Recuerdo de Albert Camus

El día 4 de este enero que hoy termina se cumplieron 50 años de la muerte de Albert Camus. Murió en un accidente de coche. El mítico Facel Vega que conducía su amigo Michel Gallimard, sobrino del editor, se estrelló contra uno de aquellos magníficos plátanos republicanos que flanquean las carreteras de Francia. Volvían de Lourmarin, un pueblecito cerca de Pertuis y de L’Isle-sur-la Sorgue, el pueblo del poeta René Char. Camus había comprado una casa en Lourmarin hacía un par de años y, tras las vacaciones navideñas, regresaba a París. Su mujer y sus hijos viajaban en tren y él, que ya tenía billete para ir con René Char, también en tren, unos días después, decidió volver con los Gallimard, Michel, su mujer y su hija, que les habían visitado. Michel Gallimard no parece que conduciendo fuera un temerario, y menos viajando con la familia. Le gustaban los coches deportivos, eso sí. Camus, sentado al lado del conductor, murió en el acto. Michel Gallimard, seis días más tarde. Su mujer y la niña se salvaron.

Cuando Camus falleció, yo estaba a punto de cumplir 18 años y recuerdo perfectamente su muerte. Paris Match publicó un reportaje sobre el escritor con una fotografía del coche estrellado contra el plátano. Toda Francia se estremeció. Y a mí también me impresionó aquella muerte, pues yo, en aquellos meses, había estado leyendo intensamente a Camus. Había leído L’étranger, La peste y Le mythe de Sisyphe. Y recuerdo que había comprado La peste a escondidas, en Can Geli. A escondidas, porque era un libro prohibido. Y aquella pesadilla de las ratas saliendo de las cloacas, adueñándose de la ciudad, siempre se me ha antojado como imagen del terror. Seguro que, entonces, no percibí el sentido alegórico de la novela y me quedé en su lectura literal. En cambio, en las inseguridades adolescentes, dentro de aquel mundo sin aire de la Girona de mi niñez y juventud, L’étranger me daba una imagen de la propia extrañeza. En mis largos paseos solitarios sin rumbo ni sentido, Camus a menudo me acompañaba y, en muchas cosas, podía sentirme como un pequeño Sísifo de provincias, cargando la pesada piedra de una identidad incierta, vinculada a una lengua solo medio poseída.
Más adelante, también leí a Sartre, claro. ¿Quién de mi generación no ha sido un poco sartriano? Pero en la batalla entre Sartre y Camus, mi simpatía estaba del lado de Camus. Y si bien La nausée también reflejaba mi náusea, mi corazón estaba con Camus. Por ello no es extraño que recuerde su muerte, la muerte de aquel hombre joven y encantador, entre Humphrey Bogart y Gérard Philipe –como dice Jeanyves Guérin en su Dictionnaire Albert Camus–, con tanta claridad. Fue una muerte coetánea a mi nacimiento como persona adulta.
Nacido en Argelia, en una familia pobre, era un niño de la calle y tuvo la suerte de encontrar a un maestro clarividente. Lo mismo pasó con Charles Péguy, otro gran escritor. Fueron sus maestros los que descubrieron el talento de aquellos niños pobres y los encaminaron. En el caso de Camus, Louis Germain, que le consiguió una beca para estudiar. Y cuando Camus ganó el Premio Nobel, en 1956, escribió a su antiguo maestro: «Sin esta mano afectuosa que alargásteis a aquel niño pobre que yo era, sin vuestra enseñanza y vuestro ejemplo, nada de todo eso habría llegado». Camus era agradecido.
Su padre había muerto en la primera guerra mundial, cuando él aún no había cumplido un año. La madre, analfabeta, se refugió en casa de su madre, que vivía en un piso miserable. Catherine, que era el nombre de su madre, limpiaba por las casas, y Albert jugaba al fútbol en la calle. Ya universitario, fue portero del Racing Universitaire de Argel. En la universidad volvió a tener suerte. Se encontró con un profesor, Jean Grenier, que le protegió. Le enseñó a analizar textos y le impulsó a escribir.

Pronto publicó en la revista Sud. Sus primeros artículos fueron sobre Nietzsche y Bergson. Por su formación filosófica, sus novelas fueron tachadas por la crítica como demasiado filosóficas y sus libros de ensayo como demasiado novelescos. Era su destino, siempre en medio, siempre huyendo de la manía tan francesa –¡y catalana!– de clasificar, de colocar a la gente en cajoncitos. La tuberculosis le impidió continuar jugando al fútbol, y también dedicarse a la enseñanza.
Una boda fracasada, con una chica de buena familia, morfinómana, que le engañaba. Expulsado del Partido Comunista en 1937, en 1940 se marcha a Francia. Lucha con la Resistencia durante la ocupación alemana. Funda con algunos compañeros la revista Combat. Primeros éxitos literarios, una segunda boda, el nacimiento de los gemelos, el teatro, las amantes, el trabajo en Gallimard, el Nobel, la casa de la Provenza, el accidente. Una vida. Entre la chatarra del coche estrellado, un manuscrito autobiográfico, Le premier homme, que no se publicó hasta 1994.

Narcís Comadira