Por estos días, uno de los temas que vincula a Chile con España es la decisión de la ex vicepresidenta del Gobierno socialista, Elena Salgado, de asumir el puesto de consejera de Chilectra, filial de Endesa. La polémica generada, además de colocar el foco en el cambio de hábito de algunos jerarcas socialdemócratas cuando devienen en empleados del capital trasnacional, brinda la oportunidad para recordar que el socialismo se encuentra, en ambos países, en condición de oposición. Ello ocurre, además, cuando la paradoja ronda la nueva crisis que aflige a la socialdemocracia. Mientras algunos de sus principales postulados –como la regulación de los mercados y la expectativa de un rol sustantivo por parte del Estado– siguen vigentes, las fuerzas políticas con pretensión de encarnarlos suscitan todo tipo de suspicacias.
Las situaciones en las que se enmarcan son distintas, pero sus desempeños no lo son tanto. España se enfrenta a una crisis económica que pone su Estado de Bienestar en riesgo de retroceso letal, producto de los draconianos ajustes del PP. Por su lado, Chile experimenta un crecimiento económico que no solamente no está resolviendo sus dilemas pendientes de productividad, sino que, por sí solo, no responde las preguntas levantadas por las movilizaciones sociales. Estas han remitido a la crisis de representatividad de un sistema político colocado usualmente como ejemplo de gobernabilidad, así como a un extendido repudio ciudadano frente al abuso del poder económico.
Chile se encuentra entre los veinte países más desiguales del planeta. Mientras fueron Gobierno, estando el socialismo chileno en coalición con la Democracia Cristiana por veinte años –lo que explica, en parte, su retraso en asuntos de libertades individuales–, se incurrió en cierta complacencia con el empresariado y no se fue diligente en la promoción de las inversiones necesarias para diversificar sus economías y poner a tono su mano de obra.
Su ejercicio en la oposición es una mezcla de reactividad con negación. Por los motivos que sean, no se han generado espacios para debatir las causas de sus respectivas derrotas. Confían en un pronto regreso al poder, ya sea por haberle puesto un dique al PP en las recientes elecciones andaluzas, o bien por su aferramiento a liderazgos con supuestas capacidades taumatúrgicas, como sería en Chile el de la expresidenta Bachelet. Aunque el relevo generacional no es en absoluto la panacea, supone una asignatura pendiente para el progresismo chileno. Enfrascados en discusiones sobre cupos electorales y política de alianzas, apuestan a un retorno más asentado en los posibles errores del adversario que en la reelaboración de un proyecto histórico que conecte sus principios con las transformaciones en curso.
El triunfo de Francois Hollande, en Francia, podría tener un efecto ambiguo. Si bien permitirá el repunte de una izquierda hambrienta por mejorar su autoestima, podría acentuar el escamoteo de temas sustantivos como, por ejemplo, los dilemas del crecimiento y la distribución.
Frente a la tentación a tomar atajos, destaca el esfuerzo por encarar los dilemas de la socialdemocracia realizado por Carlos Ominami, exministro, exsenador y otrora jefe de campaña del expresidente chileno Ricardo Lagos. En su libro recién publicado que lleva por título Secretos de la Concertación. Recuerdos para el futuro, desarrolla una reflexión política e intelectual que interroga tanto al pacto de la transición de fines de los 80, como a lo que vino después, en un ejercicio de introspección política. Confrontando en primera persona los miedos de toda una generación que vivió el golpe de Estado de 1973, aspira a contribuir al necesario enjuiciamiento crítico de una coalición de centroizquierda que, si bien contribuyó a reducir la pobreza y abrió Chile al mundo, no se aplicó de la misma manera en el combate de la desigualdad y la concentración económica. Tampoco removió la Constitución heredada del régimen militar que, aunque reformada, conserva su esencia neoliberal. Aboga por la necesidad de recuperar para la política progresista el sentido estratégico perdido, proponiendo alineamientos que respondan a los dilemas de seguridad, igualdad y cohesión. Dedica especial atención a la renovación del socialismo chileno que califica como frustrado ya que, a pesar de haber revalorizado la democracia, falló en dos elementos fundamentales, que hacen que catalogue la historia política del Chile reciente como de renuncia: la falta de contrapesos al mercado y la inexistencia de una fuerza política cohesionada.
Y aunque no menciona la influencia española, no deja de resultar una ironía el hecho de que el socialismo chileno, influenciado por un PSOE que cumplió un rol en su proceso de renovación, llamando a la moderación, haya devenido en una fuerza con talante conservador.
La confesión de Ominami, actor privilegiado de la transición chilena, sugiere, al menos, dos cosas. La primera, que la recomposición del socialismo, para ser efectiva, debe superar los estrechos contornos locales. Si hay esperanza para la socialdemocracia, pudiera encontrarse en una América Latina que atraviesa su mejor hora. La segunda, que es necesario hacer gestos de arrepentimiento, algo aparentemente alejado de los entresijos de la política pero que, ya vemos, hasta los monarcas reconocen su importancia.
María de los Angeles Fernández Ramil es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.