¿Recortes o estímulos?

En las páginas de Opinión del New York Times se enfrentaban hace poco los espadachines de las dos escuelas económicas que vienen batiéndose desde hace décadas. A un lado, Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff. Al otro, el eterno Paul Krugman. La pareja Reinhart-Kenneth se hizo famosa en 2010 por el estudio que hizo sobre el impacto del déficit en la economía de los países, del que se deducía que cuando su deuda supera el 90 por ciento del PIB frena el crecimiento. Mientras que Krugman nos repetía por enésima vez la tesis por la que le dieron el Nobel de Economía: que a la crisis no se la combate con recortes, sino con estímulos gubernamentales que fomenten la actividad económica.

En realidad, se trata del debate iniciado en el crash de 1929, con Hoover defendiendo las medidas de austeridad y Roosevelt poniendo en práctica las teoría de Keynes de más gasto público. La opinión generalizada es que ganaron estos últimos, aunque hay especialistas convencidos de que la economía norteamericana no despegó con el New Deal rooseveltiano, sino con la Segunda Guerra Mundial, que envió millones de hombres al frente y puso a todo vapor la industria USA. En cualquier caso, Keynes se convirtió en el profeta de todos los gobiernos occidentales y en padre del Estado Social de Bienestar, que nos ha llevado al más alto nivel de vida de la historia. Hasta que el crash de 2008 nos recordó que incluso lo bueno puede terminar siendo demasiado y llevarnos a la bancarrota. Lo que reanuda el debate recortes-estímulos, con los dos bandos defendiendo fieramente sus posiciones.

Argumentos sobran a ambos. No hace falta ser economista (o puede que se necesite no serlo, visto su papelón) para darse cuenta de que un excesivo endeudamiento no es sano. Las deudas hay que pagarlas y, de seguir creciendo, llega un momento en que sólo los intereses de esa deuda acapararán de tal forma la tesorería de un país que le impedirán atender sus necesidades más urgentes. Si la línea roja de esa deuda es el 90%, como dicen Reinhart-Rogoff, o puede sobrepasar tranquilamente el 100%, como dice Krugman, dependerá de cada país, pues las condiciones y actitudes difieren considerablemente. Hay países, como Estados Unidos y Alemania, que pueden permitirse ese lujo por la confianza que inspiran. Mientras que otros, como los mediterráneos, no podemos permitírnoslo por la desconfianza que generamos. No voy a ser yo, pobre de mí, quien decida la controversia, aunque a estas alturas puede decirse que, si dar barra libre al endeudamiento es como querer curar el alcoholismo con whisky, fiar la recuperación sólo a los recortes puede llevarnos a lo de aquel que cuando había acostumbrado a su burro a no comer se le murió. Una combinación de ambas medidas parece ser la medicina apropiada, dependiendo la mezcla de las circunstancias de cada caso. El nuestro es tan grave que Europa nos advierte que, aunque los ajustes hechos van por el buen camino, debemos seguir recortando.

Seguro que no gustará, pero ¿tenemos otra salida? De ahí que me haya parecido interesante una teoría, resurgida a la luz con la muerte de su diseñador, Albert Hirschman, con 97 años, que casi corresponden a los del turbulento siglo XX. ¡Qué vida la suya! Nació en Berlín y recaló en Estados Unidos después de exilios, guerras, servicios de inteligencia y labores de intérprete en el proceso de Nuremberg, para iniciar, en 1952, una brillante carrera académica, enseñando economía, política y cultura en Columbia, Yale y Harvard. Se haría famoso por una disertación que hoy suena a chiste o sarcasmo: «La Economía Optimista», según la cual lo que llamamos crisis no es otra cosa que esos pasos atrás que dan los saltadores para llegar más lejos. Hirschman los llama «impulsos del progreso» y los atribuye a «las tensiones que se generan entre los intereses individuales y los de la comunidad que se dan en todas las sociedades vigorosas». Sucediéndose en ellas los periodos en que prevalecen los intereses de los individuos, correspondientes a los de creación de riqueza, y en los que prevalecen los intereses de la comunidad, correspondientes a los de reparto de la misma. De atenernos a esa teoría, el Estado Social de Bienestar habría correspondido al del reparto, pero creciendo hasta el punto de amenazar a la sociedad misma, incapaz de sostenerlo. Lo que obliga a pasar a una fase de recorte de prestaciones y acumulación de riqueza para restablecer el equilibrio económico-social. La crisis, por tanto, no debe tomarse como anomalía, sino como algo natural dentro de los ciclos de vacas gordas-vacas flacas y de pulsos individuo-sociedad.

Una teoría interesante, posible y... discutible. Lo que, en cambio, considero indiscutible e innovador de Hirschman es esta advertencia: «Solemos pensar que en cada momento sólo ocurre una cosa, cuando en realidad están ocurriendo varias a la vez y no todas en la misma dirección. Lo que confunde y suele traer diagnósticos falsos y medidas contraproducentes». Si aplicamos tal observación a la hora presente, no hay duda de que la economía europea se halla en franco retroceso, acaparando nuestra atención e impidiéndonos ver que la economía de los países emergentes se ha disparado, con algunos de ellos, como China, sobrepasando a potencias europeas, como el Reino Unido. O sea, el argumento de la historia es siempre el mismo, pero los protagonistas varían. Con la crisis como vehículo de crecimiento de unos países y hundimiento de otros. Que se esté entre los vencedores o entre los vencidos dependerá de si uno se aferra al pasado o elige el futuro. omo les dije, se ha calificado de «optimista» la economía de Hirschman. Yo la llamaría más bien neutra o realista, al considerar la crisis un vehículo entre el progreso y el retroceso, según la actitud que se adopte ante ella. Quienes se rinden a su brutal catarsis, como a cualquier desastre natural, no sobrevivirán o, si lo hacen, será en un nivel inferior al que estaban. Mientras que los que aceptan el desafío, aúnan fuerzas contra ella y buscan la forma de reorganizarse en el desolador escenario que ha dejado tras sí alcanzarán un nivel más alto que el anterior. Algo lógico y comprobado, pues a estas alturas deberíamos saber que el progreso no es lineal ni indefinido, como nada en este mundo, sino zigzagueante. Del mismo modo que el movimiento continuo no existe, la expansión, física o económica, tampoco puede ser eterna. Necesita pausas, descansos, incluso destrucción de lo que el desgaste del tiempo ha dejado obsoleto, para poder dar el próximo salto adelante.

Y a lo práctico: ¿cuándo, según la teoría de Hirschman, acabará la crisis? Pues cuando hayamos vuelto a reunir dinero para que las empresas puedan de nuevo contratar gente. Parece que nos queda aún bastante trecho.

José María Carrascal, periodista.

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