las economías menos fuertes tienen que identificar su propia senda de crecimiento económico. La presión francesa para modificar el etiquetado del Pacto –añadiendo “Crecimiento” a “Estabilidad”– fue simple cosmética y dejó intacta la filosofía esencial del Pacto.

En segundo lugar, el Pacto, plegándose al temor alemán –más que justificado– a los desmanes fiscales de algunos candidatos, no tuvo en cuenta la posibilidad de que déficit presupuestario y deuda creciente fueran consecuencia de crisis económicas producidas por desmanes inversores del sector privado (o por impredecibles shocks externos como una debacle financiera mundial). El debate académico, en su día, se centró en aspectos mecánicos del Pacto, comprobando, por ejemplo, que un nivel de deuda del 60% es sostenible con déficits recurrentes del 3% siempre que la economía esté creciendo al 5% nominal. La crítica de principios es mucho más reciente, aunque, sin embargo, cualquier texto de macro hubiera debido llamar la atención sobre la gran debilidad del Pacto manifestada en esta crisis. La cuestión es la siguiente. El saldo de balanza por cuenta corriente de una economía es idéntico a la suma de saldos de ahorro/inversión privada y de gasto/recaudación del sector público. Por tanto, un déficit público –digamos, del 4%– puede quedar sobrecompensado por un superávit del sector privado –digamos, un 9%–, generando un saldo acreedor de la economía frente al exterior. Con ese dato fiscal, el Pacto activaría el procedimiento de déficit excesivo, pero cualquier analista interpretaría el déficit público en el contexto mucho más amplio de una economía ahorradora neta y con saldo positivo de cuenta corriente. Y al revés, aunque las cuentas públicas estén ordenadas, el sector privado puede estar desahorrando e incurriendo en un fuerte endeudamiento frente al exterior. El saldo negativo de la cuenta corriente reflejará esta disparidad de comportamientos, pero el Pacto no activaría sus alertas a pesar de la seria amenaza macro que se cierne sobre el país. Así ocurrió con las burbujas inmobiliarias irlandesa y española: ninguno de los dos países había violado el criterio del 3% desde la creación de la eurozona en 1999. Sin embargo, los sensores del Pacto estaban dispuestos para captar excesos del sector público, de modo que no reaccionaron ante la acumulación de déficits y de financiación externa de un sector privado en plena euforia inversora. También en otros órdenes, el Pacto ha mostrado críticas debilidades de funcionamiento. Por ejemplo, careció de la sensibilidad necesaria para hacer frente a la manipulación de cifras de un país como Grecia, cuyo historial en la UME estaba jalonado por incumplimientos casi sistemáticos del criterio del 3%.

Infracciones al Pacto

Infringir el Pacto no constituye novedad. Se incumplió abiertamente cuando Francia y Alemania cerraron sus cuentas públicas con déficit superior al 3% entre 2002 y 2005. Fue un episodio muy poco edificante, porque los dos países más importantes de la UME consiguieron imponer enmiendas al Pacto en lugar de someterse al procedimiento sancionador previsto. La propia Comisión Europea actuó muy responsablemente, interponiendo un recurso –rechazado finalmente– contra la decisión del Consejo.

Es forzoso admitir, de todos modos, que los déficit francés y alemán no transmitieron ninguna vibración significativa a la economía de la UME. Ahora, en cambio, el estallido de las burbujas inmobiliarias irlandesa y española, el déficit público portugués y los déficit persistentes y manipulados de Grecia, han tenido efectos desbordamiento y han sacudido violentamente la cohesión dentro de la UME. Cada uno de los países ha visto caer su calificación en el mercado financiero y soportado fortísimas oscilaciones de su prima de riesgo. Gobiernos y bancos han tenido dificultades de financiación –en diverso grado– y el riesgo de insolvencia soberana en países de la eurozona ha flotado en los ambientes financieros.

Acoso en varios frentes

Los políticos europeos no esperaban tenerse que enfrentar a una avalancha de acontecimientos que lanzaría a primer plano, ante todo, la insuficiencia del Pacto. La primera gran crisis que sufre la eurozona ha sido provocada, en gran parte, por causas que el Pacto ignoró. Los datos de Basilea revelan el importante peso de deuda griega y española en la banca alemana y francesa, de la presencia británica y alemana en los pasivos bancarios irlandeses y de la banca española en Portugal. Si la variable a observar hubiera sido la dinámica de endeudamiento del país, en lugar de un obsesivo dato parcial, como los saldos presupuestarios, es muy probable que la crisis se hubiera podido controlar a tiempo.

Por otro lado, la llamada cláusula de “no rescate” en el Tratado (art 125) excluye la ayuda a los países afectados y efectivamente obligó a identificar, muy artificialmente, una discutible base legal ajena al marco de la UME. Parece claro que la eurozona se había constituido sin red de seguridad para hacer frente a perturbaciones nacionales graves o a efectos desbordamiento sobre el resto del sistema.

Y en fin, el “mercado” ha adquirido un protagonismo desconcertante, en buena medida por la interacción de dos peligrosas espirales. Sus percepciones negativas, reflejo de opiniones, más o menos elaboradas, de analistas y medios, influyen de vuelta sobre los mismos analistas y medios, y de este modo confirman y contagian los brotes de escepticismo. Por otro lado, la hipersensibilidad del mercado a comentarios, incluso superficiales, sobre los programas de austeridad, desata con facilidad movimientos erráticos en la prima de riesgo país, comprometiendo el acceso a la financiación y en definitiva el buen fin de los programas. Dicho lo anterior, hay que subrayar que el mercado cumple una misión muy necesaria, porque somete las decisiones de la clase política a una prueba implacable de credibilidad: las diatribas dirigidas por distinguidas personalidades europeas contra los “especuladores” fueron muestra clara de su incomodidad con la lógica del mercado.

Dirección alemana: sombras y luces

En tales condiciones, ha sido preciso hacer camino al andar, creando de la nada estructuras de apoyo inmediato a los países en mayores dificultades y afrontando la reforma del vigente marco normativo y operativo. Por eso parece injusto el ensañamiento crítico sobre las indudables torpezas y titubeos que han sido patentes a lo largo de 2010 en la Comisión, en políticos europeos y, en particular, en las autoridades alemanas. Pero el país más importante de la UME ha asumido finalmente la responsabilidad de mantener la cohesión dentro de la eurozona. La dirección por parte de Alemania ha sido –y sigue siendo– decisiva. Con buen sentido político, además, mantiene el tradicional modelo de colaboración franco-alemana, a pesar de que el protagonismo de París atraviesa horas bajas y de que los máximos dirigentes de ambos países distan de alcanzar la sintonía personal que en su día tuvieron Kohl y Mitterrand.

Personajes clave han sido la canciller Merkel y su ministro de Hacienda, Schäuble. Cierto que la magnitud del problema les desbordó durante varios meses, con escaso apoyo de una opinión pública cuya confianza en la moneda única no pasa, desde hace años, del 20%-22%, y cuyo respaldo a la CDU –por otros motivos– se debilitó gravemente hasta finales de 2010. Pero sus propias reacciones estuvieron pobremente articuladas, se coordinaron mal y a veces adquirieron ese punto de arrogancia de país poderoso que tan poco predispone a fórmulas conciliatorias, como cuando Schäuble –cuyo estimable historial como hombre público abunda, sin embargo, en declaraciones desafortunadas– hablaba en marzo 2010 de la posible expulsión de países miembros, o Merkel abogaba por el automatismo sancionador para países incumplidores.

Superadas indecisiones iniciales, el gobierno alemán contribuyó activamente a la afirmación de voluntad política que cerró el paquete de apoyo a Grecia (mayo de 2010) y abrió paso a la constitución del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (EFSF), cuya primera aplicación (noviembre de 2010) fue la onerosa operación de salvamento de la economía irlandesa, una vez conocidas las cifras finales de su rescate bancario. Muchos medios no vacilaron en calificar esta operación como una “imposición alemana“: en Irlanda se habló de “dictados alemanes” y de “humillación nacional”, queriendo desconocer las abrumadoras dimensiones de una crisis nacional que la UME y, en una buena proporción, Alemania, se disponían a hacer suya –lógicamente, bajo condiciones–. Desde finales de 2010, el compromiso alemán respecto a la eurozona se ha expresado en términos contundentes. Ante el Bundestag, Merkel declaró sin equívocos que “no se dejará caer a nadie en Europa” y enunció los nueve puntos que, a su juicio, deben cumplirse en la gestión de esta y de futuras crisis semejantes. Lo interesante es destacar que todos los partidos, excepto La Izquierda, expresaron su apoyo e incluso fueron más allá, como en el caso del E-bono. Varias veces ha repetido Merkel la frase de que “si el euro fracasa, es Europa la que fracasa”. El proyecto de nuevas reglas de juego para la Unión –presentado como franco-alemán– está ya sobre la mesa. “Cualquiera que hubiera sido nuestro escepticismo”, decía un directivo de un importante banco internacional en diciembre, “no es posible ya dudar del compromiso político (de Alemania) con el proyecto europeo”.

Sin embargo, una cosa es la voluntad política de recomponer la situación y otra la enorme dificultad técnica y política de estructurar un marco normativo y operativo que garantice la consistencia de que el actual carece. Las críticas a la actitud alemana hacen poco esfuerzo para distinguir estos dos planos y por ello conviene intentar un esfuerzo de clarificación.

Temas de fondo vs técnicas negociadoras

Es previsible que el importe del EFSF resulte insuficiente para hacer frente a un nuevo esfuerzo conjunto en Grecia, o a otras crisis nacionales que afecten a economías de mayores dimensiones. Sus recursos han de obtenerse mediante emisiones de bonos –hasta 440.000 millones de euros– cuya triple-A viene condicionada a la garantía de los países miembros y al bloqueo de una parte importante de cada emisión. En la agenda europea figuran opciones para aumento del techo y utilización del disponible –por ejemplo, adquiriendo bonos y aliviando el balance del BCE, o facilitando al país la recompra de deuda propia–. El debate está en curso, aunque normalmente el acuerdo no llegará a adoptarse en solitario, sino como parte de la amplia reforma de los mecanismos constitutivos de un posible “gobierno económico” que –esquemáticamente–-debe buscar un delicado equilibrio político entre compromisos de autocontrol por parte de algunos países miembro y compromisos de solidaridad por parte de las economías más fuertes. Parece imperativo que la obligación de ser solidarios tenga que guardar equivalencia con la obligación de gestionar prudentemente: ningún mecanismo beneficiará a la eurozona si estimula el riesgo moral ofreciendo ayudas cuasi-automáticas para corregir efectos de políticas desacertadas. De aquí la insistencia de las autoridades alemanas, como representantes del país que –llegado el momento– sería el primer aportante de recursos, en que los múltiples temas de esta agenda no sean objeto de discusión y acuerdo aislados, sino que se negocien como un todo coherente, evitando “trocear” el proceso y perder de vista su perspectiva unitaria. La técnica del ministro Schäuble es, por lo demás, bien conocida por todo buen negociador: acordar que “sólo tendremos acuerdo cuando hayamos acordado todo”.

Sin embargo, es reiterativo en muchos medios asociar la falta de progreso palpable en temas aislados a supuestas actitudes dilatorias o negativas del gobierno alemán, queriendo ignorar que la UME está afrontando un replanteamiento global y no tratando una lista desordenada de temas individuales. Los mercados, por ejemplo, expresaron insatisfacción con el resultado del Ecofin del 17-18 de enero, presumiblemente porque diversas fuentes informativas habían anticipado, sin fundamento serio, expectativas de acuerdo. El escepticismo de los analistas se reaviva cada vez que voces cualificadas –en particular, economistas prestigiosos de EEUU– se desentienden de la difícil economía política del proceso, pronosticando un desenlace fatal para los esfuerzos de supervivencia que realiza la UME y que –al menos de momento– no reflejan otra cosa que dificultades y tensiones propias de cualquier proceso negociador complejo. El desdeñoso comentario de Rogoff (en Davos), “no sé qué estrategia tienen (los europeos) que no sea la de seguir firmando cheques en blanco a los periféricos”, es un simple ejemplo, no el primero ni seguramente el último.

Temas de fondo vs legalidad constitucional

Muchas opiniones subrayan que Merkel actúa con pies de plomo atemorizada por el Tribunal Constitucional (BVerG) alemán. Hay que hacer una obligada digresión. Se llame “temor” o de otra manera, la actitud de la canciller es irreprochable. Que el poder ejecutivo aspire a la estabilidad jurídica de sus actuaciones y para ello evalúe ex-ante su legalidad en función de la jurisprudencia constitucional es un indicador de respeto a los procesos democráticos, en Alemania como en cualquier otro país. Merkel sabe muy bien que la participación alemana en iniciativas europeas –ejemplos son el Tratado de Maastricht, el de Lisboa, el paquete de ayuda a Grecia y el EFSF– ha sido escudriñada minuciosamente por el alto tribunal a petición de parte, ya que el traspaso de competencias a una estructura intergubernamental europea de muy insuficiente legitimación democrática tiene que conciliarse con normas específicas de la constitución alemana que declaran “intangibles” los principios básicos –“señas de identidad” del Estado alemán– establecidos en sus artículos 1 (derechos humanos) y, sobre todo, 20 (Estado federal, democrático y social).

La sentencia sobre Maastricht (1992) fue conceptualmente muy abierta. El traspaso de competencias soberanas debe tener un límite condicionado al nivel de legitimación democrática de la UE en cada momento. El tribunal consideró que las competencias ya cedidas definían un ámbito de acción restringido para la UE, que bajo los principios de subsidiariedad y proporcionalidad podía conciliarse con la ley fundamental. Tampoco debían constituir problema las múltiples políticas de cooperación dentro de la UE, porque se desarrollan entre Estados y no conllevan la ampliación de competencias comunitarias. La sentencia sobre Lisboa va más allá –con lenguaje duro y tono muy restrictivo– porque parece erigir límites absolutos a la cesión de competencias: el BVerG distingue entre cesión de poderes limitados y enajenación de la soberanía del Estado. El alcance de esta doctrina necesitará clarificación futura, pero de momento el tribunal se autoconstituye como instancia decisoria para interpretar en cada caso si competencias transferidas por el gobierno alemán, o ejercidas por órganos comunitarios, respetan el texto o el espíritu constitucional. El tribunal declara que en ningún caso podrá transferirse a la UE competencia para decidir sobre su propia competencia (el principio conocido como Kompetenz-Kompetenz) y se reserva la prerrogativa de notificar al gobierno de Berlín, llegado el caso, una “orden de incumplimiento” de un acto comunitario. A juicio de muchos estudiosos, el enfoque de esta sentencia hará muy difícil para un gobierno alemán participar en futuros proyectos europeos que exijan nuevos traspasos de competencias “fuertes”. Cesiones en materia fiscal o presupuestaria a estructuras comunitarias de tipo federal podrían presentar un flanco particularmente expuesto. Por contra, el tribunal falló al año siguiente un tema laboral –el llamado “caso Mangold” (2010)– reconociendo, sin otra reserva que la de un magistrado disidente, la preferencia del derecho comunitario sobre una norma legal alemana.

Un caso: la agencia emisora de E-bonos

Esta incierta línea interpretativa suscita interrogantes de futuro. Un ejemplo importante seria la posible emisión unificada de E-bonos para todos los miembros de la UME a través de una agencia especializada. Los países triple-A proporcionarían el aval necesario para que las emisiones gozasen de la misma calificación. La trascendencia política de este posible proyecto no puede exagerarse. Ningún país miembro se expondría individualmente ante el mercado, de modo que desaparecería la prima de riesgo país y los problemas de acceso y coste de financiación. El mecanismo haría desparecer la actual fragmentación de mercados de deuda, convertiría en exclusivo tema de política intra-UME cualquier crisis fiscal de un país miembro y crearía un gran mercado de papel público comparable seguramente al de EEUU, que catapultaría el papel internacional del euro. Imprimiría a la UME, en definitiva, la estabilidad frente al mercado de que ha carecido a lo largo de esta crisis.

La diferencia con el actual EFSF –de momento, activo hasta 2013– es considerable. La agencia necesita una estructura mucho más robusta para merecer la confianza del mercado: por ejemplo, incorporación al cuadro institucional de la UME (recuérdese que el EFSF ni siquiera es un mecanismo comunitario, sino un acuerdo entre países miembro); base legal firme como alternativa al art. 125 del Tratado; y grado suficiente de autonomía decisoria, lo mismo para emitir que para negociar la canalización de recursos hacia los países. Aunque las capacidades de la agencia pueden revestir graduaciones diferentes, parece difícil imaginar su creación por la vía simplificada del art 48.6, esto es, sin que se le transfieran competencias estatales. El FMI probablemente acierta al anticipar que el proyecto sería un “embrión de federalismo fiscal” (“Selected Issues” al Art IV de la eurozona, 2010). Es prácticamente seguro que la agencia exigiría una enmienda al Tratado. Si en su día algunos ciudadanos alemanes consideraron dudosa la constitucionalidad de un instrumento como el EFSF, mayores razones encontrarían, a la luz de las argumentaciones de la doctrina Lisboa, frente a una agencia con funciones supranacionales.

Por eso es comprensible que Merkel y Schäuble hayan preferido no plantear batalla al escepticismo que se agita dentro de su propio partido, a pesar de que no falta al E-bono apoyo de medios responsables, de expertos como Bofinger (uno de los cinco Wirtschaftsweisen, “sabios”, que asesoran al gobierno) o de políticos de peso dentro de la oposición socialista, como Steinbrück, Steinmeier y Martin Schulz. Pero nada podría perjudicar tanto a la eurozona como un acuerdo inter-gubernamental de creación de la agencia que poco después fuese declarado anti-constitucional en Alemania. Es más oportuno, por el momento, actuar con prudente realismo. De todos modos, resulta algo menos comprensible que sean políticos europeos quienes presionen a favor de un proyecto tan ambicioso pero tan vulnerable a una prueba de legalidad constitucional. Los actuales dirigentes de Luxemburgo, el ministro de Hacienda de Italia y uno de nuestros ex-presidentes, harían bien en mitigar sus desiderata de carácter federalista. El mismo FMI (ibid.) adopta una visión sumamente realista sobre lo que es deseable y lo que es posible. Una UME pragmática puede limitarse de momento a logros concretos, nada sencillos por otra parte, pero razonablemente factibles, que refuercen la solidaridad de hecho y preparen el terreno para futuros proyectos integradores: es avanzar, una vez más, hacia la Europa paso a paso de Schuman y Monet. Corregir el defectuoso marco actual para la moneda única quizá sea solamente una “segunda mejor” (second best) opción, pero puede imponer desde ya reglas más serias de comportamiento y un mecanismo ordenado para gestión de crisis.

Teorías inaplicables: el reparto de cargas

Como recordaba Donges recientemente, Krugman y otros economistas norteamericanos han recalcado que una política expansionista en Alemania –se podría llamar de “revaluación interna”– permitiría amortiguar la dureza de las políticas de austeridad –o de “devaluación interna”– de los países en dificultades. Si Alemania aceptase la carga de una parte del reajuste europeo es evidente que los costes económicos y sociales se redistribuirían de manera más ponderada. No faltan políticos y analistas europeos que formulen idéntica exhortación, incluido el actual director gerente del FMI. Teóricamente inobjetable, sus proponentes saben muy bien que este tipo de colaboración raramente ha salido de los libros de texto y que es de muy difícil “venta” a la opinión pública. Bajo la apariencia de un razonable reparto de cargas, los costes para cada país no son proporcionados: se espera que el país que se ha sometido a una seria disciplina económica comparta el sacrificio de introducir una disciplina semejante en otros países que la habían rehuido. Se recordará que Keynes trató de introducir la responsabilidad de países con superávit en el orden monetario de la posguerra –en aquel entonces, EEUU–, pero que los negociadores norteamericanos lo rechazaron de plano, convencidos de que el Congreso nunca se avendría a una decisión tomada por un organismo internacional, en este caso, la Clearing Union de la propuesta británica. La naturaleza del problema era la misma, aunque entonces no se tratase de países reformadores y renuentes, sino de una economía potenciada y otras esquilmadas por la guerra. Una pobre alternativa, la cláusula de “moneda escasa”, quedó como letra muerta en los estatutos del FMI (allí continúa, Art. VII). La Guerra Fría solventó estas preocupaciones porque EEUU, tan reacio a presiones internacionales para compartir costes de reajuste, no vaciló sin embargo en realizar masivas exportaciones de capital a través del Plan Marshall cuando consideró esencial consolidar las economías y la seguridad de Europa frente a la URSS. Años más tarde, Japón se resistió a cualquier ajuste que redujese su saldo comercial con EEUU, como hoy ocurre en China. Eichengreen, historiador del sistema monetario internacional, proporciona muchos más ejemplos.

Conclusión: No es posible mantener la integridad de la eurozona sin contar con la implicación activa de su país más potente, Alemania. Las críticas a cualquier país líder son habituales y en general de escaso valor constructivo: Francia fue blanco favorito de invectivas semejantes durante muchos años. En el mundo anglosajón, donde la supervivencia del euro se contempla con desconfianza –para EEUU significa Europa cohesionada frente a Europa invertebrada, para el Reino Unido un previsible eje financiero París-Frankfurt a costa de Londres–, este tipo de crítica, descarnada a veces y sutil otras, se practica sistemáticamente. Pero tampoco escasean en la UME improvisaciones superficiales acerca del papel alemán durante esta crisis. Irlanda fue un ejemplo, sobre todo en noviembre de 2010, y no es extraño leer o escuchar comentarios análogos en España.

Desde un punto de vista práctico, creo que el proceso de reformas en curso se encuentra canalizado correctamente. El debate interno provocado en la cumbre del 4 de febrero es justamente el arranque de un proceso negociador, que será muy duro a juzgar por algunas primeras reacciones al paquete de propuestas presentadas por Alemania y Francia. El paso siguiente debe darlo el presidente de la UE a fin de identificar áreas de consenso que permitan avances sucesivos y quizá el cierre de la negociación en el curso de la cumbre del mes de marzo. Sea entonces, o algo más tarde, está en juego la supervivencia de la eurozona actual.

España no debiera encontrar dificultades para participar en el acuerdo que previsiblemente se adopte. Nuestros problemas son internos.

En primer lugar, conviene recordar que la participación en una potente área económica en que desaparece la incertidumbre cambiaria tiene valor incalculable para un sector empresarial que, como en nuestro caso, realiza dentro de la UME proporciones altísimas de su tráfico exterior. Pero el acceso a esta formidable ventaja fue puntual y se produjo ya en 1999. A estas alturas nadie recuerda el momento. Manejar el euro nos parece un derecho adquirido. Hay un evidente error de perspectiva. Todo miembro de una unión monetaria hace suyas obligaciones rigurosas de comportamiento. Esta noción se perdió durante los años en que el auge inmobiliario creó la falsa sensación de que España había descubierto su propia fórmula de éxito económico. La gran lección para españoles es que el país no puede jugarse de nuevo su solvencia, ni contemplando pasivamente cómo los costes erosionan su competividad, ni ejecutando políticas públicas desordenadas, ni consintiendo episodios de sobreinversión privada cuyo final estrepitoso puedan ser una recesión y un grave desorden fiscal.

En segundo lugar, el nuevo marco de la UME debiera constituirse en referente de rigor para nuestra política interna. La gestión de la economía está muy necesitada de un debate público sistemático desde todos sus ángulos –política del gobierno, crítica parlamentaria, seguimiento en los medios– que tenga presente la responsabilidad de España como miembro importante de una unión monetaria y los peligros –para nosotros y para la UME– de seguir políticas divergentes. Si la entrada en la UME fue un momento en el tiempo, nuestra permanencia exige una continuada coherencia de políticas, día tras día, con su marco normativo. Nada de esto debe confundirse con la sumisión a otros países, ni con absurdas nociones de unos “deberes” aprobados por Berlín o por Bruselas: el fundamento de la voluntad política de continuar utilizando como propia una de las divisas más fuertes del mundo no es dar satisfacción a nadie, sino el propio interés nacional.

Y finalmente, el problema de futuro es el mismo problema de origen: la falta de convergencia real con los países más avanzados. Es trivial recordar que, para colmar la brecha, España debe crecer regularmente a tasas superiores al promedio de la UME, pero que tiene que lograrlo con estabilidad, bajo las limitaciones de política fiscal y monetaria propias de la Unión y sin perder competitividad-precio. En estos momentos, existe una coincidencia suficiente de elementos positivos para proyectar un modelo de crecimiento a medio plazo sobre la base de políticas rigurosas (en las que no caben vacilaciones ni marcha atrás): un duro programa de austeridad, importantes reformas estructurales y saneamiento del sistema de cajas. A la iniciativa privada y, en particular, al sector exportador más dinámico debe reservarse el papel clave en la dinámica del crecimiento. Es esencial no equivocarse de nuevo e identificar esta vez un modelo sostenible, incompatible con los espejismos de prosperidad que irradian los procesos de inversión especulativa. El debate sobre crecimiento en España no admite demora –ni siquiera en un año pre-electoral–.

Por Luis Martí, vice-presidente del Banco Europeo de Inversiones (EIB), 1994-2000.

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