Recuperar el proyecto

Una de las vías más eficaces para poner en riesgo la cohesión social y la estabilidad de un sistema democrático, asentado en la alternancia política, es la de reducir su marco constitucional a un mero flatusvocis, fruto de un consenso devaluado, reducido a cita encubridora de los fines más espurios, a manipulación interesada o, aún peor, a indiferencia claudicante. Frente a esa actitud, cínica o anarcoide, debe afirmarse que una constitución no es sólo consenso, aunque la nuestra felizmente lo fuera en su origen, porque configura por definición un modelo de Estado, es decir, un modo estable de ejercicio del poder.

En un sistema parlamentario como el nuestro, cuando el debate en las Cámaras se convierte en una trampa de cazadores furtivos, la degradación del escenario público está asegurada. Porque la inutilidad, la pérdida de sentido de la palabra, que suele conllevar el abuso sectario del aplauso y la bronca, sólo pueden conducir a convertir el espacio institucional en una caricatura. En ella, la representación no pasa de ser un teatrino ajeno a la realidad, en el que se confunden los escaños con una claque de palmeros de fortuna, en permanente inclinación a la sonrisa impostada y a jalear, no a debatir; quizás por falta de costumbre o porque aplaudir y votar disciplinadamente es su único papel en el reparto.

Pero este espectáculo ya no da más de sí. Ante la desconfianza ciudadana hacia la actividad política, urge una tregua en el enfrentamiento partidario para recuperar el aliento y superar la distancia con un electorado aturdido. Para ello son necesarios proyectos que dinamicen la sociedad y el Estado, recuperando entre todos y sobre todo el «proyecto sugestivo de vida en común», en la conocida definición orteguiana de nación. Un proyecto que confirme la voluntad de ser, de seguir siendo, de un pueblo como el nuestro.

Para ello, necesitamos contar con arquitectos ejemplares de la política, legitimados por el voto y dispuestos a renovar el pacto constituyente; resueltos, en consecuencia, a conservar y mejorar la casa común, la que construimos entre todos hace treinta y cinco años. Arquitectos, no interesados padres tutelares, que respeten el proyecto originario sin alterar la planta y las paredes maestras del edificio. Arquitectos que contribuyan a recuperar y hacer valer, en sintonía con una mayoría razonable, la ilusión colectiva plasmada en un marco constitucional que ha acreditado, sobradamente, su virtualidad para facilitar la convivencia holgada entre ciudadanos y pueblos de España. Sorprendentemente, sin embargo, esa realidad se ha puesto hoy en tela de juicio. Aunque la opinión mayoritaria es consciente de que sólo la ignorancia puede propiciar experimentos alternativos, reconozcamos que esa ignorancia política existe y es siempre osada. Por eso es mayor el riesgo de acabar dando palos de ciego, porque frente a la visión positiva y realista de la vigente Constitución, algunas fuerzas políticas con espíritu de trinchera parecen hoy dispuestas a volver a maniobrar en el vacío, a remover, separar y confundir. Es como si, permanentemente, echaran de menos la agitación y el enfrentamiento social. Así, frente al proyecto integrador contrastado, que sigue siendo la Constitución de 1978, los viejos caciques de la política, instalados de nuevo en nuestro paisaje más castizo, tratan de desviarnos con maniobras de dispersión, a fin de consolidar y ampliar sus áreas de influencia. Ellos son los improvisados notarios que se atreven a levantar, por sí y ante sí, el acta de defunción de nuestra Norma Fundamental.

Pero ese no es el camino. Un país no puede sostenerse, ni mucho menos progresar dentro y fuera de su territorio, sobre un amasijo de maniobras cerrilmente hostiles, marginales y de mala fe. Un país, como España, identificable en la historia y reconocible en su difícil presente, sólo es interpretable y comprensible a la luz de su propio proyecto, libremente adoptado y ejecutado con la construcción del actual Estado social y democrático de Derecho, todavía en pie. Una construcción que, sin negar defectos y errores, no puede cuestionarse por cada generación que la ocupe, aunque sí reformarse de acuerdo siempre con los planos propios, que guían y justifican el desarrollo del proyecto. Ese proyecto, que nadie nos confunda, es hoy la Constitución española. Es a ésta, y no a la última ocurrencia, a la que tiene que ajustarse, poniéndose al día, el sistema político que de ella ha resultado, superando así sus desviaciones o disfunciones reconocidas.

Este es, a mi juicio, el espíritu que habría de inspirar las reformas políticas pendientes, afecten o no éstas a la Carta Magna. Hay que volver a superar el dilema reforma o ruptura, con igual inteligencia y voluntad de concordia que en los años de la Transición. Al igual que entonces, la opción por la reforma es una manifestación del principio de responsabilidad, que busca sólo reforzar las instituciones públicas desde la ley, y no socavarlas con su incumplimiento. Esa debiera ser hoy, en mi modesta opinión, la tarea principal de los representantes políticos, de los medios de comunicación y también, en no menor medida, la de la sociedad civil, protagonista natural y eje de todo lo que una verdadera democracia significa.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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