Recuerdos de la casa de los Reagan

El fallecimiento de Nancy Reagan me trae a la memoria algunos encuentros de principios de la década de 1980, en la Casa Blanca, con el que entonces era presidente y su esposa. Me perdonarán el carácter personal de mi testimonio: mi único objetivo es recordar esa época en la que Occidente estaba impulsado por la doctrina que denominamos neoliberalismo, encarnada por Ronald Reagan, quien fue su emblema. Para acceder al presidente, convenía convencer a Nancy previamente de que yo no era uno de esos intelectuales franceses, probablemente socialistas, que venían a tenderle una trampa a su marido. Ella era una persona llena de contrastes: menuda como una figura de porcelana, con grandes ojos inquisitivos y una voluntad férrea. Obtuve su consentimiento manifestando mi admiración por los rododendros blancos de su jardín privado: un francés que entendía de botánica no podía ser una persona odiosa.

Nancy Reagan no hablaba nunca de política delante de otros: el único asunto serio que abordaba era su lucha contra la droga. Hablaba de ello con una emoción que apenas disimulaba algún secreto de familia. Ronald Reagan, a quien yo entrevistaba, apoyaba la campaña de su esposa –Just Say No to Drugs (Di no a las drogas)– con más devoción que convicción. Él se mostraba receptivo al argumento del economista Milton Friedman y de su ministro, George Shultz, que consideraban que la legalización de todas las drogas habría sido la solución menos mala frente a la epidemia de sobredosis. Yo entreveía que Ronald Reagan era lo que en Estados Unidos se denomina un «anarcocapitalista», término intraducible en Europa: dejar que el mercado resuelva los problemas económicos y sociales, dejar que cada cual elija su vida y su comportamiento, y un Estado reducido al mínimo, son el resumen de esa doctrina. Reagan, liberal en todos los aspectos, también se mostraba favorable a las migraciones, al considerar que beneficiaban tanto a los inmigrantes como al país de acogida. La izquierda, por entonces, atribuía esta postura a la cercanía del presidente a la comunidad empresarial de California, que buscaba mano de obra barata. A mí me parecía que la apertura de las fronteras era más bien un asunto de principios que compartían todos los pensadores neoliberales. Qué contraste con los candidatos republicanos de 2016, que invocan a Reagan al tiempo que prometen expulsar a los 12 millones de inmigrantes ilegales que trabajan actualmente en Estados Unidos. Pero Reagan también era un político sagaz que sabía transigir con la realidad y con sus adversarios.

En Europa pasaba por idiota, probablemente porque reducía cualquier situación compleja a unos cuantos principios elementales: el capitalismo funciona, el socialismo no funciona, el Estado se mete en lo que no le concierne y lo hace mal, y la URSS es el imperio del mal y desaparecerá. Además, Reagan desarrollaba su pensamiento apoyándose en anécdotas, algo que la ciudadanía estadounidense adoraba, pero que dejaba perplejos a los europeos.

Lo que me llamaba la atención, durante mis conversaciones con los Reagan, era la autenticidad de sus convicciones. Ronald Reagan se había convertido en neoliberal mucho antes de su elección, en el transcurso de su experiencia como gobernador de California y por la lectura asidua de las crónicas que publicaba Milton Friedman en la revista Business Week. Friedman tenía la habilidad de enumerar, cada semana, los principios de lo que se convertiría en el reaganismo, para uso de esta gran figura que nunca leería sus libros ni los de otros teóricos como Frédéric Bastiat o Jean-Baptiste Say (Friedman consideraba que los franceses Say y Bastiat eran, ya desde el siglo XIX, los fundadores del neoliberalismo). De la misma manera, en su intransigencia con la URSS, Reagan se había inspirado en los estrategas de la Guerra de

las galaxias, como Edward Teller, y en economistas como George Shultz, que le persuadieron de que la economía soviética sería incapaz de financiar una carrera armamentística, lo cual resultaría ser cierto y obligaría a Gorbachov a ceder. También me parecía que el carácter inmoral (en un sentido ético, no religioso, porque Reagan fue el presidente menos religioso) de la Unión Soviética condicionaba su opinión y su convicción de que el «mal soviético» no podía triunfar.

Hoy en día, Ronald Reagan está considerado uno de los presidentes más importantes de Estados Unidos. La nostalgia de esta época ha eclipsado los aspectos sombríos: el paro era más grave de lo que lo es en la actualidad, las incursiones militares en Nicaragua y Líbano acabaron en catástrofe, se hizo caso omiso de la epidemia de sida, las agresiones raciales por parte de la Policía solían quedar impunes y la caída de la URSS no tuvo lugar hasta después de la marcha de Ronald Reagan. El fervor reaganiano, sobre todo entre la derecha, aunque la izquierda ha dejado de despreciarlo, se explica sin duda por la simplicidad de su discurso, su fe en los valores de Occidente y la coincidencia entre el hombre, el mensaje y su expresión.

En el Instituto Hoover de Stanford se conservan los manuscritos de Ronald Reagan: se puede comprobar que él mismo redactaba todos sus discursos, a pluma, con una gran claridad de estilo. No se rodeó, como sus sucesores, de un grupo de asesores de marketing que sopesasen cada palabra antes de que el presidente la repitiese como un loro, sin convicción. Solo Nancy Reagan releía sus manuscritos, para dar su opinión. En la actualidad, Occidente padece una escasez cruel, entre su personal político, de «idiotas» con ideas simples que redacten ellos mismos sus discursos en un lenguaje inteligible, y cuyos actos coincidan con sus convicciones.

Guy Sorman

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