Reducción del déficit y políticas de izquierda

Buena parte de los argumentos utilizados para desautorizar la reforma constitucional del límite al endeudamiento olvidan que en la reforma no se habla de déficit corrientes, sino de déficit estructurales. La diferencia entre ambos términos es justamente el concepto de déficit cíclico, que se deriva en las recesiones (y en las expansiones) del funcionamiento de los estabilizadores automáticos. En las crisis los ingresos se reducen y los gastos crecen de forma automática, y a la inversa en expansiones.

Pero el debate no está centrado en el déficit cíclico. La norma que modifica la Constitución habla del estructural, es decir, de la tendencia de los ingresos y los gastos de las administraciones a lo largo del tiempo. Definir el déficit estructural reclama estimar el crecimiento potencial y la tasa de desempleo de equilibrio, conceptos ambos que dependen del ritmo de crecimiento de la productividad de cada país. Una forma simple de evaluarlo es considerar que se aproxima a cero a lo largo del tiempo; es decir, que ingresos y gastos deben estar equilibrados en un plazo determinado.

Simplificando, en un sistema de cambios fijos (y la unión monetaria lo es por razones obvias) las diferencias en los ritmos de crecimiento de la productividad entre los países implicarían tasas de paro diferentes y/o ritmos de crecimiento de los salarios distintos. La limitación del déficit en este contexto puede suponer un reparto desigual de la capacidad presupuestaria entre gastos sociales (atención al desempleo) y gastos en incentivos al crecimiento. Los países con mayores crecimientos de la productividad (y menor paro) podrían destinar una mayor parte del presupuesto al incentivo al crecimiento (consumo futuro), mientras que aquellos con menor expansión de la productividad (y tasas de desempleo más elevadas) deberían orientar una mayor proporción del presupuesto a la atención y protección social (consumo presente).

Salvo que se vincule la evolución de los salarios al curso de la productividad, el incentivo a la inversión en innovación y nuevas tecnologías de los primeros estimularía su eficiencia futura, mientras la mayor atención ponderada al gasto social de los segundos condicionaría su potencialidad de crecimiento a largo plazo. La sola alternativa de izquierdas sería aumentar la presión fiscal para compensar tan dispares efectos.

Pero la presión fiscal es un recurso de capacidad limitada. No se puede estar elevando sistemáticamente la presión fiscal. Más aún, algunos de los mecanismos de la tributación indirecta redistribuyen negativamente la renta, y en aquellos que son redistributivos positivos, como el propio IRPF, los cambios deberían afectar a las rentas medias y no sólo a las elevadas para tener efectos significativos. Las restantes figuras tributarias (patrimonio, riqueza, transmisiones, sucesiones y donaciones), aun siendo importantes por su carácter simbólico, no serían un mecanismo suficiente para compensar los desequilibrios del gasto a lo largo del tiempo.

En estas circunstancias las opciones a una política tradicional de izquierdas basada en crecimientos de la demanda se muestran, a largo plazo, insuficientes. Y, como ya se ha apuntado en los últimos años, la izquierda debería replantearse la potencialidad de las políticas de oferta para estimular la eficiencia y la productividad. En todo caso, de lo que no cabe ninguna duda es de que la limitación de los déficit presupuestarios estructurales ha venido a alterar sustancialmente las estrategias de la izquierda tradicional. Negarlo no es la mejor forma de anticiparse a los problemas económicos futuros.

Por Zenón Jiménez-Ridruejo, catedrático de Análisis Económico.

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