«¡Crítica, tus labios sella, / venda tus ojos, y escucha / de rodillas, muda y ciega; que del Genio á quien su patria / agradecida venera, / donde le labran su tumba, / su Apoteosis empieza!» (José Zorrilla, Apoteosis de Calderón, 1840).
Recuperar a Calderón de la Barca es hoy una obligación moral, cultural y patriótica. Y por qué no añadir que, en cierto modo, es una obligación de buen cristiano español, para quien profese la fe de don Pedro.
La repercusión nacional e internacional de la reciente búsqueda de los restos de Calderón de la Barca, que hemos emprendido desde la Universidad CEU San Pablo, es una muestra de que nuestro inmortal escritor está más vivo de lo que cabría imaginar en esta hipertecnificada época de crisis de las Humanidades. Sin embargo, hay diversos aspectos de la vida, obra y muerte de Calderón que reclaman nuestra implicación en la salvaguarda de su legado y la de otros de nuestros grandes clásicos. Se hace necesario que recuperemos a Calderón, al menos en tres sentidos -extensibles a otros clásicos españoles-: la recuperación física de sus restos, la recuperación cultural de su obra y la recuperación cívica de su figura y legado.
Comenzando por la recuperación física de sus restos, resulta llamativo que la seria hipótesis, publicada en 1964, de que sus restos pudieran haberse salvado de la quema y saqueo de la madrileña iglesia de Nuestra Señora de los Dolores en 1936, no hubiera sido investigada científicamente con anterioridad. Un sacerdote que presenció su ocultación en un muro en la inhumación de 1902 se lo reveló a Vicente Mayor, capellán mayor de la Congregación de San Pedro. Así lo contó Mayor en su historia de esta cuatricentenaria comunidad sacerdotal, a la que Calderón pertenecía y había hecho su legataria universal. Es cierto que dicha Congregación, fiel custodia de sus restos, hizo algunas catas aleatorias, incluso el esotérico padre Pilón hizo pesquisas, quién sabe si con péndulo. Pero hasta ahora no se había realizado una búsqueda científica ni recurrido al uso de georradar. Sinceramente, ignoro si aparecerán los restos, o si los asaltantes milicianos los robaron o destruyeron en 1936, al incendiar la iglesia y asesinar a su párroco. Lo indudable es que tenemos la obligación de buscarlos para despejar científicamente toda incertidumbre sobre si sus restos aguardan extraviados entre las paredes de una iglesia.
Lo peor es que el caso de Calderón no es el único. En similar incógnita estaban hasta hace bien poco los restos de Cervantes y Quevedo, y en situación incierta permanecen los de Lope de Vega, Tirso, Velázquez, Murillo, el Gran Capitán, García Lorca, la cabeza de Goya... Situación que contrasta con el trato que reciben las glorias nacionales por parte de nuestros vecinos franceses, alemanes o ingleses. Es ya un sonrojante lugar común el contraste inglés con la tumba de Shakespeare. Como ha afirmado recientemente Luis Alberto de Cuenca en un artículo dedicado a nuestra búsqueda: «España es un país muy cicatero con sus genios. Está acostumbrado a minusvalorar el legado que dejaron a la humanidad, incluyendo su esqueleto. No me imagino peregrinaciones masivas a la parroquia madrileña de Nuestra Señora de los Dolores, si es que por fin se encuentran los restos». Casos de incertidumbre como los indicados, plantean la necesidad de una alianza entre instituciones públicas y privadas para coordinar una búsqueda científica a gran escala de nuestras glorias nacionales. Junto a la busca de sus restos mortales cabría añadir la de sus obras perdidas, cuestión que en el caso de Calderón supera la docena.
Esto permite enlazar con la recuperación cultural de nuestros grandes autores de los siglos de Oro, comenzando por Calderón. Es necesario leerlos, releerlos, representarlos (más) y asimilar receptivamente su legado sapiencial. Esto apela también a los jóvenes, pues Calderón tiene una frescura y una hondura antropológica que lo hace atractivo a distintas edades y generaciones, si se les sabe proponer. De hecho, en «La vida es sueño» encontramos una de las primeras distopías de la historia de la literatura, anticipando planteamientos del cine distópico de ficción, como en la saga de Matrix.
Asimismo, cabe una recuperación cívica de Calderón en el sentido de reivindicar su vigencia y trascendencia para la convivencia política, comenzando por la española. Este autor representa una línea de honda raigambre hispana en la defensa de la libertad política frente a toda tiranía, en armonía con la Escuela de Salamanca, patrona a su vez del Derecho Internacional y de los Derechos Humanos, o de la Economía como ciencia. A su vez, con su magistral conciliación entre lo popular y lo sutil, lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, Calderón logró encandilar a las distintas clases sociales españolas, aunándolas. Por ello sigue siendo hoy un elemento de unidad entre los españoles; uno de esos factores que contribuyen a acercar a las dos Españas, a pesar de su circunstancial instrumentalización ideológica. No deja de resultar curioso que siendo España una de las primeras potencias internacionales en Artes y Letras, sigamos flagelándonos con mixtificaciones que, como la Leyenda Negra, falsean nuestra contribución histórica, o que sigan enfrentándonos con memorias históricas deformadas e ideologizadas. Sin embargo, en Calderón encontramos un incomparable embajador internacional de la cultura y lengua españolas -o de la «marca España» y de la «España Global», en lenguaje gubernamental-. No olvidemos que sirvió de inspiración para el Fausto de Goethe y que fue admirado por Wagner, Schopenhauer, Schelling, Percy y Mary Shelley, o incluso por Marx y Albert Camus.
Su propia vida es digna de ser novelada: rebelde, jugador, pendenciero y excomulgado en su juventud, llega a estar implicado en una disputa que concluye en homicidio. Posteriormente, participa como militar en los bravos Tercios de Flandes y en la guerra de Cataluña, e ingresa en la prestigiosa Orden de Santiago. Hacia la cincuentena se hace terciario franciscano y finalmente sacerdote. Muere, casi pluma en mano, mientras redactaba «Amar y ser amado» en su modesta morada de la calle Mayor.
Calderón es una de las grandes luminarias clásicas de la literatura universal y, como es sabido, los clásicos no mueren, tan solo duermen. O incluso más bien despiertan, ya que, si acaso la vida es sueño, la muerte no es sino un despertar, por expresarlo en los términos de ese Platón que resuena en Calderón. Pero lo más parecido a darle nueva muerte, aquí entre nosotros los mortales, sería sepultarlo entre las frías paredes del olvido. Si esta búsqueda sirve para que Calderón despierte del ensueño en que algunos le tienen sumido, quizá puedan descubrir, entre otras muchas cosas, que, aunque «La vida es sueño, también «Sueños hay que verdad son», como reza uno de sus últimos autos sacramentales.
Pablo Sánchez Garrido es profesor Universidad CEU San Pablo. Director de la búsqueda de Calderón.