Conocer el pasado permite, a veces, adivinar algo del futuro, o, al menos, racionalizar un tanto nuestra conducta en aquellas épocas que nos plantean un dilema grave. Pocas dudas caben de que así sucede hoy respecto a un problema enquistado hace más de un siglo: la estructura territorial del Estado. Por eso resulta útil --dado lo que se avecina-- recordar la peripecia de uno de los españoles que mejor lo han asumido. Sus textos se refieren a Catalunya, pero son extrapolables al País Vasco. Y es que este artículo está escrito pensando en el País Vasco.
Cuando, el 27 de mayo de 1932, Manuel Azaña se levantó a hablar en las Cortes, no sabía que iba a pronunciar el discurso de más fuste de toda su vida parlamentaria. Hizo, de entrada, una advertencia imprescindible: "Una gran parte de la protesta contra el Estatuto de Catalunya se ha hecho en nombre del patriotismo, y esto, señores diputados, no puede pasar sin una ligera rectificación, (pues) ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo".
Fijada la naturaleza política del problema catalán y destacado su carácter de resoluble, Azaña despliega su pensamiento: "El señor Ortega y Gasset decía, examinando el problema catalán en su fondo histórico y moral, que es un problema insoluble y que España solo puede aspirar a conllevarlo". Azaña, ajeno al sentimiento trágico de la historia, tiene otra percepción: "El problema que vamos a discutir aquí, y que pretendemos resolver, no es ese drama histórico, profundo, perenne, a que se refería el señor Ortega y Gasset al describirnos los destinos trágicos de Catalunya; no es eso (...) A nosotros, señores diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Catalunya no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde (...) Catalunya dice, los catalanes dicen: Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español (...) Hay, pues, que resolverlo en los términos de problema político que acabo de describir (...) La solución que encontremos, ¿va a ser para siempre? Pues ¡quién lo sabe! Siempre es una palabra que no tiene valor en la historia y, por consiguiente, que no tiene valor en la política".
Ahora bien la razón de fondo de la posición de Azaña también está clara: "Se votan los regímenes autónomos en España, primero para fomento, desarrollo y prosperidad de los recursos morales y materiales de la región, y, segundo, para fomento, prosperidad y auge de toda España (...) Si nosotros no estuviésemos convencidos de que votar la autonomía de Catalunya, o de otra región cualquiera, es una cosa útil para España, justa e históricamente fundada y de gran porvenir, por muchas cosas que hicierais o que dijerais no os votaríamos la autonomía bajo ningún concepto ni pretexto".
Cuatro años después de que estas palabras fuesen pronunciadas, la guerra civil arrasó el intento de construir un Estado que estuviera fundado en la razón política. Pero es esencial tener presente que, en esta tesitura, al serle presentado --el 31 de mayo de 1937-- el nuevo Gobierno formado por Juan Negrín en uno de los momentos más duros de la guerra, tras desplomarse el frente del norte, Azaña da a sus visitantes una sola consigna: que el Estado recupere en Catalunya los poderes que la Constitución y las leyes le confieren, y ponga coto a los "excesos y desmanes" manifiestos de los órganos autonómicos. Azaña se muestra herido por "las muchas y muy enormes y escandalosas que (han) sido las pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de chantajismo que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República".
Fruto de su desencanto es, sin duda, el repliegue sobre sí mismo que muestra su anotación de 17 de junio de 1937: "España es, sin duda, la entidad más cuantiosa de mi vida moral, capítulo predominante de mi educación estética, ilación con el pasado, proyección sobre el futuro (...) Me siento vivir en ella y expresado por ella (...) No soy indulgente con sus defectos (tampoco con los míos): con su locura, su violencia, su desidia, su atraso, su envidia. Pero no son razón para volverle la espalda, y despegarse, ni de subirse al trípode de hombre superior. Al contrario: su destino trágico me avasalla".
Y no es extraño que, un año después, concluyese que "(la cuestión catalana perdurará) como un manantial de perturbaciones (...) y es la manifestación aguda, más dolorosa, de una enfermedad crónica del pueblo español". Se ha dicho con razón, ante este último texto, que parece que sea Ortega quien habla y no Azaña. De hecho, tras la vivencia práctica de la aplicación del Estatuto en circunstancias de guerra, Azaña rectificó su postura. La causa estaba --a su juicio-- en que la Generalitat había aprovechado deslealmente estas circunstancias bélicas excepcionales para invadir y hacerse con competencias del Estado.
Quizá--y ciñéndonos al País Vasco-- la historia se repita y estemos hoy ante una apropiación unilateral de competencias del Estado por parte del lendakari Juan José Ibarretxe, aprovechando la debilidad del Gobierno central por causas que se compendian en la expresión "factor humano". Pero se engaña Ibarretxe: de tanto hablar de Estado, se ha llegado a creer que la nación española no existe. Y no es cierto: existe y goza de una mala salud de hierro. Por tanto, prescindir de ella y de cuantos a ella se sienten vinculados para planificar el propio futuro es algo peor que una arrogancia: es un error. Por eso sostengo --ante el escepticismo y el rechazo generalizados-- que los dos grandes partidos españoles --el PSOE y el PP-- tendrán que concertar su esfuerzo algún día para la refacción del Estado.
Juan-José López Burniol, notario.