Recuperar la lealtad de Cataluña

Tras tres largos años de permanente y masiva movilización en las calles y en las urnas, el independentismo se resiste a ser ese soufflé condenado a desinflarse con el mero paso del tiempo. Las encuestas no parecen indicar que el apoyo a la independencia sufra ningún síntoma inequívoco de agotamiento. Debido a ello, el proceso soberanista parece estar llamado a ser una de las principales turbulencias políticas que marcarán la próxima legislatura.

Aun así, sería un error considerar el independentismo como un bloque monolítico e inquebrantable. En realidad, este colectivo está formado por una coalición en la que conviven dos grupos: los independentistas incondicionales y los federalistas desafectos con el statu quo.

El primer colectivo es el más numeroso y asciende a alrededor de un tercio del electorado catalán. La adhesión al proyecto soberanista entre este grupo es difícilmente quebrantable. Se trata de ciudadanos que han desconectado de España y que muy difícilmente se verían seducidos por alguna propuesta de nuevo encaje de Cataluña.

El segundo colectivo lo forman los votantes federalistas, o que desean un mayor autogobierno para Cataluña. Aunque son numéricamente inferiores (alrededor del 15%), se trata de un grupo de un elevado interés estratégico. El independentismo necesita a este electorado para conseguir ser mayoritario. En efecto, el votante federalista, a pesar de no gozar de muy buena prensa, es quien decantaría la balanza en un eventual referéndum para la independencia.

En los últimos años, el debate público en Cataluña ha estado polarizado en torno a dos únicas alternativas: independencia o statu quo. Este planteamiento dicotómico, que no contempla opciones intermedias, ha beneficiado al independentismo pues ha permitido que se sume al bloque soberanista una gran parte de ese votante federalista que a priori no tendría la independencia como primera preferencia. Y es que si algo une a federalistas e independentistas incondicionales es su profundo rechazo al statu quo. Si las opciones se reducen a inmovilismo o ruptura, la mayoría de federalistas lo tienen claro: abandonar España.

La instauración de un debate bipolar responde en gran parte a la renuncia del Gobierno central a competir por el votante federalista. Durante estos años, el Estado no ha puesto sobre la mesa ninguna tercera vía que permitiera atraer a los federalistas. En esta cuestión, el Gobierno de Mariano Rajoy ha preferido escudarse tras la legalidad vigente para evitar intervenir activamente en la resolución del conflicto.

La inacción del Gobierno ha dejado campo abierto para que el independentismo imponga las coordenadas del debate en Cataluña. Sin embargo, el planteamiento de una tercera vía podría romper la actual dicotomía independencia versus statu quo. Pero, ¿qué propuesta podría efectivamente dividir la coalición independentista? Para responder esta cuestión puede ser muy útil recurrir a las lecciones del economista Albert O. Hirschman.

Según Hirschman, los consumidores leales a una marca o empresa son aquellos capaces de soportar un eventual deterioro del producto sin pasarse a la competencia. Su adhesión emocional a la marca les impide dejar de comprar el producto a pesar de que este ya no sea completamente de su agrado. Pero la paciencia de los leales no es infinita. Superado un umbral de tolerancia, los leales acaban finalmente por abandonar la empresa e irse a la competencia.

Perder a los leales es un verdadero handicap para las empresas, pues una vez el leal opta por desertar ya no es fácilmente recuperable. Llegados a ese punto, las empresas no pueden ganarse de nuevo a los antiguos leales con simples cambios cosméticos, sino que deben volver a ofrecerles un producto que se adecue de forma óptima a sus preferencias.

Hirschman centraba su análisis en empresas competitivas, pero este puede trasladarse de forma convincente al caso catalán. Muchos federalistas que hoy optarían por la independencia eran leales con España que superaron su umbral de tolerancia tras un cúmulo de sentimientos de agravio. Algunos de ellos son conocidos: la sensación de un injusto reparto de las inversiones del Estado, el déficit en la financiación autonómica o la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatut.

Pero quizás el elemento que acabó empujando a muchos federalistas a superar finalmente su umbral de tolerancia fue el deterioro del autogobierno catalán tras la crisis de deuda de 2012. Entonces, el Gobierno de Artur Mas, incapaz de acceder al mercado de capitales, se vio obligado a ser rescatado por el Gobierno central. Tal rescate estuvo sujeto a unas condiciones que en la práctica supusieron una anulación de facto del autogobierno catalán. Fue entonces cuando para muchos catalanes Madrid acabó convirtiéndose en su particular trokia.

Los sentimientos de agravio acumulados durante los últimos años provocaron que muchos catalanes dejaran de ser leales a España. Llegados a este punto, el Gobierno central no puede recuperar su lealtad con simples gestos simbólicos. Si seguimos la lógica de Hirschman, el Estado solo puede atraer de nuevo a los antiguos leales con una propuesta que satisfaga plenamente sus deseos. Y no es de esperar que este colectivo se sienta satisfecho con meros cambios cosméticos con cierta carga simbólica. Muy probablemente, una tercera vía eficaz conllevaría una reformulación profunda del modelo de Estado con inevitables costes económicos para el resto de comunidades autónomas.

¿Puede España permitirse asumir tales costes para recuperar la lealtad de Cataluña? Ese es, a mi entender, el principal escollo. En los últimos años, la opinión pública española se ha movido a posiciones menos tolerantes con el sistema autonómico. Si excluimos a las comunidades autónomas históricas, los ciudadanos partidarios de una recentralización o anulación de las autonomías representan más del doble de quienes prefieren potenciar la descentralización del Estado.

A este clima de opinión se le suma las recientes presiones de las instituciones europeas para que el Gobierno central lleve a cabo nuevas medidas de austeridad. Es difícil pensar que el Estado pueda convencer al electorado español de la necesidad de plantear un nuevo pacto con Cataluña que implique apretarse aún más el cinturón.

En definitiva, recuperar la lealtad de los catalanes no parece una tarea fácil. Aun así, el Estado debería atreverse a tomar un papel más activo en esta cuestión. Si algo hemos aprendido de esta última legislatura es que el inmovilismo es la mejor garantía de que el proceso soberanista siga su curso.

Lluís Orriols es doctor por la Universidad de Oxford y profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

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