Recordando a Cortázar

Lo primero que llamaba la atención, al saludar a Julio Cortázar, era su estatura, casi de gigante. (En una vieja fotografía, yo apenas le llego al hombro). En seguida, los ojos claros, la amabilidad para tratar a todo el mundo, desde el colega pedante hasta el joven tímido que le abordaba por la calle. Y algo muy sorprendente, su aspecto juvenil: aparentaba veinte o treinta años menos de los que en realidad había cumplido. Sólo a una distancia muy corta comprobaba uno la huella inexorable del tiempo en las arruguitas, debajo de los ojos, y en sus manos envejecidas...

Se cumple este año un doble aniversario de Cortázar: el 12 de febrero, treinta años de su muerte, en 1984; el 26 de agosto, cien años de su nacimiento, en 1914. Como tantos narradores, está pasando su «purgatorio»: sus juegos vanguardistas deslumbran ya menos a los críticos y algunos escritores reprochan su –para ellos– excesivo sentimentalismo... Pero nadie discute la perfección implacable de su técnica y muchos jóvenes siguen emocionándose con sus relatos.

Al charlar con él, te acostumbrabas pronto a su deje suave, al frenillo –no afrancesado– que le impedía pronunciar las erres; su sencillez y su cortesía te hacían sentir cómodo. Me suelen preguntar de qué hablaba con él, creyendo que se trataría de cuestiones literarias. No era así. Charlábamos de todo: especialmente, de música y de cine, sus grandes aficiones. Y de la vida, en general: es decir, de la literatura, tal como él la sentía.

En el cine, buscaba lo que podía tener en común con su técnica narrativa: el contraste de puntos de vista; la suma de imágenes, aparentemente inconexas, que apuntan a un misterio; las historias paralelas; los saltos en el tiempo...

Le fascinaban las aparentes coincidencias: puertas abiertas a otra realidad, apenas vislumbrada. En un viaje –me contó–, por llenar un rato vacío, entró en un cine a ver una película, de la que no tenía noticia alguna: una modesta «serie B», de habla hispana. Sólo después se enteró de que, en inglés, su título era «Hopscotch»; es decir, «Rayuela»: igual que su novela, con la que no tenía nada que ver. Son los sorprendentes hilos del azar...

Le gustaba, sobre todo, hablar de música, su gran pasión. De toda la música: clásica, jazz, tangos... O casi toda. Con cierta vergüenza, me confesaba que él se había quedado en los Beatles y los Rollings Stones: no lograba ir más allá, le aburrían las repeticiones puramente mecánicas, sin melodía. Y prefería los Beatles a los Rollings (también en eso coincidíamos).

Su conocimiento de la música clásica era superior al de un buen aficionado. En «Rayuela», aludía tanto a olvidados músicos franceses del XIX (Edouard Risler, por ejemplo) como a «Cielito lindo», «Le temps de cérises» y los «Kindertoten lieder», de Mahler. A la vez, se burlaba de los «arpegios orgiásticos» que puede producir la música a «Las ménades» y de la cursilería a la que llega una pianista como Berthe Trépat.

Es bien conocida la pasión de Cortázar por el jazz: para él, significaba el reino de la libertad. Apreciaba especialmente a las figuras de los orígenes, del be-bop y a los grandes clásicos: Bix Beiderbecke, Jelly Roll Morton, Lester Young, Dizzy Gillespie, Bill Coleman, Earl Hines, Lionel Hampton... Escribió páginas magistrales sobre Louis Armstrong, «enormísimo cronopio» (la tribu de sus amigos preferidos). Y, sobre todo, logró una auténtica obra maestra con su relato «El perseguidor», inspirado en Charlie Parker: un ejemplo del artista auténtico, que busca siempre «la posibilidad de encontrar otra vida»...

En Madrid, Cortázar descubrió la Tauromaquia y se convirtió, según sus palabras textuales, en «un aficionado entusiasta». Podía aburrirse, si la corrida era mala, pero le parecía algo único: «Se podrá hablar un día entero de la decadencia de la Tauromaquia... pero hay algo que queda en pie y es la hora de la verdad». En el patio de arrastre de Las Ventas lo saludé personalmente, por primera vez, después de habernos escrito. Viajando por España, le emocionaron especialmente Toledo, Salamanca, las iglesias románicas castellanas, los «pulpos gloriosos» que comió en Santiago de Compostela, el río Miño...

Cuando lo conocí, sentía la angustia de la falta de tiempo, por los compromisos profesionales o amistosos. Podía esbozar un cuento –me decía– aprovechando los huecos de un viaje, en el aeropuerto, en una noche de hotel, pero una nueva novela requería tiempo, tranquilidad, dedicación. Él se consideraba narrador, no estaba de acuerdo con los que criticaban sus novelas y limitaban su maestría a los relatos cortos.

Empezó a publicar tarde, con un amplio bagaje de lecturas. Venía de la poesía, de la influencia liberadora del surrealismo. Quisieron vincularle, primero, a una línea muy argentina, la de la literatura fantástica y Borges. Aunque lo respetaba mucho, no se sentía su seguidor. Cortázar no buscaba una literatura intelectual sino humana, cordial, entrañable. No quería huir de lo cotidiano para refugiarse en mundos imaginarios. Para él, el misterio se encuentra en la experiencia más banal, si sabemos advertirlo. En vez de «la vuelta al mundo en ochenta días», proponía «la vuelta al día en ochenta mundos». Solía repetir una inscripción que leyó en un templo oriental: «Si el paraíso existe, está aquí, está aquí, está aquí...».

En un momento dado, sintió el riesgo de «la peligrosa perfección del cuentista» que se limita a los juegos formales. Buscaba algo más: ritos, saltos, signos; llaves, puentes, ventanas que se abren a otra realidad... Sabía que, para alcanzarla, la inteligencia no basta: son indispensables los sentimientos auténticos, profundos.

Creía firmemente que el humor es el camino necesario: un humor que no excluye nada («is all pervading or is not», decía, con buscada pedantería), ni al propio narrador. Por eso, inventó el «glíglico», un lenguaje musical («apenas él le amalaba el noema...») y el «Rayuel-O-Matic»: un mueble para que el lector pueda descansar a gusto, si cae dormido, a mitad de la novela...

Cuando le hablé de su romanticismo, me dio toda la razón: «Soy un tipo increíblemente cursi: una balada escocesa me arranca lágrimas y, una vez por semana, salgo llorando del cine o del teatro...».

El mundo que crearon esas manos arrugadas ha conectado especialmente –él lo decía– con los que poseen una sensibilidad «todavía no resecada por las experiencias de la vida». Hoy mismo, muchos jóvenes siguen acudiendo a su tumba, en el cementerio parisino de Montparnasse. Dejan, allí, flores frescas y frases; también, algunas tizas, para dibujar, en el suelo, una «rayuela», intentando pasar de la «tierra» (la primera casilla) al «cielo» (la última). Leyendo a Julio Cortázar, ése es el juego que todos seguimos jugando.

Andrés Amorós, escritor y crítico taurino de ABC.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *