Recuperar la confianza

En los últimos años, la palabra “crisis” se ha apoderado del lenguaje. Todos hablamos de crisis, poniendo, sobre todo, el acento en la de carácter económico y, por ende, financiero y laboral; pero seguramente de la que más cueste sobreponerse sea de la crisis institucional y, por consiguiente, política y democrática.

El ciclo económico negativo que padecemos desde hace ya seis años, pese a su dureza y a los destrozos que está dejando como herencia, acabará dando paso a una nueva etapa de crecimiento, por lo menos en términos macroeconómicos. En otros momentos ha sido así y, pese a que en este mundo profundamente globalizado nada es igual ya, cabe imaginar que de nuevo así será.

Por el contrario, la superación de la crisis institucional, política o democrática, puede costar mucho más. Si se acaba contaminando por completo el corazón de nuestro sistema de organización del poder público, no se va a bombear más que desconfianza o desafección hacia el sistema mismo. En esas estamos ya. De continuar por esta deriva, la consecuencia es evidente: la huida de lo público, el refugio en lo privado. La lucha por el triunfo (económico o social) a toda costa o, en su versión más dramática, por la simple supervivencia pueden acabar resquebrajando los cimientos del Estado, que, desprovisto por completo de auctoritas, se limitará a ejercer una potestas seguramente percibida por sus destinatarios como ejercicio arbitrario o despótico del poder. Es una vieja historia bien conocida que hoy conviene recordar.

En medio de esta grave situación, asistimos también, desde hace algunos años, a otra crisis. Aun pareciendo menor, tiene, sin embargo, consecuencias trascendentales fuera de su particular ámbito de acción: la crisis de la socialdemocracia, encarnada en nuestro país por el Partido Socialista Obrero Español.

Es esta una crisis que, más allá de afectar de lleno a un partido político determinado, denota el creciente arraigo en la política española del pensamiento único, de marcado corte neoliberal y conservador. La denostación, expresa o sutil, de lo público y la apuesta, abierta o disimulada, por lo privado, en servicios públicos esenciales como la educación o a la sanidad, dan buena cuenta de ello.

Dejando de lado las causas de esta deriva —entre las cuales, por cierto, la responsabilidad del propio PSOE no es insignificante—, lo cierto es que el mismo parece estar aprendiendo la lección. Eso es, al menos, lo que cabe derivar de las conclusiones aprobadas en la Conferencia Política que ha celebrado recientemente, que denotan una clara actualización o renovación de su programa político e ideológico. Se han tomado, en efecto, decisiones valientes (en materia fiscal, sanitaria, educativa, de pensiones, etcétera), demandadas desde hace tiempo por sus militantes, simpatizantes y votantes, algunas incluso muy osadas (como la apuesta clara por la laicidad del Estado).

Por su calado, destacan las medidas en materia económica y laboral, que van desde la apuesta por la creación de empleo de calidad, la recuperación del poder adquisitivo de los salarios o el reequilibrio de las relaciones laborales en el seno de la empresa entre empleador y empleados, hasta la dinamización pública del sector industrial, la creación de una banca pública de inversión o el incremento del gasto en I+D como objetivo estratégico del Estado.

En el terreno fiscal, por su parte, se declara la firme intención de poner fin a los paraísos fiscales y de aprobar la Tasa de Transacciones Financieras Internacionales (tasa Tobin). Igualmente significativa es la propuesta de eximir a los parados, pensionistas y trabajadores (con hijos a su cargo y con rentas inferiores a los 16.000 euros anuales) del IRPF, así como la de integrar en este impuesto la tributación de la rentabilidad de toda la riqueza patrimonial de las personas, con independencia de que sea mobiliaria o inmobiliaria, o de que esté invertida en Sicav, fondos de inversión, sociedades instrumentales, etcétera.

La necesidad de avanzar en el proceso de integración europea está también muy presente en ese documento, apostando por una mayor democratización de las instituciones europeas, por la creación de una verdadera Unión Bancaria Europea bajo la supervisión del BCE, por la introducción de los eurobonos, por la puesta en marcha de un pacto europeo por el empleo y por un pacto social, entre cuyas metas se ha de encontrar la fijación de un salario mínimo interprofesional y la garantía de unas pensiones públicas mínimas en toda la Unión.

En el terreno electoral, si bien no se plantea una reforma a fondo del sistema, con el fin de dotarlo de mayor proporcionalidad, sí se propone, sin embargo, que los candidatos a la presidencia de los Gobiernos estatal y autonómicos, a las alcaldías de los municipios de más de 50.000 habitantes y a las presidencias de los cabildos y consells insulares pasen por el filtro de las elecciones primarias; lo que, a la postre, significa un paso adelante en la democratización de las férreas estructuras organizativas y funcionales de los partidos políticos.

En la lucha contra la corrupción se dan también pasos importantes, como, por ejemplo, el de prohibir las donaciones privadas de empresas y entidades mercantiles, o de particulares vinculados con ellas, que mantengan contratos con las Administraciones públicas. Igualmente relevante, por su valor simbólico, es la determinación de las incompatibilidades salariales por el desempeño de cargos públicos y responsabilidades orgánicas dentro del partido; o la restricción de la inmunidad y el aforamiento parlamentarios.

La defensa de lo público, es decir, de aquello que el mercado no puede proveer sin provocar desigualdades o exclusiones insoportables para una ética progresista, está muy presente en el referido documento. El fortalecimiento del modelo público de pensiones, de la sanidad, de los servicios sociales o de la educación se convierte en una clara prioridad.

De igual forma, la igualdad entre hombres y mujeres, desde diversas perspectivas, incluida la salarial, así como la garantía de la diversidad, en condiciones de igualdad, a fin de evitar discriminaciones odiosas, constituye otro de los focos de atención del renovado programa político del PSOE.

Se trata, en definitiva, de un proyecto muy ambicioso con el que el PSOE intenta recuperar la confianza perdida de cientos de miles de ciudadanos que, inscribiéndose ideológicamente en un terreno afín a los postulados socialdemócratas, se han podido sentir, en un pasado reciente, traicionados o huérfanos.

Aunque está por ver el efecto que tendrá a medio y largo plazo, cuando se acerquen los procesos electorales correspondientes, lo que hoy parece ya claro es que ese efecto dependerá no solo de lo que figure por escrito en ese papel, por más atractivo que sea, sino también de las decisiones y actuaciones que este partido, sus dirigentes, vayan realizando hasta ese momento. Y, por supuesto, dependerá de las personas (no solo primeras cabezas, sino también equipos de trabajo) que protagonicen todo ese proceso. Si se falla en esto, aquello puede pasar a ser solo papel: papel mojado.

Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de Líneas Rojas.

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