Recordando a Pedro Laín Estralgo

Hoy se cumplen diez años del fallecimiento de Pedro Laín Entralgo. Posiblemente los esfuerzos que se inviertan en conmemorarle sean escasos o inexistentes. Sin embargo, Laín fue una de las primeras figuras intelectuales españolas del siglo pasado. En su novela Leyenda del cesar visionario, Francisco Umbral convirtió a Laín en uno de sus personajes, siempre reunido en torno a la tertulia de intelectuales falangistas que trabajaron en Burgos durante la guerra civil como propagandistas del bando franquista. Laín y los «laines», como Dionisio Ridruejo o Gonzalo Torrente Ballester, entre otros: jóvenes intelectuales llamados a ocupar un lugar de excepción en el panorama cultural de la posguerra. Pero al menos Laín, Ridruejo y Torrente Ballester recorrieron un camino que les condujo desde su inicial y plena adhesión al régimen, pasando por una etapa intermedia de distanciamiento hasta ofrecer su apoyo expreso a la transición democrática, no sin antes interponer un sincero y muy doloroso ejercicio previo de arrepentimiento público por su posicionamiento político de juventud. El mismo Laín escribió con ese propósito unas memorias de título esclarecedor: Descargo de conciencia(1976). Allí se revelará que la caricatura de los «laines» compuesta por Umbral en la novela antes citada resultó enormemente injusta.

Catedrático de Medicina, ensayista, crítico literario, autor de varios dramas, miembro de las Reales Academias de Medicina, Historia y de la Lengua Española (de la que fuera presidente), además de rector la Universidad Complutense, Laín fue tejiendo a lo largo de su vida una obra inmensa, más propia de un sabio que de un genio, cierto, aunque no por eso menos valiosa. Dada la diversidad de temas abordados en sus estudios no cabe sintetizarlos en una mera nota conmemorativa, ni tampoco es el lugar idóneo para hacerlo. En cambio, sí es posible y oportuno apuntar los principales atributos de la actitud ejemplarísima con la que Laín afrontó su vida. Dos condiciones indujeron esa actitud. La primera una curiosidad intelectual y una acumulación de conocimientos verdaderamente desbordantes. De un lado, Laín procuró mantenerse al día sobre los avances producidos en las ciencias naturales en una época en que éstas ya progresaban a ritmo de vértigo. Por otra parte, su sensibilidad humanista le orientó igualmente al estudio de la literatura, de la historia política y de la ciencia (sus aportaciones a la historia de la medicina serían mundialmente reconocidas) y más profundamente aún al cultivo de la filosofía, recibiendo una intensa influencia de los autores de la generación del 98 y de la fenomenología y el existencialismo, de Unamuno y Ortega, y sobre todo de su gran amigo Xavier Zubiri.

La segunda condición que determinó el pensamiento de Laín fue un patriotismo que podría llamarse trágico. Visto desde la distancia que da el tiempo es posible que se dejara cautivar por la idea de una España bronca destinada al enfrentamiento permanente de sus hijos: tierra de Caín y Abel, viejo mito de nuestro pasado que ha sido denunciado, entre otros, por el historiador Fernando García de Cortázar. No obstante, ¿qué otra idea podía encajar mejor con la personal vivencia de Laín de una guerra civil en la que tomó parte y de una dictadura a la que inicialmente respaldó como intelectual orgánico pero a la que no tardó en abandonar por oponerse a persistir en el clima de enfrentamiento entre las «dos Españas»? No es de extrañar entonces que quien oficiara simultáneamente de médico y patriota diagnosticara a su país una enfermedad fratricidaque habría venido impidiendo un estado de convivencia serena y satisfecha.

D A lo largo de su muy longeva trayectoria intelectual Laín daría sucesivas explicaciones a la citada enfermedad fratricida de los españoles, conectando cada una de ellas con una de las tres necesidades y potencias humanas a las que dedicó gran parte de sus reflexiones filosóficas: las necesidades de creer, esperar y amar. Así, Laín comenzó por interpretar que el problema de España era una cuestión de creencias, aquéllas que ponían en conflicto a los españoles, impidiéndoles reconocerse como herederos de una cultura común y como miembros de una sola nación. Esta posición se tradujo, por parte del Laín propagandista, escritor y académico en un intenso y sostenido esfuerzo por reivindicar la obra y las ideas de numerosos autores a los que el régimen franquista había condenado como enemigos de España. En segundo lugar, cuando más tarde abandonó sus disquisiciones en torno a las esencias de la patria, tan deudoras de su etapa falangista, Laín pasó a contemplar el problema español partiendo de un diagnóstico distinto. Si España es conflictiva —dirá entonces— debe serlo por una variedad de factores que inducen división de opiniones y proyectos políticos. Algunos de esos factores sería de tipo histórico e ideológico, otros serían de índole socioeconómicos y, por último, estarían también los relacionados con los tradicionales conflictos regionalistas y nacionalistas. Pretender disolver esas divisiones imponiendo una concepción única y esencialista de España comienza a parecerle a Laín un ejercicio tan absurdo como vano. La desunión sólo podría solventarse partiendo de una idea menos metafísica de nación, como la que había dado ya Ortega: nación como proyecto sugestivo de vida en común. Únicamente un proyecto colectivo que ilusionara a los españoles podría aunar sus voluntades y contribuir a su reconciliación, pensará Laín. Ahora bien, si el fracaso de convivencia que supuso la guerra civil había sido fuente de desilusión su superación demandaría una nueva actitud

hacia el futuro, una actitud esperanzada. La respuesta al problema de España, por tanto, había de conectarse con otro de los principales temas antropológicos abordados por Laín, especialmente en uno de sus ensayos más hermosos, La espera y la esperanza(1956). Y la esperanza para España la va a fundar Laín sobre las mismas bases en las que ya insistieran los regeneracionistas, Ramón y Cajal y, otra vez, Ortega: un proyecto de integración nacional y de integración en Europa, de asimilación de lo mejor de la cultura occidental como su tensión hacia la libertad y el cultivo del conocimiento científico (para el cual se pedirá un superior esfuerzo).

Finalmente, Laín comenzará a ocuparse en el estudio de las relaciones humanas, analizadas con profundidad en otros dos libros fundamentales: Teoría y realidad del otro (1961) y Sobre la amistad(1972). Según su punto de vista, en España se habría resuelto mal el problema del Otro, de ahí la frecuente caída en sectarismos de diversa índole y ese «macabro deporte», tan frecuente entre españoles, consistente en «lanzar los propios muertos contra el rostro del adversario». Pero Laín reflexionaría sobre la amistad para poner de manifiesto que aquélla (la forma más deseable y productiva de trato humano) resulta factible incluso entre individuos o grupos que discrepan entre sí por su condición social, su ideología o su origen. La falsa oposición entre amistad y discrepancia se corresponde con la conocida dialéctica «amigo-enemigo» a la que el jurista alemán Carl Schmitt quiso reducir toda relación política: en esencia el mismo tipo de dialéctica que había propiciado la conversión de la guerra civil en un «habito psicosocial», toda una mentalidad «guerracivilista» que debía ser arrumbada si de verdad se pretendía alcanzar la concordia sustraída. Aunque no por primera vez, Laín pronunciaría estos juicios en 1978, año de nacimiento de la actual Constitución.

En suma, recordar a Pedro Laín Entralgo significa evocar a uno de nuestros pensadores que más voluntad puso en emplear el conocimiento y la razón para comprender y reconciliar al ser humano y, más específicamente, a aquella porción de humanidad que llamamos España. O como ha señalado el profesor Diego Gracia: «Uno de los españoles del siglo XX que con más ahínco ha empeñado su vida en la tarea de unir e integrar ideas, personas, corazones». Quien pone estas líneas aún se acuerda cómo hasta sus últimos días, abrumado por los dolores de la vejez, Laín siguió ejercitando aquella tarea, tan ardua como necesaria.

Luis de la Corte Ibáñez, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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